Cuatro poemas de la poeta cubana Magali Alabau

«Crear en Salamanca», publica hoy cuatro poemas de la poeta cubana, residente en Nueva York, Magali Aalabau

Magaly Alabau

 

 

 

Magali Alabau, poeta, nació en Cienfuegos, Cuba y reside en New York desde 1966. Hasta mediados de los años 80’s desarrolló una amplia carrera teatral. Tras retirarse del teatro comenzó a escribir poesía. Obtuvo el Premio de Poesía de la Revista Lyra (New York,1988), la Beca Oscar B. Cintas de creación literaria (1990-1991) y el Premio de Poesía Latina (1992), otorgado a su libro Hermana por el Instituto de Escritores Latinoamericanos de Nueva York. Ha publicado los poemarios: Electra, Clitemnestra (Editorial El Maitén, Chile, 1986), La extremaunción diaria (Ediciones Rondas, Barcelona, 1986), Ras (Ediciones Medusa, New York, 1987), Hermana (Editorial Betania, Madrid, 1989), Hemos llegado a Ilión (Editorial Betania, Madrid, 1992), Liebe (Editorial La Torre de Papel, Coral Gables, 1993). En el 2011, después de casi dos décadas de silencio, la Editorial Betania, en coedición con el Centro Cultural de Nueva York, publicó su poemario Dos Mujeres. Su libro Volver se publicó en Madrid en 2012. Sus poemas han aparecido en prestigiosas revistas y antologías en Estados Unidos, Cuba, Europa y América Latina. En la actualidad reside en Woodstock, New York.

 

POEMAS

No fue tan poderoso Fausto.
No fue tan feliz,
ni tan apuesto
ni tan equilibrado.
Fue eje de pasión
y de impaciencia.
Mefistófeles lo supo,
era el más paciente de los dioses,
el más sabio,
el que siempre ríe
mientras otros lamentan
las vicisitudes del contrato.

 

 

Nunca existirá el orden

en mi campo de oficio.
Nunca podré transformar este cuarto
en algo nítido.
Estos pisos me han visto
esperanzada, han seguido mi historia,
se han dejado tocar por mis caricias.
Sin embargo, ahora, están en plena guerra.
Me hacen jugarretas y conspiran.
Dejan nacer las ilusiones y al rato,
un tiro de escopeta, una granada.
Ahí defecó la perra.
Ahí vomitó el gato enfermo.
La escoba resiente mi furia.
Huele mal, un tanto repugnante.
La lavo, la aseo, la acicalo
y me topo con ese lavadero
repleto de latas de pescado,
de hígado, pedazos de papel corrugado
con ese criterio de las marcas en ventas.
Miro al frente: cientos de texturas
mugrientas, a punto de insultarme.
El piso está embarrado de salsas saboteadas.
El refrigerador es un tesoro de paquetes que no abro.
Zanahorias verdosas, protuberantes ojos
de papas aburridas que miran de soslayo.
Alguna mosca yace dentro del congelador
muerta de frío.
Le digo al café o a cualquier fantasma que lo sirve
que de paso me traiga las pastillas.
Dos para despertarme.
No confío en este yo de casa,
este yo de limpiezas diarias,
de esfuerzos sin cadencias,  omnívoro.
Tomo pausas, me adapto a las nuevas circunstancias,
sostengo mis libros sobre el pecho,
mientras limpio los miro, la ilusión de leerlos,
desencanto diario de unas pocas páginas cansadas.
Estoy en Elabuga, comienzo por el final, despego.
Estudio todos los ángulos, varios puntos de vista,
y me entra esta vivencia
de que he estado en esa habitación
con la gran Marina Tsvetáieva.
Prepara la soga y el anzuelo
como si estuviera remendando
calzones a su hijo.
Está ya del otro lado.
Ha escrito el último capítulo
y se encuentra con el papel en blanco.
Una tarea más. Quizás no sea hoy,
quizás su taza aún no se ha llenado.
La veo en la desnudez de los destinatarios,
en el silencio rondando su estatura,
pensando qué banquillo usar
para patear el aire
y quedar como ropa ultrajada,
añeja, descolorida.

