Campos Santiago, Miguel Elías y Alencart (foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar este ensayo escrito para acompañar el libro-catálogo de la exposición LLAMA DE AMOR VIVA, de Miguel Elías. Es obra de Jesús Campos Santiago (Zamora, España, 1969), profesor de Historia de las Religiones en la Escuela de Magisterio de Zamora (Universidad de Salamanca). Miembro de la Asociación Bíblica Española (ABE) y buen conocedor de los estudios veterotestamentarios, ha publicado obras sobre el Exilio, el Libro de Ester, el Tercer Isaías o el influjo del zoroastrismo persa en la Biblia.
La exposición LLAMA DE AMOR VIVA forma parte del XXII Encuentro de Poetas Iberoamericanos y puede visitarse hasta el 27 de octubre en el Patio de la Salina, de la Diputación de Salamanca.
Retrato de San Juan de la Cruz
CUATRO APUNTES CROMÁTICOS DE ESTÉTICA
SANJUANISTA EN LA OBRA DE MIGUEL ELÍAS
Como Edith Stein, cuando estuvo en el Carmelo holandés de Echt, también Miguel ha recibido un encargo moral al respecto de la obra de San Juan de la Cruz. No ha sido en este caso ni el IV centenario del nacimiento del carmelita universal, como sería para aquel 1942, ni tampoco ha tenido que ver la intervención de Priora Engelmann alguna para este empeño. En este caso, ha sido la celebración, el próximo octubre en Salamanca, del XXII Encuentro de Poetas Iberoamericanos y su siempre seducción por la mística escrita del poeta y religioso fontivereño, que ha impreso de distintos modos e intensidades en su obra creativa, son motivo suficiente como para que su particular arte contribuya con sus pinceladas a esa «Llama de amor viva» que contempló y transmitió en sus escritos el santo.
De igual modo que el resultado final de Edith Stein (se me antoja para esta ocasión este paralelismo por varias razones: hermenéutico, intelectual, vital…) fuera la Ciencia de la Cruz, obra inconclusa y rubricada con su martirio en Auschwitz, la obra de Miguel a este respecto permanece también abierta y siempre por completar por este ‘Sensei’ de la estética, como llaman los japoneses a sus maestros y sabios. Una obra rubricada a cada paso por la vida de este artista con alma de poeta del color y calígrafo de la esencia.
A lo largo de estos meses previos al resultado que alumbra esta muestra, he ido pudiendo constatar, gracias a los envíos previos que me ha hecho Miguel, que su mirada interior de la obra es magnífica, al punto de poder decir sin exceso alguno que he ido pudiendo admirar no sólo una hermenéutica visual de la mística escrita, sino incluso más allá, una fenomenología plástica de una experiencia, de otro modo inefable, pero ahora sublimemente expresada en el trazo, el giro, la forma sugerida o la concreción cromática (negro, blanco, rojo y oro) y las texturas que utiliza. Con estos colores compondremos nuestra siempre torpe aportación a estas pinceladas del silencio con las que Miguel intenta hacer hablar de nuevo a lo inefablemente expresado ya por el místico abulense y poeta universal. En definitiva, es lo que buscamos todos: contemplar la obra de Miguel Elías.
La finalidad de la ‘Llama de amor viva’ era para San Juan el contar ese estado de transformación profunda y misteriosa del alma, en ese juego dialogal donde palabra
alguna puede expresar los efectos de esa cercanía, al punto de inmediatez, entre creador y criatura. Tampoco el lenguaje de Miguel es ahora palabra novedosa (Semper verba repetita…), cuanto un surcar en las ya escritas y dichas, su mismo trazo y rastro, con quizá la única pretensión de no violentar la experiencia y sí hacerse con su eco, al modo de las ‘Fuurin’, esas campanas de viento orientales que solo se mecen melódicamente al capricho de la brisa, haciendo de cada toque un acontecimiento original del mismo tono prolongado por la brisa. Miguel respeta y solo se hace eco de una experiencia primordial y genuinamente recibida, con la que colabora con la única intención del místico, cuando expresaba en sus comentarios: «por ser de cosas tan interiores y espirituales, para las cuales comúnmente falta lenguaje (porque lo espiritual excede al sentido), con dificultad se dice algo de la substancia; porque también se habla mal en las entrañas del espíritu, si no es con entrañable espíritu».
Cuatro colores a modo de cuatro palabras, son el vehículo (Yana) elegido por Miguel para inscribirse en esta cadena de transmisión espiritual. Cuatro colores que explanan las expresiones de admiración (Oh) y plenitud (Cuán) utilizadas por Juan de la Cruz reiteradamente en sus canciones.
NEGRO
Como la propia Edith Stein, Miguel no solo se va a contentar con describir la obra de un místico, sino y sobre todo va a intentar adentrarse en el significado de la misma y expresar la unidad de su ser, la forma íntima que le da razón y sentido. Algo así como la materialización de una espiritualidad transcendida de dos trazos entrelazados que configuran en sí la cruz (horizontalidad y verticalidad), que expresan las dos vertientes básicas de la existencia: Dios y el hombre, el espíritu y la materia, la inteligencia y el corazón, lo masculino y lo femenino, oriente y occidente, el mal y el bien y tantas otras dualidades que se pueden rastrear en la poesía sanjuanista y conforman la impresión de la vida en no pocas tendencias y filosofías.
