Rafel Ruiz Romero en Salamanca (foto de Luis Monzón)
Crear en Salamanca tiene el placer de publicar 12 textos inéditos del destacado artista Rafael Ruiz Romero. Toda una vida consagrada al Arte. Sobre todo pintor de dilatada trayectoria, aunque su primera vocación fuese la Literatura, luego desplazada durante largos años. Así mismo ha cultivado también la ilustración y la investigación artística, como especialista en el arte español del s. XIX. Además del canto coral. Ha vivido largo tiempo en París, en los conflictivos años 60, y viajado y expuesto por otras ciudades de Europa y Latinoamérica, especialmente en Perú y Venezuela. Instalado definitivamente en Madrid, ha retomado aquella su primera vocación poética, considerando esta como expresión absolutamente libre y diáfana. Tiene tres trabajos terminados: Confesiones y pinceladas de una vida (prosa), Voz al viento (poesía) y Cantos de atardecer (poesía).
Rafael Ruiz Romero en un bar madrileño próximo a su piso (foto de A. P. Alencart)
Por este costado nos duelen
los indiferentes, los engreídos,
los que gritan y mandan, los que adulan,
los de gesto falso y mirada furtiva,
los que hacen discursos sin sentido,
los de tripa llena y corazón de piedra,
los maliciosos, los frívolos,
los que se esconden, los que se inclinan,
los que llevan la razón en la cartera,
los que no van a la calle por temor a perderse,
o pasan de largo sin ver nada,
los que dependen del tiempo y la medida,
los que tienen el seso y el sexo invertidos,
los que no sienten pasión ni compasión,
y en fin, todos aquellos de alma vacía
y casa cerrada a cal y canto.
Y por el otro costado nos conmueven
aquellos que sueñan, bailan
y cantan las verdades con voz clara,
los que escuchan y viven con la vida,
los que pueden mostrar limpias
las palmas de sus manos,
los que respiran con hondura,
los que buscando caminos hasta se pierden,
los que pueden volar sin tener alas,
los que viven para amar y gustan de placeres,
los que saben reír y llorar hasta romperse,
los que yerran todas las veces que haga falta,
y aquellos que dejan abierta la puerta de su casa
para que el mundo entero pueda entrar y salir
imprimiendo su aliento y sus huellas.
Jacqueline Alencar, Marcos Ana, Sylvia Miranda y Rafael Ruiz Romero en la Plaza mayor de Salamanca
(foto de Alfredo Pérez Alencart)
Iba deprisa, aterido de frío
en busca de una puerta abierta,
un poco de lumbre, una mano con pan.
No quiso oír las voces de los otros
ni menos mirar a sus ojos,
no fueran a cegarle,
cantando una y otra vez
“tan sólo debo creer en mí”.
La luz, el Universo, Dios si está en todo
¿también estará entre nosotros los míseros humanos?
Pues entonces deberemos apagar todas las luces
que quedan encendidas,
para encontrar tan sólo la noche entera
y saber ciertamente si algo queda,
¿algún claro, o sólo la negrura?
O tal vez deba pensar que todo ha sido
una fugaz comedia.
¿Y para qué buscar, si no hay más nada?
Sin embargo, pese a todo, ya estoy listo,
y seguiré caminando ya sin prisa alguna,
ligero de equipaje.
Habrá que ir avisando a quien sea,
que me esperen, que voy llegando.
Y puede que allí encuentre la respuesta.
Luis Frayle Delgado, Alfredo Pérez Alencart y Rafael Ruiz Romero, durante su exposición en el entonces Banco Central Hispano, de la Rúa Mayor (foto de Luis Monzón)
Mucho más quiero al cielo que a mi patria,
más a la luz del sol, a los bosques, las montañas,
a todas las tierras de la Tierra,
a todos los animales que la pueblan,
y entre otros tantos más a todos mis hermanos,
humanos de todas las lenguas y colores.
Más, mucho más, a un soplo de aire limpio,
a la mano amiga del pan y el agua,
a la sonrisa de cualquier niño
y hasta a mí mismo.
En una palabra
a toda la gran fiesta de la vida,
porque todo ello junto es mi única y sola
patria verdadera.
El espejo era un río y el río el mar.
Las olas envolvían su cuerpo y lo mecían
en un suave va y viene, viene y va.
Flotaban sus colinas,
sus extremos eran peces ondulantes,
y sus cabellos algas, o redes
(no recuerdo bien),
o quizá serpentinas doradas.