Once horas,
un dólar por hora,
día y noche.
Hay que limpiar,
fregar,
preparar el desayuno, el almuerzo,
la comida, llevarlos al médico.
La niña se esconde debajo de la cama,
el varón se pasa el día llorando.
¿Quién me trajo
a la cueva
de este ciego?
Yo que necesitaba curarme las heridas
porque los viajes son como las guerras,
uno llega al otro lado con roturas
y remiendos,
tengo que ser testigo
y limpiar
hemorragias ajenas.
Ver de lejos, ver de cerca.
El ciego huele todo.
La mano delicada
busca apoyo.
Nula su mirada,
escucha.
Voz lastimera
que ha perdido
el poder
de las palabras.
Jugamos en la arena
a construir pirámides.
El niño rubio y flaco,
tan endeble,
con pantalones cortos,
su padre ya le grita,
compórtate como un hombre.
Un día en la playa
con nuestros desajustes,
aleteamos el mar
lastimando las olas.
¿Quién los llevará mañana
hacia la densidad del bosque?
¿Cuál era el nombre de la niña?
¿En qué esquina el niño pálido y rubio,
está llorando?
Era fácil servir el desayuno,
tan difícil oír los monólogos agrios.
Siempre hay alguien que se va y nunca vuelve.
El miedo a que nos perdamos
en el mar o en la lluvia,
en el rencor o el camino.
¿Quién dictamina cuándo uno respira?
¿Cuántas camisas de fuerza se necesitan
para explicar lo que es beneficioso,
lo mejor para todos?
Otra vez ordeno la maleta.
No quiero ver el ómnibus que ha de trasladarlos.
No quiero presenciar las filas
donde unos van a la derecha
y otros, sin remedio,
hacia la izquierda.
Ojos de zozobra, encharcados
fragmentos de una risa nerviosa
que se desintegra.
¿Qué pasos siguen los perdidos?
¿El de ese animal que separan de la madre,
que lo funden en un experimento,
que resguardan en la esquina
de un laboratorio, en una jaula,
para obtener esa sabiduría
de papel y olvido?
Serios escrudiñan
el sabor de la pena.
Me voy.
Mi role ha terminado.
Una interpretación más
en la nave teatral
de solitarios remos.
Rompecabezas y calcomanía.
Es cierto que también terminaré en una casa
de alguna ciudad extraña
donde me pondrán pañales y me darán compotas
y se reirán
porque pareceré un niño con la cara estrujada.
Claro que vendré a visitarlos.
Claro que los invitaré a mi casa
y que patinaremos en el hielo.
Nos escribiremos.
Pero no es así.
No guardaré postales
ni cartas ni direcciones
ni teléfonos.
Los romperé en el aeropuerto.
Es demasiado peso
para mi maleta.
Usaré las frases convenidas.
Parientes míos no eran,
él era un majadero.
Llega el día.
Trunca garganta.
Confundo la emoción con
distraimiento.
Tartamudeo,
trago en seco.
Me voy al Norte.
La nieve
y el frío
algún día
nos volverán
extraños.

Trenes aparecen
con la velocidad del tiempo,
repletos de basura,
de cartas, de llamadas
inconclusas, de notas
y teléfonos rotos.
Trenes ciegos
apaleados por el aire
con peste de algún muerto,
de orín
y desgajadas heces.
Domingo en Queens,
en Brooklyn
y en Manhattan,
en blanco la mirada
paseando por un parque
sin sensación
ni gusto
donde caen edificios
frente a mí
sin memoria.
Ese llegar acá
y cambiar una vida
por orden de la muerte.
Ocho horas
acarreando de un lado
a otro cajas vacías,
llenando cada caja
con un escalofrío.
Tanto pesimismo
sin tregua,
y sin avance.
No sé quién soy
despierta ni
dormida.
Me rindo.
Lo extraño
y la igualdad
se juntan
en las cajas,
dándole a pedales,
cosiendo amorfas
telas.
Encontrar algo de
humanidad, una pluma,
un lápiz o la humedad en los ojos.
Arrea, arrea.
Una mula,
un animal desconocido
estacionado en un planeta
donde no se respira,
masticando tarjetas
y firmas
sin ser yo.
El tiempo inscribirá
yo fabricados
en la historia,
viviendo entre los bordes,
siempre pisando en falso,
a punto de caer
por la pendiente.
Ropas baratas
compradas por un dólar
y centavos,
regaladas,
despreciadas por alguien,
abandonadas ropas
que me amparan
en la desolación.
Muebles y colchón
desprendidos de calles
rehacen mi vivienda.
¿En qué mancha yo vivo?
¿En qué álbum de las manchas
del colchón?
El tormento
de cada mañana,
ir a un lugar donde el gesto
resalta mi extrañeza.
Se ríen.
Se ríen del acento,
del mal hablar,
de las fronteras.
Se burlan de la que arregla cajas,
la cajetera que pedalea
y casi pierde un dedo
en esa otra máquina
donde la aguja hinca
sin compasión.
Remendando telas sordas
nerviosa frente a la jefa
que ordena
con los ojos,
arrea, arrea.
Una habitación sin aire
esperando que llegue la hora
de marcar la tarjeta.
No soy yo, detente.
Recuerda la palidez,
la mortandad,
el miedo o la aprehensión
de ir a ese lugar
de féretros y morgues,
de caminos exactos,
de grises y paletas
de gris claro,
gris de huesos.
No puedo.
Tácita mañana
en que me quitan la piel
y me disfrazan con pelucas
rubias o rojizas,
mudándome
a paredes endebles
de cartón.
Me han vaciado como
si estuviera yo compuesta
de trapos inservibles
que hay que quemar
cuando la hora llegue.
Soy la escoba,
un forastero escobillón
en esa fábrica
suicida.
Un tren cerrado
lleno de ratas
para la travesía.
Partir en un tren
agujereado por olores
de cebolla, rancidez
y sinus.
Siniestro almacén.
Esclavos nadando
sin brazos,
ahogándonos
en el mar quieto
de la espera.
El domingo me acerca
a un reloj despiadado,
a una hora más que pasa.
La alarma del reloj
y esa desesperanza,
esa estación del tren
dispuesta a recogerme
aunque sea
para mi disección.
Factoría de cajas
halándome del cuello,
entumeciéndome el tufo
de la nada.
No hay consecuencias,
nadie ha de regañarme
cuando me tiendan en la mesa
y analicen mis partes.
Nadie puede apaciguar
el aire
ni abrir
las ventanas.
Domingo,
¿por qué llegas?
Si el tren se detuviera
aunque fuera en un hospicio.
Horas y horas
gastadas,
días rogando permiso,
tirada a los pies
de una orden,
de las estructuras,
pidiendo perdón
a un vaivén que no es
mío,
doblándome ante
las gigantes linternas
que persiguen,
que se yerguen
y escrutan
mis deficiencias.
¿Tuve un nombre?
¿Un apellido?
¿Una dirección completa?
Solo soy un cadáver vivo
que abre sus ojos dentro de las cajas
en esta fábrica de trenes,
en este tren amargo,
en este charco de agua.

 

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