Y estas tensiones se encuentran en el vértice de la unión entre ambas, al punto de que sin éste no hay cruz, hay desencuentro, paralelismo, pero nunca unión. Esta unidad contenida en el cruce de trazos, en la cruz en definitiva, es en ambos (Edith Stein y Miguel) una mistagogía, ciencia de vida y vía mística de transformación contemplativa, bien sea para una desde el pensamiento, bien sea para el otro desde su plasticidad. Es impresionante descubrir la ascensionalidad de ambas interpretaciones fundadas en la misma experiencia mística. También para ambos carmelitas, Juan y Edith, el medio de interpretación, comprensión y transmisión del misterio es la fe, y ésta entendida como «tiniebla que guía hasta Dios», constituyéndose la sombra como el único medio de unión con esta oscura incomprensibilidad de la cercanía del infinito y su deseo de comunicarse y darse a conocer, hacerse inmediato en lo indescriptiblemente sensible.
La palabra que irrumpe el silencio y lo modela dando sentido. La forma que pronuncia la nada y otorga esencia sugerida en lo efímero del trazo, en un aparentemente sencillo grafo.
Todo ello expresado en el color de la noche, escenario del acontecimiento de esta unión que se hace giro y línea, que se convierte en punto de encuentro a la par que, en abismo de identidades entre los hombres de todo tiempo y esta experiencia, encrucijada de destinos, que conforman la cruz, entre el hombre y Dios, entre sus anhelos y concreciones. Por eso, Miguel también hace qué esa fe mística, oscura, se colija en su estética en la mixtura de técnicas y en la incorporación de texturas, y de este modo otorguen densidad y profundidad ética a su obra en su resultado estético. Una obra que, como ese amor, de amante, creador o criatura, busca y desea ser encontrado, atisbado.
Este principio le lleva a ser creativo al igual que respetuoso. Es por ello que intenta surcar los mismos trazos del religioso, emulados en una enrevesada caligrafía que giro tras giro, entintados ambos, como si del trasunto de la experiencia mística se tratara, irrumpe en el blanco que lo acoge y perpetúa como contribución e intento de expresar esa oscuridad del misterio en el deseo universal de iluminación del alma humana. En definitiva, intenta hacer patente lo latente, esclareciendo aún más lo sublime de la razón de ser de este encuentro y esta experiencia. Balbuceo de lo inefable en el pulso y cuño de quien sabe que al escribir vulnera el arcano compromiso de algo que, siendo tan íntimo, al mismo tiempo está llamado a ser conocido y compartido.
Esta oscuridad esquiva a la vez, es testigo de un secreto modo creativo, regalo y deuda, lámpara y recóndito hogar que alberga el sentir de un amor que se hace vínculo en el fluir de la letra, y que conforma la palabra con la que poder atisbar, apenas sugerir, la esencia de una experiencia que totaliza y que puede decir su todo en la nada del fluido azabache. Así queda grabado para ser pronunciado y solo antes misteriosamente acariciado con la mirada de la mente de quien, leyéndola primero en silencio, convoca después al sonido de la existencia en el tenue respiro de la voz.
BLANCO
La luz adorna y viste toda su composición, como si de un hábito de coro se tratase. Blanco que deslumbra y acoge, celebra y perpetúa. Luz de la que abunda África desde la que escribo estas letras ahora. Color misterioso «del alma en su más profundo centro», que solo se rompe si se transforma en escenario y encuentro de diversidades,
que permite destacar la pureza de un todo que lo invade, y sacrifica su fulgor con la
mixtura de colores y tendencias al «romper la tela de este dulce encuentro». La luz se convierte en lugar donde convergen todas las identidades en melodía visual. El blanco
se torna así en ese lenguaje limpio y transformado donde todo queda dicho y todo aún por decir.
Un blanco que remite a su esencia y absorbe la pincelada grácil llena de sabiduría de quien la guía y solo pretende sugerir, nunca agotar, el sentido de esta unión ante la cual parece exclamar también: «Oh, cauterio suave», porque el color ha quedado ya impreso y parece pedir a quien lo contempla, el espectador, que sea él, precisamente él y nadie más, quien «acabe ya si quiere» y se llene de su significado que, al mostrársele tal y como ha sido trazado, «ya no le es esquivo».
Blanco que ha sido transformado por la «mano blanda» y el «toque delicado» de quien al dejarse para siempre sobre tela no hace sino morir y vivir: morir al fijarse en el rastro del signo y vivir al perpetuarse en el resto de sus significados. Por eso, las pinceladas de Miguel sobre el blanco suenan a «matando muerte en vida se han trocado». Ya no son lo que pudieron haber sido de otro modo, sino lo que su huella evidencia ser así en concreto. Esta es la limitación y la paradoja de toda estética cuando se hace lenguaje concreto de un absoluto inaprensible.
