El poeta José Antonio Santano, con su nuevo poemario
Crear en Salamanca publica con satisfacción cinco poemas José Antonio Santano (Baena, Córdoba, 1957). Es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Almería, y autor de los libros: Profecía de Otoño (1994), Exilio en Caridemo (1998), Íntima heredad (1998), La piedra escrita (2000, finalista Premio Nacional de la Crítica), Suerte de alquimia (2003, finalista del Premio Andalucía de la Crítica), Trasmar (2005, narrativa, Premio Andalucía de la Crítica “Ópera Prima”); Las edades de arcilla (2005); Razón de ser (2008, X Premio Internacional de poesía “Luis Feria”), Caleidoscopio (2010), Estación Sur (2012), Tiempo gris de cosmos (2014), Memorial de silencios (2014) y La voz ausente (2017), entre otros. Textos suyos han sido traducidos al catalán, euskera, gallego, inglés, francés, italiano, búlgaro, rumano, ruso, alemán, portugués, griego, árabe y chino
Santano participó en el XIX Encuentro de Poetas Iberoamericanos.
3
Al principio un haz de luz doraba los juegos. Las manos reposaban sobre otras manos, blancas, diamantinas, sedosas. En los orígenes la voz alzaba su vuelo hacia el espacio de las risas y el aire traía aromas de canela y anises. En la alacena se guardaban las leyendas que contaba la abuela al calor del brasero de picón y a la luz fulgente de los sueños. No había otro reino más seguro que el sonido melodioso de las palabras rebotando en las paredes o en vuelo sobre el hule de la mesa. En los orígenes, la vida era una secuencia de imágenes y aromas, del roce de unos labios arando en las mejillas, lentamente. La casa en un rincón, pequeña, abierta siempre, limpia y blanca. En los atardeceres las campanas suenan a muerte, a viejas soledades caminando hacia la iglesia. Ya nada es igual. Fue al principio, al alba. En los orígenes, el vacío.
En la casa la espera y sus heridas.
Pintura de Miguel Elías
III
Recuerdo que al principio te veía
con asombro de niño en los espejos
del agua de los ríos y la luz
vertical de frondosas alamedas,
juguete entre mis manos diminutas,
llamarada de soles en estambres
de cobre y de arcoíris prolongados;
era inagotable, siempre atento
al brillo de mis ojos esperaba
que el tiempo detuviese su aventura
en aquel blanco vértice de ensueño
que la vida trazaba sobre el aire
y los tejados grises de las casas.
Recuerdo, muy al principio, que tus dedos
se enredaban alegres al espacio
azul de las sonrisas y eras todo
tú, mariposa en vuelo hacia los mares,
deslumbrante luciérnaga, fanal
del tiempo, voz de ecos repetidos.
Recuerdo, muy al principio, te recuerdo…
La tarde iba cayendo en las cortinas
de blanco encaje –lúcidas formas
tras la pared de alcobas y desvanes-,
de huellas y aromática alhucema
en los atardeceres del invierno,
también de sus silencios estridentes
sobre la piel enferma del abismo
cada vez que tus manos me apresaban
a la luz de la luna y en tus sueños
existía gozoso en las estrellas,
libre en mi fugaz vuelo hacia los astros.
Pintura de Miguel Elías
Recuerdo, muy al principio, te recuerdo…
En el blanco silencio de la casa,
cuando nada era todo, vida toda,
luz primigenia, solo luz del alba
que derrama sus ojos sobre el patio
colmado de crecidas aspidistras
y aromas de jazmín y madreselvas.
Recuerdo el pavoneo de tu cuerpo
vestido de domingo entre las nubes,
el tañer de campanas misteriosas
que hablaban de mareas y glaciares,
las ollas de agua hirviendo y el vapor
que aniebla las paredes del aseo
teñido de pobreza y soledades.
Recuerdo, te recuerdo en la distancia,
abriéndote caminos de cristal
y de cuchillos, ebrio de placeres
en la encendida noche del solsticio
de invierno, ya cumplida la condena
que te apresó al abismo del vacío.