Parecía que hubiera brotado una fiesta en el mar
y ella entregada a sus aguas hechizadas.
Algunas nubes surcaban el cielo
como naves de algodón
y en el aire aplaudían las gaviotas,
sus alas como olas.
Fue tan sólo un tic-tac de tiempo,
casi de un abrir y cerrar de ojos
que aquel sueño despertara de mi almohada.
Todavía duraba el calor de su cuerpo
y en mi boca el sabor de sal amarga.
Rafael Ruiz Romero, Jacqueline Alencar y Remo Ruiz (foto de A. P. Alencart)
Y resulta que después de tantos años
sigo pensando
que en algún sitio debe vivir la verdad.
Donde poder encontrar el camino recto,
la mirada limpia, la palabra clara,
la paz,
y los nombres unidos, no uncidos,
en libertad.
Donde ya nadie pueda sufrir de dolor,
ni de hambre, frío, tristeza, soledad,
incomprensión o ignorancia.
Ni de guerras. Nunca jamás.
Porque la vida podría ser bella,
si se alumbra un poco cada día. Y se da.
Vivir es repartir. Morir, partir.
Pobrecitos de aquellos que se acuerdan
ya tarde de su brevedad.
Rafael Ruiz Romero, Leonor, Carlos Contramestre, Cristina y Jacqueline Alencar, en Barajas (foto de A. P. Alencart)
Las estrellas brillan en las alturas,
pero podemos recogerlas en el lecho del río,
y hasta beberlas.
Pero si tú te fueras, Paulita,
¿quién más podrá arroparme?
Ya llegó el invierno,
y quizás otra vez la primavera.
Voy caminando a toda prisa a la casa del padre,
que me está llamando.
Ya se ve la luz y huele a pan caliente,
a savia nueva y a ternura.
Y canta, canta, Paulita,
que tu voz es como el Cantar de los Cantares
y vuela.
Dame la luz de tus ojos, la flor de tus mejillas,
y sujétame si me tropiezo,
que no tengo firme la conciencia.
Y vayamos juntos a la fiesta de la vida,
que ha nacido.
Tú el amor, Paulita,
eres mi única riqueza.
Lo que llevo en las palmas de las manos,
es tan sólo del aire y de la nada.
La tarde estaba oscura y soñolienta,
tan solo una leve ventisca sacudía el ramaje.
Y aquel caminante venga a gastar caminos
sin brújula ni rumbo,
sin encontrar nada en esa soledad.
Y para sentir al menos si él estaba
hacía ruido, agitaba los brazos, canturreaba,
pero su voz no tenía sonido,
y menos aún, nadie volvía la cabeza.
¡Ay rosa, rosita de los vientos!
tú que lo sabes, enséñame el camino
para encontrar aquella casa grande
del pan tierno y la candela,
que casi ya es de noche, estoy cansado
y tengo hambre y mucho frío.
Y ¡tan, tan!, suena en la puerta.
Yo soy aquel que no es de nadie,
ni de nada, ni de él mismo.
Pero nadie responde,
parecía estar ciega y sorda la casa de la luz.
Y así le habló entonces la rosa de los vientos:
“Debes todavía de seguir andando,
tus pasos aún no han dejado huella en el camino”.
Qué cara tan fea tienen los mustios y encogidos,
aquellos que arrastran los ojos por el suelo
por miedo a tropezar,
o para seguir las huellas de aquellos que pasaron.
Los que solo caminan detrás del que dirige,
temerosos del palo o de perderse,
los que sienten sed y fuente seca,
hambre y plato hueco.
(Y otros tan tristes como yo,
con mal de amores,
porque no estabas tú,
ni había luz en tu ventana).
Un va y viene, un ir y venir,
un puede ser que sí o puede ser que no.
Siempre con la cara de cruz, la sombra a cuestas
y andando a trompicones.
¿Dónde la luz del día, la palabra justa,
la medida exacta, la emoción encendida,
el tálamo del amor?
Ya lo celebran un grupo de palmeros jubilosos
y lo lamentan otro de afligidas plañideras.
Permanece callado aquel que solo mira
el girar de la rosa de los vientos
y sus treinta y dos rumbos del horizonte.
Rafael Ruiz Romero, Jacqueline Alencar, José Balza, Piedad Román y Alfredo Pérez Alencart en Salamanca (foto de Luis Monzón)
Mi abuelo, el de las manos blancas,
sabía repartir el pan y la verdad,
como Dios.
