El escritor Eduardo Mendoza
Crear en salamanca tiene la satisfacción de publicar el artículo que, sobre la obra del Premio Cervantes 2016, ha escrito por Julio Collado (Muñopepe, Ávila, 1949). Poeta, columnista del Diario de Ávila, conferenciante, coordinador de talleres literarios en institutos abulenses y en la sede de la Fundación Caja Ávila, así como guionista y presentador de Campañas de Animación a la Lectura en diferentes radios y televisiones de su ciudad. Como escritor tiene publicados cuatro libros de literatura infantil en la Editorial Edelvives, además de haber participado, con cuentos, poemas y relatos, en varios libros colectivos (Rutas literarias por Ávila y provincia; Una métrica diferente; Chile en el corazón, Arca de los afectos o Palabras del Inocente, por citar algunos).
Participó, como poeta invitado, en el XVII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, dedicado a Gastón Baquero
EDUARDO MENDOZA Y EL PLACER DE LEER
Ahora que se está poniendo en cuestión la pervivencia del libro, esa caja de sorpresas dibujadas en hojas, por la acometida de los libros electrónicos convendría tal vez fijarse más en la pervivencia de la lectura en sí y, con ella, el placer de leer. El soporte en el que vaya envuelta la historia es lo de menos. Lo demás es si la historia procura el placer en el sentido profundo que defendía Epicuro y, por eso, terminará creando afición. Todo ello, si el ruido de tantas publicaciones no impide que llegue a las gentes y si estas son capaces de tener tiempo para saborearla. O dicho más a la pata la llana, si en un futuro quedarán lectores y lectoras de luces largas en una sociedad que se desliza por los tuits y se siente a gusto allí instalada.
A la vista de las estadísticas, hay muchos españoles para los que el libro, sea en un soporte o en otro, es un perfecto desconocido. Más aún, no es un artículo al que echen de menos para vivir una existencia más o menos confortable. Esto último es lo más preocupante porque impide la posibilidad de preguntarse por el ser de la lectura y de su (in)utilidad. Llegados a este punto, el papel de las Escuelas y de los Institutos deviene en fundamental. Nadie duda de que la adolescencia es la etapa vital en la que queda marcada tal vez para siempre ese “hambre” por los libros y por sus historias. Tampoco debe pasar inadvertido que una serie de circunstancias ocasionan que la gran afición lectora infantil (devoradora de libros muchas veces) decaiga enormemente en la adolescencia. Las causas son múltiples y entre ellas (además de la atracción por los artilugios modernos) habría que señalar los exagerados programas escolares con sus injustos deberes para alargar la jornada en casa; una didáctica equivocada que une gramática y literatura en perjuicio de esta última; la preeminencia de ejercicios sobre el texto frente al nudo placer de su lectura y, a veces, la equivocada selección de las “lecturas obligatorias”.
Tal vez, habría que conseguir no tener “lecturas obligatorias” sino orientaciones personalizadas para que el adolescente no se pierda en la maraña literaria y para que sea capaz de enfrentarse críticamente a las modas mercantiles del mercado. También para enriquecer el necesario diálogo en las clases sobre las experiencias lectoras y para animarse mutuamente a conocer otras historias. Es en este trance en el que el profesorado tiene que usar todas las mañas de la emoción y de la conquista transmitiendo su propio placer lector. Pues, “De la abundancia del corazón, habla la lengua” y, al fin, la afición lectora se contagia como el sarampión; por el ambiente.
Entre esas orientaciones profesorales, acordarse de Eduardo Mendoza será una apuesta segura. Todavía recuerdo cómo “El misterio de la cripta embrujada” me sirvió como rescate para aquellos alumnos que habían desertado de los libros y se estaban perdiendo la emoción y el misterio que encierran las historias bien contadas. Les leía las primeras líneas: “Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mi concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a nuestro favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba. Era una hermosa mañana de abril, hacía sol y advertí de refilón que las moreras que bordeaban el campo aparecían cubiertas de una pelusa amarillenta y aromática, indicio de primavera. Y a partir de ahí todo empezó a ir mal…”. Y ya alguno me pedía el libro, intrigado por ese mal que aparecía a pesar de la belleza de la primavera.