Pasado el tiempo vino la luz calma
del silencio, los sones de la lluvia
y todo fue latido y pulso ciego
en las blancas mañanas de domingo.
Pintura de Miguel Elías
6
Abierta está la puerta de la casa. Atardece y es octubre. De vuelta a la raíz, a las raíces que fueron como venas portadoras de sangre o savia blanca, espero en el andén número uno, el tren que me lleve a mi destino. Será la última vez que sostenga en mis manos las suyas, que las miradas se encuentren y hablen los ojos y el silencio todo lo que callaron tanto tiempo. Ya no hay marcha atrás. El futuro es un hilo de aire que se extingue, como este otoño que clava sus desnudas ramas en las primeras horas de la tarde. Su voz es una lluvia de sílabas en el laberinto ajardinado de los sueños, del último sueño que los labios sostienen al otro lado de la nada.
Abierta está la puerta de la casa, para la muerte.
VI
Octubre fenecía allá en el sur,
silenciada su luz todo era muerte,
la muerte que se nutre de los vivos
y en ellos vive, sola, en la acechanza.
Lejos, una estación de tren, su sombra
que anuncia la partida al resplandor
último, a la oquedad inescrutable
del abismo y el fuego, hacia la nada
y sus silencios, lejos de la luz
su muerte fue la mía en cada instante
-el sonido del tren me estremecía-
y cerraba los ojos y los puños
-la noche un amasijo de esqueletos-
y asía aire con manos de amapola
-al alba un vivaz campo de olivares-
y vagué por la antigua casa Alta
-siempre tañen a muerte las campanas-
y ascendí hasta los labios de la luna
-alas de mariposa los silencios-
y esperaba del padre los sonidos
de la fuente, su voz de ruiseñor
-negror de sepulturas y de infierno-
y figura de cisne maquillado.
Me apenaba su nimbo de caudillo,
la chaqueta cruzada sobre el pecho,
el pañuelo de seda por el cuello
y el sombrero de fieltro ceniciento.
Aún después de muerto la condena,
cien, mil veces cien mil la pena es filo
de silencios, la muerte más entera,
por haber sido hiena antes que pájaro,
por haber violentado los deseos,
por levantar las manos contra el beso
y oscurecer el día con el grito.
¡Qué accesible la herida todavía,
qué dolor tan profundo, que martirio
haberte amado solo en las auroras,
de nuevo ya perdido en los placeres
del cuerpo y las decrépitas tabernas!
¡Qué aciago tiempo vive en mí aún, padre,
que todo me parece oscuro y frío,
que de nada sirvieron las palabras
al calor del humilde y numinoso
brasero de picón, en el origen!
Pintura de Miguel Elías
¡Qué dolor tan intenso en la mirada:
los ojos anegados por el miedo,
el niño tembloroso y escondido
bajo las blancas sábanas, helado,
suspira silenciosa y lentamente!
Afuera, en la empedrada calle, solo
negror, el nauseabundo olor a vino
que alerta su regreso, ya de vuelta
al feroz estallido de las voces,
al infausto recuerdo de la angustia
que se clava en la sangre y sus silencios.
Octubre fenecía en la estación
del norte, igual que tú sobre tu lecho,
esperándome, yerto concluías
el ciclo y alentado por la muerte
buscabas en mis ojos el perdón,
el consuelo, la gracia o el sosiego,
y pudieras morir definitiva
y silenciosamente, tal la paz
de una tarde de otoño cenicienta,
que hallaste en el espejo de mis ojos
cansados de perdones y de ausencias.
Incorpóreo, desnudo y liberado
al fin, hacia el vacío precipitas
la mirada, prolongas en tus manos
y reclamas el beso fronterizo
y póstumo, la dulce voz del aire
musitando el perdón en mis oídos.