Y conocía muy bien los largos y anchos caminos,
y de sobra a los hombres,
porque era más de todos que de él mismo.
Siempre con la cabeza alta mirando al cielo,
con sus ojos azules, de cielo,
las manos abiertas para encontrar otras manos
y extendidos los brazos para dar
y también recoger.
A todos deseaba Buenos días,
fueran buenos o malos.
Y a nadie contradecía para no herir.
Dejaba siempre abierta la puerta de su casa,
que era luminosa con olor a manzanas,
y podían entrar cuantos quisieran,
unos y otros, pares y dispares,
de cualquier sitio, de cualquier credo,
porque a todos quería escuchar, comprender
y si fuera posible también hermanar.
La casa de mi abuelo bien parecía la casa de Dios.
Lucia Andrade, Verónica Amat, Jacqueline Alencar, María Ángeles Ballesteros, A. P. Alencart, Luis Frayle y Ruiz Romero, durante su exposición salmantina (foto de Luis Monzón)
Y qué importa que la verdad sea desnuda
si puede vestirse de mil modos.
Y que se apague la luz por fuera
si queda luz por dentro.
Con los ojos cerrados se sueña mejor
pero es un canto sin voz,
un jardín desflorado.
Qué triste de aquel, que de tan puro
nunca se atrevió a morder la fruta del pecado.
Y qué difícil andar por el camino recto,
hablar con la palabra justa,
entre tal medida, tal vericueto,
tal multitud de sombras,
miradas furtivas, puños encrespados.
Haz por volar, volar, que queda poco,
y expande un canto puro y sonoro, canto de vida,
y no aquel quejumbroso de las plañideras.
Rafael Ruiz romero, Jacqueline Alencar y José Alfredo, en Salamanca (foto de A, P. Alencart)
Debe ser cierto que soy libre,
porque no tengo nada, ni soy de nadie,
ni siquiera apenas de mí mismo.
Y estoy cansado de andar y desandar tantos caminos,
sin saber ni dónde ni por qué.
Y sin dejar alguna huella en la tierra
ni aliento en el aire.
Pero el caso es que el corazón
todavía me suena
e igual que yo sigue la ruta
-tic, tac, tic, tac-
aunque solo sea para gastar caminos.
Pero siempre llevando las manos bien tendidas,
rosas abiertas, aves volanderas
porque no solo quiero seguir viviendo,
sino más bien vivir para poder seguir amando.
Rafael Ruiz Romero, Carlos Contramaestre, Enrique Hernández D’Jesús y Alfredo Pérez Alencart (foto de J. Alencar)
Vuelve de nuevo a mí, mulata caribeña
de cuerpo encendido, piel de canela,
senos danzantes, culo respingón,
zumba que zumba al son.
Vuelve y ábreme la puerta de tus adentros,
que tengo frío y estoy deshabitado,
y hoy que es día de vida, día de fiesta,
quisiera navegar por tus mares ondulantes
y luego reposar en esas plácidas praderas.
Pero pobre de aquél, pájaro pinto,
de ayer mismo rompe y rasga,
luego de alitas tiernas y astilladas,
que ya no canta, ni trina,
ni tan siquiera pía,
ni zumba que zumba al son.
Rafael Ruiz Romero siendo entrevistado por periodistas de El Adelanto y La Gaceta (foto de Luis Monzón)
En la época de las amapolas
yo era un niño de mirada infinita
que sentía el amor y te buscaba
por los cuatro rincones de mi mundo.
Y te llamaba a grandes gritos ¡Paulita!
pero no te encontraba.
Y hoy todavía te sigo buscando.
Una nube de pájaros rasga el cielo,
el aire sisea sus secretos,
tiembla la arboleda y se deshoja.
Entonces te veo reflejada en el espejo del río,
recojo el agua con mis manos
y te bebo a pequeños sorbitos,
mientras el agua corre, salta
y hasta se encabrita.
Y quiero atrapar tu imagen
pero se la lleva la corriente
en un remolino de espejos,
adiós y a toda prisa.
Di a todos, Paulita, que no me despierten,
que quiero seguir soñando.
Ya mañana tendré que abrir los ojos
nuevamente
para poder seguir viviendo
otra vez conmigo a solas.
Rafael y Remo Ruiz Romero, en su barrio madrileño (foto de Jacqueline Alencar)
Remo Ruiz, Rafael Ruiz Romero en Salamanca (Foto de Jacqueline Alencar)
Rafael Ruiz Romero por la calle Compañía (foto de Jacqueline Alencar)
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