Antonio Colinas
Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar cinco poemas de Antonio Colinas, siempre vinculado con los Encuentros de Poetas Iberoamericanos, desde el primero celebrado en 1998, hasta el último, dedicado a Miguel de Cervantes. Va nuestra mejor enhorabuena por el merecido Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana que acaba de obtener. Colinas nació en La Bañeza, León en1946. Premio Nacional de Literatura, Premio Nacional de la Crítica, Premio Castilla y León de las Letras y Premio Internacional Carlo Betocchi (Italia). Ha escrito, además de Poesía, novelas, cuentos, estudios biográficos, libros de viaje, crítica periodística, traducción o ensayo. Así hasta sumar más de sesenta obras propias. Desde 1998 vive en Salamanca.
Los cinco poemas dedicados a otros tantos poetas de su predilección, han sido seleccionados de su antología “Lumbres”, editada recientemente por la Universidad de Salamanca como parte del XXV Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, otorgado en 2016. La selección ha sido hecha por el poeta peruano-salmantino Alfredo Pérez Alencart, para así celebrar la jornada que este 16 de mayo se realiza en la Universidad y en tono a la obra poética de Antonio Colinas.
Las fotografías fueron captadas por José Amador Martín el pasado 21 de marzo, en el Café Corrillo, durante un encuentro con Alencart.
Crear en Salamanca ya dedicó un monográfico a Colinas, cuando la concesión del Premio. Esta muestra antológica puede consultarse en,
INVOCACIÓN A HÖLDERLIN
El levitón gastado, el sombrero caído
hacia atrás, las guedejas de trapo y unas llamas
en las cuencas profundas de sus dos ojos bellos.
No sé si esta figura maltrecha al caminar
escapa de un castigo o busca un paraíso.
De vez en cuando palpa su pecho traspasado
y toma la honda queja para el labio sin beso.
Oh Hölderlin a un tiempo andrajo y vara en flor,
nido pleno de trinos, muñeco maltratado.
A tu locura se abren los bosques más sombríos.
No ves cómo las fuentes se quiebran de abandono
cada vez que te acercas con tu paso cansado,
cada vez que desatas tu carcajada rota,
cada vez que sollozas tirado entre la yerba.
¿Qué claro estaba escrito tu sino bajo el cielo…!
Antes de que pusieras tu mano en el papel
fríos soles de invierno cruzaban la Suabia,
dejaban por las nubes agrios trazos verdosos.
Cuando tú, silencioso y enlutado, leías
latín en una celda ya hubo duendes extraños
sembrando por tus venas no sé qué fuego noble.
Y antes de que acabaras hablando a las estatuas
aves negras picaban tus dos ojos azules.
Hölderlin vagabundo, Hölderlin ruiseñor
de estremecido canto sin ojos y sin ramas
ahora que cae espesa la noche del otoño
contempla a nuestro lado la enfebrecida luna,
deja fluir tu queja, tus parloteos mágicos,
deja un silbo tan solo de tu canto en el aire.
Detén por un momento tu caminar y espanta
la muerte que en tus hombros encorvada te acecha.
Rasga los polvorientos velos de tu memoria
y que discurra el sueño, y que sepamos todos
de dónde brota el agua que sacia nuestra sed.
NOVALIS
Oh Noche, cuánto tiempo sin verte tan copiosa
en astros y en luciérnagas, tan ebria de perfumes.
Después de muchos años te conozco en tus fuegos
azules, en tus bosques de castaños y pinos.
Te conozco en la furia de los perros que ladran
y en las húmedas fresas que brotan de lo oscuro.
Te sospecho repleta de cascadas y parras.
Cuánto tiempo he callado, cuánto tiempo he perdido,
cuánto tiempo he soñado mirando con los ojos
arrasados de lágrimas, como ahora, tu hermosura.
Noche mía, no cruces en vano este planeta.
Deteneos esferas y que arrecie la música.
Noche, Noche dulcísima, pues que aún he de volver
al mundo de los hombres, deja caer un astro,
clava un arpón ardiente entre mis ojos tristes
o déjame reinar en ti como una luna.
ENCUENTRO CON EZRA POUND
Debes ir una tarde de domingo,
cuando Venecia muere un poco menos.
A pesar de los niños solitarios,
del rosado enfermizo de los muros,
de los jardines ácidos de sombras,
debes ir a buscarle aunque no te hable.
(Olvidarás que el mar hunde a tu espalda
las islas, las iglesias, los palacios,
las cúpulas más bellas de la tierra.
Que no te encante el mar, ni sus sirenas.)
Recuerda: Fondamenta Cabalá.
Hay por allí un vidriero de Murano
y un bar con una música muy dulce.