Con mis manos unidas a las tuyas
respondo a tu demanda, y convertido
en nada vuelas montes y alamedas,
resurges del espanto de la muerte
para cubrir de lágrimas mi rostro
-refugio y corazón de mariposa-
y hablarme de la vida únicamente,
por vez primera, libre y amoroso.
Agonizaba octubre entre las tumbas
marmóreas y de tierra: el cementerio
fulge de silenciosa cal, de flores
de seda y terciopelo y esperanza
de tiempos venideros y lucientes
junto a los olivares y barbechos
que pueblan esta tierra y los silencios.
Presentación del libro en Baena
Todo es muerte y más muerte, oscuridad,
y tú, padre, eres muerte sobre el lecho,
acerada la piel y amoratadas
las uñas, una muerte más, tan solo,
no, ya no son posibles las palabras
solo el vacío prende como el fuego
en las albas paredes de la casa,
en la alcoba, en cortinas, los espejos
que revelan la inerme desnudez
del alma que se abisma y cae leve,
sin latido, vaciada en las hogueras
y el infierno. Imposible ya el regreso
al mundo de la carne y sus dominios,
a los días de júbilo y tabernas,
a las noches de sexo y de parranda,
a la tierra que nace bajo soles
de espuma y de mareas coronadas
de lirios y amapolas y cipreses,
a las tardes de otoño en la mirada
inocente de aquel huidizo y frágil
niño, que devoraba hoyos de aceite
agonizando octubre entre sus dedos.
Nunca más el regreso a los domingos
de alegres campanadas y de misas
al clarear el día: el traje nuevo,
la suave brillantina en los cabellos,
recortado el bigote, el paso firme,
fulgentes las pupilas, la cabeza
al frente, alta de vuelos y lucernas,
las manos en las mías, llameantes,
guiadoras de los sueños primerizos,
allá donde los ángeles no duermen
y la creciente luna, silenciada,
dibuja los colores de la noche
y es cristal, espejismo en los olivos.
Octubre en la estación norte, fugaz
octubre laberinto de los días,
húmeda luz de invierno en las ventanas,
sangrante herida, tiempo para anémonas.
Octubre en la frontera, soledad
infinita, tabernas catedrales
de domingos lucientes y encendidos
en los ojos del niño que respira
el humo doloroso de la ausencia,
sentado en el confín de un velador
de blanco y frío mármol bebe sueños
con sabor a limón y cacahuetes;
Obra de Miguel Elías
otoño octubre vivo en la memoria,
en las alas pupilas de aquel niño
que juega a ser un niño en las tabernas
vestidas de domingo y mediodía.
Triste tiempo de octubre que regresa
a los ojos y ciega los anhelos,
acuchilla el silencio de los álamos
dormidos a la luz de los sentidos
y amortaja la vida en un segundo.
Octubre que se alza en los pinares
del aire y es aroma de violetas,
y resplandor de nicho y soledades
bajo la tierra tumba de esqueletos
que son perenne grito, ácido llanto,
volátiles cenizas crisantemo.
Llegado octubre yaces nuevamente
sobre un lecho de espuma y de cenizas,
de un vómito de sangre ennegrecida
que derrama sus alas entre sábanas
espiras dulcemente y leve soplo
eres, frágil cristal, la nada toda.
La rosa negra, de Miguel Elías
EPITAFIO
Ahora vivo debajo,
con vocación de sima.
[…]
Nada sucede aquí;
nada sucede.
José Luis Morante
(I)
Escribiré los nombres que son sangre y niebla sobre esta tumba de fulgente y negro mármol.
Dejaré que el aire sea labio y espada en las noches de otoño, cuando los árboles desnudan su voz y el hombre duerme en los silenciosos pechos del osario.
Hundiré mis manos en la tierra para poblar su vientre de versos y palabras, de luces, de mariposas voladoras, de grandes ríos, de oleajes infinitos, de soles y de lunas que son fuego, claroscuros del alma, ceniza y polvo, nada, vacío tan solo.
Escribiré tu nombre sobre la fría losa, ahora y para siempre. Solo y ante ti esculpo sus letras y en el vuelo de los pájaros las sueño como al principio del mundo, en los orígenes de la vida.