Después funcionaba casi siempre el boca a oreja contando las andanzas de ese personaje picaresco y cervantino cuya personalidad atrae a los adolescentes porque en su modo de ser encuentran muchas cosas que a ellas y a ellos (por diferentes circunstancias) les atraen. ¿Quién a esas edades románticas, góticas, revoltosas, ensimismadas, incomprendidas y un poco malvadas, no se verá atraído en algún punto por este antihéroe que narra la historia, se dirige al lector y se define de esta guisa?: “Soy, en efecto, o fui, más bien y no de forma alternativa sino acumulativamente un loco, un malvado, un delincuente y una persona de instrucción y cultura deficientes, pues no tuve otra escuela que la calle ni otro maestro que las malas compañías de que supe rodearme”. Un loco que, ante la injusticia, se topa con el poder y sucumbe como don Quijote. Tal vez, podía confesar de sí mismo como el Pascual Duarte de Cela: “Yo, señor, no soy malo aunque no me faltarían motivos para serlo”.
Sirva para animar a los jóvenes lectores lo que manifiesta Javier, un alumno de 4º de ESO: “Este libro mantiene el interés desde el primer momento hasta el final. Es distinto a otros libros que he leído antes porque los personajes son muy curiosos. Son bastante raros y diferentes a los que se pueden ver en la televisión o en la calle, pero parecen de verdad. Además de ser intrigante la historia que te cuenta el autor también te ríes por algunas cosas que pasan o por la manera que tiene de decirlas. Es un libro divertido que aconsejo leer a los que no lo conozcan ya que seguro que pasan un buen rato y se divierten. No es nada pesado”. Y después de leer la novela, dibujar su mapa literario, hacer el viaje de estudios a Barcelona y recorrer las mismas calles por donde pulularon los personajes. Sería un bonito corolario.
Aprovechar la cercana concesión del premio Cervantes a un escritor cervantino como Eduardo Mendoza es un buen pretexto para volver a sus páginas o para comenzarlas por primera vez. En ellas, los lectores o las lectoras, que abundan más según los estudios de investigación, podrán hacer viajes como los de don Quijote o los de Ulises. Viajes hacia el exterior y, sobre todo, hacia el interior de uno mismo en compañía del fino humor y la parodia siempre lúcida sobre la sociedad en la que habitamos y, entre todos, creamos. Porque Mendoza ayudará a los adolescentes actuales no sólo a conectar casi sin notarlo con la tradición literaria clásica sino con la actualidad y sus parecidos con nuestro Siglo de Oro; ya que la naturaleza humana cambia mucho menos que la ciencia y la técnica.
Los que cojan “El misterio de la cripta embrujada”, “La isla inaudita”, “Sin noticias de Gurb” o “La verdad sobre el caso Savolta” harán un viaje alucinatorio y aprenderán a “mirar” el mundo y a sí mismos con ojos más despiertos, además de pasar ratos inolvidables con la sonrisa a flor de piel. Porque la crítica de Mendoza, como la de Cervantes, usa la ironía y el humor para no ser sarcástica sino compasiva con las debilidades humanas. Una actitud esta que está actualmente un poco de capa caída siendo tan necesaria para una cabal convivencia. Todo ello, aliñado con unos personajes bien hilados y un estilo llano pero lleno de matices, hacen de este buen contador de historias un autor muy recomendable. Si los Institutos son capaces de acercar la obra de Mendoza a los estudiantes, es seguro que muchos quedarán con ganas de leer toda su obra y no quedarán defraudados. Hasta los títulos tienen su gracia: Valga como ejemplo “El asombroso viaje de Pomponio Flato”.
El poeta y ensayista abulense Julio Collado, en homenaje a Darío (Foto de Jacqueline Alencar)
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