ROJO
El sosiego y desasosiego de esta actividad artística hacen que lo más íntimo del alma, el ser mismo, emerja como un «aspirar sabroso de vida y gloria lleno… desde el seno donde secretamente mora». Una herida de vida, una experiencia lacerada que no puede sino darse a conocer con el apasionado cromatismo universal, solo domeñado y atemperado por la propia llaga de alma enamorada que ni cansa ni se cansa, y así el color rojo se convierte en el cauce mediante el que expresar el dinamismo de la mística en clave de eternidades.
Rojo que convulsiona sobre la superficie pictórica y se duele porque se deja totalmente en la herida del texto que imprime. Manifiesta bellamente el equilibrio simbólico de lo que quiere transmitir cuando se descubre que ni la imagen está por encima de la idea ni esta sobre aquella. Es algo así como una dicción musitada de encuentro y desencuentro, de noche y de llama, de gozo y de anhelo. Es el diálogo que transfiere al espectador toda la experiencia extática, la latente y la evidente. Creo que es un logro virtuoso de Miguel, el que estos trazos no anulen a los anteriormente comentados y sean explanación descriptiva, si cabe aún más, del todo que ha querido explicitar. De este modo, un solo golpe de vista, imprime en la retina las sensaciones más elocuentes del mismo y deja gusto por aquello aún por contemplar, aún por descubrir.
Este filamento de color, ora tenue, ora base de otras urdimbres, se erige como aquella Beatrix a las que nos acostumbró hace poco con Dante, en guía que permite ir descubriendo en su obra la diferencia en el proceso de conocimiento, el natural y el místico, entre lo poético y lo religioso. El rojo no es en ningún momento barrera inaccesible, mas al contrario es siempre puente ontológico que hace que el pintor hoy, como la filosofía antes, como el místico primero, no conozca ni entienda, sino que sienta y guste (verbos místicos), la percepción inefable de una secular pasión heurística en el inquieto corazón humano.
ORO
Mediante el uso de este regio y divino tono, se desvela Miguel como exégeta del símbolo ‘per se’. El pardo color elevado a categoría celeste. La evocación de la misma llama, cuyo crepitar permite iluminar cada resquicio de esta realidad vivida, es evidente ahora ya. Un oro sobrio y recio, diríamos que hasta paradójicamente austero y sublime a la par, mediante el cual revela una metáfora permanentemente presente en San Juan de la Cruz: la partida, el medio y la meta. La finalidad de esta experiencia es la de transmitir la unión de dos extremos: el divino y el humano, el espectador y el mensaje y ello solo se puede lograr mediante el alma y la sabiduría, la fe como potencia y el silencio como esencia. De este modo construye su escala estética, más allá de las categorías lógico-verbales. En definitiva, Miguel nos ayuda a generar en nuestro interior, con estas flamígeras pinceladas, admiración, recogimiento, y con estas actitudes logra esa moción anímica, ese proceso iluminativo, ascensional, unitivo, en definitiva. Nuestros jóvenes de hoy lo definen muy bien cuando expresan, de modo coloquial, diciendo de algo o alguien que ‘es un crack’. Es genial y rompe con lo acostumbrado.
Miguel ha logrado, al empaparse de Juan de la Cruz, permearnos de ese escondimiento, de otra parte secreto, y mediante la incapacidad del entendimiento lógico y unívoco, transportarnos a otro tipo de lenguaje en el que el contenido y la forma acaban siendo la misma cosa, aunque aparentemente vayan por derroteros diferentes. Oro que siendo «lámpara de fuego en cuyo resplandor, la profunda caverna del sentido, oscuro y ciego, con extraño primor calor y luz dan junto a su querido».
Jesucristo el amado
Solo me resta agradecer, una vez más, a Miguel tanto esfuerzo y tanta pedagogía cromática, para que en apenas cuatro colores haya unido delicadamente a Oriente y Occidente, al cielo y a la tierra, a Dios y al hombre, a ti y a mí, que extasiados contemplamos, cual enamorados y atraídos por el Ser, la poesía y mística de un hombre de Castilla, tras la mirada y maestría transparentes de otro de levante, que nos enseña
a abrir bien nuestros ojos para escuchar de nuevo nuestro profundo interior.
Un místico siempre es un transgresor de lo convencional, porque nos lleva a un más allá de sentido y significado. Hoy Miguel, artista que nos lo muestra, adquiere esta misma condición de místico con la singular dosis de profeta estético y hermeneuta cromático del único Amor unitivo. Miguel, como Benedicto del color, podría decir hoy con Benedicta de la Cruz: “No sé dónde me lleva, pero sé que Él me guía”. Miguel, como San Juan de la Cruz, puede estar cierto que en su obra hoy, “no miramos cosa sin otra luz y guía sino la que en el (su) corazón ardía”.
Sendi-Angola
(Instalación (foto de José Amador Martín)
Miguel Elías y David Mingo (foto de Lydia González)
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