Escribiré tu nombre en las paredes del cielo, ocuparé el espacio de una lágrima y avivaré el fuego del silencio que crece amargo en esta hora interminable de octubre.
Escribiré tu nombre con lentitud novicia, demorando los minutos, los siglos que ocuparon los silencios. Dejaré que el viento me susurre al oído, como los sones de aquella fanfarria de domingo.
Escribiré tu nombre mil veces mil, hasta quedar exhausto.
(II)
Sobre tu lápida, extinto el dolor, cincelo las palabras que siempre amé. Obedezco a los sonidos del aire en este cementerio y vibro con los dones silenciosos de otoño octubre, desnudo y yermo.
¡Qué extraña y plácida esta calma muerte! ¡Qué atesorada luz envuelve los sepulcros!
Estamos solos, al calor de la muerte que brota de la tierra y no concibe otro nombre que el tuyo, y que ahora, lentamente, escribo sobre esta tumba cuna.
Sobre tu lápida cumplo mi promesa. Quisiste que fuera tu escribano y tu deseo grabo sobre el mármol, con palabras dictadas por los labios del viento en su amargura de infancia lastimada.
Ahora es el momento de la vida –la tuya fue un relámpago-, de la palabra escrita, la que queda cincelada perpetuándose en el aire.
Escrito ya tu nombre, después de muerto, en esta tumba de fulgente y negro mármol.
González, Muñoz Quirós, Alencart, Pulido, Colinas y Santano (Peñaranda de Bracamonte, 2014, foto de J. Alencar)
LA VOZ AUSENTE
José María Muñoz Quirós
La poesía precisa siempre que la voz se instale por encima de la memoria de las cosas. Y es en la ausencia donde se produce la más íntima y desasosegante mirada hacia el pasado, hacia lo vivido, hacia la lejanía terrible de los días y de los seres ya idos.
Toda elegía forma parte de un tono que debe iniciarse en lo interior, en las profundidades de la voz del alma, y desde allí alcanzar el vuelo hacia el lenguaje, hacia la intuición, hasta la otra ladera de lo sentido y de lo vivido. Así surge lo poético, se derrama la grandeza de la recuperación de todo lo destruido por el tiempo, esa mano gélida y feroz que se disuelve por todos los orificios de la existencia llenando cada oquedad con su temblor de frío.
La voz ausente se esparce por la memoria como un flujo torrencial, en cada uno de los textos que constituyen su esqueleto estético y vital: cada prosa inicial sirve de pórtico para la reflexión salmódica de las emociones que se van sucediendo a lo largo de la trayectoria ritual del poemario. Y ese paso aquietado y a la vez veloz nos va desgranando una historia, un quejido, un ajustes de cuentas emocionales, una invocación al pasado que no pudo ser, en la imagen terrible y a la vez simbólica de la casa vacía, del espacio donde se oyen los silencios de la ausencia, voz y objeto de la meditación y del llanto interior.
Esta larga carta al padre ( y no podemos dejar de acordarnos de Kafka) se interioriza en un postulado poético de enorme eficacia: he aquí la valentía de su autor, desnudo ante sus fantasmas, quejumbroso ante su existencia, dolido , cuando “ al recordarte ahora, en estos días, / ecos tristes de otoños es tu nombre..” y cuando es irremediable lo vivido, como sombra gigante que aprisionara la desnudez de una vida que ahora se detiene, como solo es posible hacerlo desde la poesía honda y verdadera, y en ese preciso instante todo retorna ante sus ojos, todo pasa por la veladura de su sentir, y se almacena en lo desvanes del dolor y de la pérdida.
Versos blancos, sonoros y perfectamente construidos, elegiacos en su más clásica y auténtica factura (también llega a nuestra memoria el largo poema de Unamuno “El Cristo de Velázquez”…) y cuando el poeta clama” todo es muerte y más muerte” se nos encienden las farolas del silencio interior donde se posa para hablarnos al oído, para pronunciarnos cada una de las sílabas de su diccionario de dolor y de ensueño.
