Crear en Salamanca se complace en difundir estos poemas de Eduardo Mosches., mexicano de origen argentino. Nació en Buenos aires en 1944. Vivió en Israel de 1963 a 1970. Tomó un avión hacia Berlín, donde estudió Ciencias Sociales en la Universidad Libre de Berlín, Alemania Occidental y se dirigió hacia Argentina en 1974. Después en 1976, llega a México. Fue coordinador editorial en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México diez años., hasta el 2012. Fundador y director de la revista literaria Blanco Móvil, desde 1985. Ha publicado una decena de poemarios. Ha colaborado en periódicos y revistas en México, Argentina, Alemania, Brasil, España, Estados Unidos, Israel, Italia, Chile, entre otros. Ha recibido varios premios nacionales como poeta y editor de revistas literarias. Ha sido traducido al alemán, italiano, portugués, hebreo e inglés.
DEJANDO ATRÁS
La ciudad se cubre los ojos
respirar agitado entre el temor y la angustia.
Las nubes se llenan de pájaros oscuros,
revolotean sobre los cadáveres que van a existir.
La letanía de los mensajes penetra por las uñas,
se deslizan a través de las venas,
surcan el cuerpo afiebrando al miedo.
Huir de los otros cuerpos,
no acariciarse,
los ojos esquivos,
mirar ese otro cuerpo, los otros cuerpos,
las manos y sus pies,
con las náuseas del posible sufrimiento
Las lajas de los cementerios
cubren con pesadez.
el espíritu de los vecinos.
Las bocas respiran a través del tejido
No hablar no comer no besarse.
Los caballos atraviesan el horizonte a trote cansino,
pisan pesadamente en las osamentas de los deseos,
el cerrojo de las prohibiciones abre su boca ávida,
hundir los dientes revolotean los vampiros,
las alas se llenan de tabúes,
mientras las sotanas marchan y marchan
al sonido de los tambores del pasado.
La ciudad y su gente se revuelve
arrullada por las hojas de los árboles afiebrados
una nube abre su ojo y la lluvia humedece
los hombros las cabelleras los huesos los tejidos,
todo flota sobre ese río de las nubes.
El sol entibia los cuerpos,
el mío y el de ella
y jugamos al no me importa
mientras las pieles se sonríen,
se rebelan pintando nuevas pecas gozosas,
componen la música de los susurros y quejidos,
dejan atrás las letanías de las prohibiciones.
SE HAN SEPARADO LOS CUERPOS
Intensa reminiscencia de la tibieza
los muslos envían oleadas de calor piel
murmuran el aroma
cuerpos extravían sus sonrisas
el recuerdo se hace nube
deambula por todo un territorio conocido.
Granos de Arena se pierden del reloj
para dispersarse en los montes con relámpagos
sobre un portón negro que se abría para recibir sensualidad
imágenes en tanto río de hechos que tatuaron las risas
vagan algunos muertos por las hendiduras de nuestras frentes
musicales caderas crean sonidos en las manos
se mueven arremolinadas
las manos buscan aprisionan el vacío
el tiempo se volatiza
transcurrido queda pegado
en la entraña más profunda de nuestros huesos.
Los dedos se convierten en pañuelos de despedida
Zarpa el barco
deja un puerto rumbo al deseo a realizar
amorosa extrañeza
la tierra conocida transmite las tonalidades
que en el espejo de los recuerdos
presenta las venas que arden
abiertas
El color azul oscuro de la tristeza
Se diluye con el aroma de la lluvia caída.
LA BORRACHERA DEL CONEJO
Sobre el techo negro del cielo
cuelga una luna circular con sonrisa de complicidad
ilumina murallas de piedra corroída
hemos dado varias vueltas a su alrededor como gato en celo
algo ha cambiado
ha crecido poca hierba entre las rendijas.
Un poco más abajo algunos humanos
Siguen
en su rara tarea de destrozar cuerpos
por esa cosa tan absurda
como la propiedad sobre la tierra
giran las ruedas del planeta
la bola amarillenta continúa cargando su conejo
borracho por el sol casi inmóvil
al ritmo lento de mi respiración
acaban su tarea parte de mis células
siguen creciendo las uñas
prosigo enamorado
Los candados cierran las puertas
detrás de las imágenes saltan los ojos
un espejo cae desde su refugio.
Buscar mi mejor perfil
Me lleva a mirar de frente.
En la ciudad donde nació mi ombligo
el verano licuaba en el aire
todos los duraznos y el azúcar
que todavía no había comido,
se deslizaba la humedad enmelazada
sobre mi cuerpo como pesada cobija ardiente,
era un calor impaciente y molesto
como el eco en un ataúd.
Las ventanas abiertas del cuarto
creaban la ilusión de encontrarse con brisa,
más bien era el deseo de toparse con el hálito
fresco de un río que no llegaba al aire.
La luna con su sonrisa de rebanada de sandía,
se mecía en ese oleaje pesado pegajoso,
salir a tomar el fresco era sólo una palabra,
juguetona e irónica que bailaba con lentitud
este tango camino al paraíso que era senda
a un infierno de juguete
al horno de la panadería de mi infancia.
Caminar algunos minutos bajo el sol,
pisando el entramado geométrico
de las baldosas de las calles conocidas,
hacía posible sentir ese fuego invisible en la piel
que quería guiarnos hacia el encuentro
de un deseado oasis sin palmeras
transformado en la fresca heladería de una esquina.
La viscosidad calenturienta de la detenida brisa
permitía desear ir hacia la extensión verdosa de la pampa,
donde el aire soplaba de verdad y se podían remontar
todos los barriletes de la vida.
En esos días de verano
ninguna ventana permanecía cerrada,
los sueños deseaban convertirse
en marejada fresca de deseos.
Años más tarde hacía el amor
con plena conciencia
de mantener las ventanas abiertas.
Los calendarios remontaron vuelos algo añejos
y mi viaje de nómada
se dirigió a las ventanas cerradas
de la ciudad del altiplano.
Seguiremos narrando.
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