Pregunta en la pensión llamada Cici
dónde habita aquel hombre que ha llegado
sólo para ver gentes, a Venecia,
aquel americano un poco loco,
erguido y con la barba muy nevada.
Pasa el puente de piedra, verás charcos
llenos de gatos negros y gaviotas.
Allí, junto al canal de aguas muy verdes,
lleno de azahar y frutos corrompidos,
oirás los violines de Vivaldi.
Detente y calla mucho mientras miras.
Ramo Corte Querina: ése es el nombre.
En esa callejuela con macetas,
sin más salida que la de la muerte,
vive Ezra Pound.
TRES PREGUNTAS DE FRAY LUIS DE LEÓN
CON SUS RESPUESTAS
Si tan claro había visto en este mundo,
¿por qué en el mundo entré
peleando en su envidia?
Si cantaba tan dulce y armonioso,
¿por qué me condenó
el pensamiento negro?
Si aquello que ya estaba y que aún está
más allá de los libros y los astros
me dio sabiduría para siempre,
¿por qué no me dejé fluir como mi río,
cantar callando en celda solitaria,
hablar como me hablaba
el manantial oculto?
Quise ver la verdad, mas la verdad
es un sol que le quema los ojos al que mira.
La vida poco importa.
Este mundo
no reconoce, abrasa la razón.
Mi palabra me hizo y me deshizo,
fue viento airado y melodía intensa,
luz humana o divina que es difícil
conformar en el verso.
El verso: esa luz
que aún es roca que vence a toda muerte.
LA PRIMERA HOJA
(Antonio Machado en Soria)
Iba él cuesta arriba, empujando el carrito,
camino del Paseo del Mirón.
El la llevaba a ella enferma en el carrito
bajo el sol, sumido en el otoño de una tarde
cansada.
La llevaba buscando un poco más de altura,
unos escalofríos de sol, unos rotos
cristales de luz pura.
Iban subiendo y, de repente, el viento
se puso a ulular desde las cárcavas
del río negro.
Las grandes nubes iban acosando
al sol escaso
que ellos iban buscando, como a tientas,
por entre acacias frías.
Ululaba el viento desde el cañón del río
y, allá abajo, se alborotaba el agua
que, tantas tardes, ellos habían visto serena,
como los ojos que la contemplaban
enamorados.
Ululaba el viento, sacudía
por aquella hondonada
los opulentos álamos
que siempre habían visto ¡tan quietos, tan quietos!
(De lejos, cuando el cielo de carbón
se entreabría, el río era de oro.)
Pasaba octubre y aún no había caído
ni una sola de aquellas hojas de oro
sobre las manos transparentes,
semienterradas por la manta, de ella.
Él iba empujando el carrito
con el cuerpo tendido, tuberculoso, de ella,
por el camino de los Cuatro Vientos,
en busca de unas briznas de sol frío,
de unas esquirlas de aire puro para
sus pulmones ya quietos.
Él sabía que arriba, en la quilla
del mirador, el viento del otoño
estaría aullando con más fuerza,
pero ella precisaba de aquel aire tan frío y tan puro
para alejar la Sombra.
Era el otoño ya maduro de ella,
tan sentenciado como aquellas hojas
que aún se resistían a caer,
que estaban perdurando en su hermosura.
Y era el otoño de él, que estaba huyendo
con su dolor arriba, por el monte,
de aquellas miradas que, de golpe,
ante la enfermedad,
se habían tornado en muecas congeladas
en cada rostro de los convecinos
que antes ironizaban con su amor.
¿Mas cómo iban a reírse ahora
del que arrastraba cuesta arriba el peso
de un dolor tan áspero?
Ululaba el viento
del río a la ciudad para clavarse
como alfileres en la frente de él
y en aquel rostro asustado de ella
que iba mirando hacia la mortaja
del cielo.
Pero había que seguir, que subir más arriba,
hasta desembocar en aquel mirador
al borde del abismo
desde el que ya verían avanzar
(por los montes de herrumbre,
por páramos violáceos)
la Muerte con la sangre en los labios.
¿Sería allí la cita?
Desde aquel mirador,
él vio cómo llegaba con la furia del viento
una hoja primera,
sólo una hoja de oro desprendida
de algún álamo negro.
Y sintió que a su lado se iba desprendiendo
la hoja-vida de ella.
Luego, despacio, muy despacio, fueron
descendiendo hacia aquella noche fría
de las casas no humanas.
Cuesta abajo, dejó de aullar el viento.
Cuesta abajo, el carrito no pesaba.
La Muerte ya iba en él, y no pesaba.
Antonio Colinas y Alfredo Pérez Alencart, intercambiando sus libros
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