Los buenos libros de poesía mantienen un ritmo durante toda su ejecución, y van creciendo, abriéndose cuando avanzan en su deslizado decir, en el mismo momento que se asume la voz del poeta como un silencio abierto en la voz del lector. Y esto sucede aquí: vamos asistiendo a la presencia desgajada y rotunda de una materia poética perfectamente asentada en la textualidad. Y por todo ello, cuando el poeta exclama “¡Sabes, padre, podríamos haber/ sido endiabladamente tan felices!” el libro se abisma en una curvatura de luz y de extraña claridad, y se nos arranca la emoción en un desbocado vuelo hacia la intensidad de lo expresado.
La voz ausente es un regalo de inmensa eclosión lírica. Un libro que al terminar su último verso nos deja sobrevolando en el filo del silencio la voz que nos desvela un ser y un vivir intensamente en la palabra con mayúsculas, en la completa región de la belleza y el secreto sentir.
LA VOZ AUSENTE
(Alhulia, Salobreña, 2017) de José Antonio Santano
Alfonso Berlanga
Se trata de un segundo alto en el camino en la dilatada y rica producción poética de su autor, ya que es un libro homenaje a su padre en recuerdo de su muerte. El primero de similar temática es “La piedra escrita” en recuerdo a la muerte de su cuñado. Esta elegía, en la que el poeta alterna una prosa poética y un poema, 13 textos de cada modalidad, -número, por otra parte, maldito-, y dos epitafios, es una perfecta sinfonía en la mejor tradición de la literatura mortuoria española, desde Jorge Manrique –“Coplas a la muerte de su padre”- pasando por la Miguel Hernández y su famosa “Elegía” por la muerte de Ramón Sijé o el conocido “Yanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías” de Federico García Lorca, por referirnos a los más conocidos. Pero también están presentes como referentes en esta obra otros como “El Cristo de Velázquez” de Miguel de Unamuno, las “Elegías” de Juan Ramón Jiménez, la “Elegía para mi muerte” de José María Valverde o las dedicadas a la muerte de Federico García Lorca de la mano de otros tantos poetas como Antonio Machado, Rafael Alberti, Miguel Hernández, Emilio Prados, Concha Méndez, Salvador de Madariaga o Luis Cernuda o la más reciente “Elegía a la muerte de mi padre” de Rafael Adolfo Téllez. Sin embargo, sólo Jorge Manrique y Santano coinciden en dedicar un extenso libro exclusivamente a la memoria del padre, aunque desde sentimentalidades poéticas muy diferentes. En todo caso, la obra de Santano es mucho más que una elegía a la muerte del padre, ya que son más importantes la tensión dramática del contínuo diálogo hijo-padre y la tensión sentimental amor-desamor que el poeta refleja.
La estructura del libro es bien simple, pero no por ello menos acertada: una prosa que, en parte, sirve de anuncio y de introducción reflexiva al poema que le sigue en el que se precisa o se desarrolla lo enunciado. Y así hasta trece veces dobles, 13 prosas y XIII poemas, más II Epitafios a manera de conclusión, que bien podrían titularse “Escribiré tu nombre” y “Escrito está tu nombre” respectivamente.
En el propio título están condensadas las dos constantes de la obra: “la voz” del padre, siempre presente en todos los momentos del día y de la noche y en todas las estaciones del año y siempre deseada, pero a la vez siempre añorada y “ausente”. Esa tensión emocional entre el deseo de la voz, del cariño de la palabra, y su ausencia, que es también la ausencia permanente del padre, resume perfectamente el combate dialéctico entre el poeta y su padre, que es el tema del libro y que, a manera de una larga carta que, como bien matiza José María Muñoz Quirós, en el prólogo de la obra, “(y no podemos dejar de acordarnos de Kafka) se interioriza en un postulado poético de enorme eficacia”.
Berlanga y Santano, en el acto de Baena
Se trata, además, de una obra otoñal y no sólo porque en esa época –octubre- se produce la pérdida del padre, sino porque toda la obra respira a otoño y atardecida, pero sobre todo a silencio, otra de las constantes de la obra del autor y todo ello enmarcado en la casa, la casa en todas sus formas y maneras. Otoño, silencio y casa como tres motivos temáticos presentes en casi todos los textos de este libro. Así, desde casi el comienzo de la obra aparece el otoño personificado como si se tratase de una trasmutación de la voz del padre que se va justo en esta estación del año. En otras ocasiones, es el otoño el que marca el paso del tiempo, como si no existiera otra estación que la de la muerte del padre o personificado en octubre fenece como el propio padre, hasta cerrar, incluso el libro en los dos epitafios en “octubre otoño” . Lo mismo sucede con el silencio que desde las primeras palabras de la obra ya marca el clima que la caracteriza, ese silencio polimórfico que para Santano es una constante en toda su producción. Al igual que la casa, siempre en silencio por la tristeza y por la incomunicación, símbolo de la muerte, está abierta para que llegue y se cierra tras haberse producido; de ahí sus heridas, el infierno, el vacío y el luto, pero también el anhelo del niño que quiere que su padre regrese a esa otra casa blanca y luminosa que sueña.
Dice José María Muñoz Quirós en el Prólogo de la obra que es un regalo de inmensa eclosión lírica. Pues bien, cómo lo consigue el autor? Veamos:
-El tono del libro: nostalgia, soledad y ausencia. Nostalgia angustiosa de lo que pudo ser y no fue. La permanente añoranza de la voz del padre. El deseo vehemente del amor paterno. Pero todo es ausencia infinita. Ausente la voz, los ojos, los labios, las caricias y hasta la imagen misma del padre. De ahí la tremenda soledad del poeta/niño, del poeta/adolescente y del poeta/hombre y el dolor por la pérdida.
-La tensión dramática diálogo padre/hijo. “Tú y yo nos adorábamos odiándonos”, “volvimos al encuentro sin hablarnos”, “por qué tan honda herida, padre”, “Confieso que jamás deje de amarte/tanto como te odie”.
-Metaforismo agónico. Riqueza de sinestesias e imágenes visionarias relativos al tema, la muerte, y sus consecuencias en la vida y los sentimientos del poeta. Ejemplos: Poema I, imagen lo equina del corcel/muerte. Prosa 1, la muerte que crece en la casa. Poema II, la melodía de la muerte. Poema V, vida más allá de la muerte. O la herida del desamor: Prosa 4 y Poema V. Por citar sólo las más significativas.
-El poema letanía con estructura paralelística. Es propio del autor y así se comprueba especialmente en III (recuerdo al principio…, cuando todavía había voz), V (hasta después de muerto…, vives en mí), VI (octubre fenecía…, fecha de la muerte), VII (Confieso…, el amor que le tenía a su padre) y Epitafio I (Escribiré tu nombre… sobre la lápida del padre muerto).
-Tradición y originalidad. Aunque, efectivamente, la obra pueda encuadrarse por su temática en la rica tradición literaria de la lírica mortuoria española, el tratamiento del tema a partir de la tensión amorosa padre/hijo, el tono poético de la obra construido a partir de la soledad, la nostalgia y la desesperanza, así como la relación intergeneracional subyacente suponen toda una nueva forma de encarar un tema tan, aparentemente, manido.
Se trata, en suma, de una obra de madurez que se enmarca en la segunda etapa de su producción, el “humanismo solidario” y en la que perfecciona y sublima gran parte de las constantes poéticas que la caracterizan: la sentimentalidad de los silencios, el tratamiento del tiempo, la soledad y la muerte, el universo nostálgico y melancólico y la misma estructuración del poema y la depuración de sus elementos formales. En definitiva, un libro poco común y absolutamente imprescindible en el panorama poético español.
Profesor y escritor
J. A. Santano en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de José Amador Martín)
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