Crear en Salamanca se complace en publicar este comentario escrito por nuestro colaborador Manuel Quiroga Clérigo, poeta y ensayista madrileño, en torno al libro ‘Cielos de Toledo’.
LAS IMÁGENES DE LA EXISTENCIA
Quien tenga dos pasiones únicas, como son la fotografía y el recurso placentero de la poesía, encontrará en “Cielos de Toledo”, una excelente muestra de la maravilla de la existencia cuando se puede apreciar con los ojos de un fotógrafo entusiasta, como es Ricardo García Martín (Madrid, 1951) y rememorar con los versos de una poeta tan expresiva como María Antonia Ricas Peces (Toledo, 1956).
Este libro, de estupendo formato y editado por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha en 2006, no pierde vigencia porque aquello que los ojos graban en la mente, en ella permanecen, y los poemas que muestran un mundo repleto de belleza son la belleza en sí misma.
La Consejera de Cultura de Castilla-La Mancha, Blanca Calvo Alonso-Cortés, dice precisamente que “Los cielos de Castilla son un himno a la belleza; particularmente los de Toledo” y Alfonso García Calero, infatigable trabajador en pro de la cultura que se guardan en los libros, en una entrada denominada “Sueños que no pueden perderse” afirma que “Los cielos estaban ahí con esa riqueza de colores y formas, pero el fotógrafo tenía también que estar ahí a la hora justa, con el enfoque justo y con toda la paciencia del mundo para captarlos y poder regalarlos a sus espectadores, como hace en este libro…” y , al referirse a los versos que acompañan las imágenes, opina: “Es una poesía que transita desde el alma a la naturaleza sin más mediaciones que las palabras y la aspiración a captar lo más íntimo de ambas”.
Ricardo Martín, en el centro, junto a Juan Sánchez y Jesús Fuentes Lázaro (foto de JG)
Ya estamos navegando por ese cielo enfervorizado de nubes algodonosas, cercanías oscuras y casas de un blanco reluciente que el fotógrafo nos regala para que la escritora lírica se identifique con la página grandiosa, resumen de un horizonte cercano: “Como Ricardo es el primo de Canaletto rescata para nosotros una manera suntuosa del atardecer: cierto púrpura, con un escepticismo elegante, extiende su ir oscureciéndose mientras resplandece».
Es una inmensa colección de paisajes, cielos, vida, como la siguiente con ese color encarnizado de sangre o de fuego o la blancura amenazada por nubes oscuras o la ciudad con iluminadas farolas y almenas en claroscuro bajo un cielo de oro acercándose: “Y, aunque el resplandor despabila/timideces en las farolas,/la noche prosigue detrás/de los perfiles, en lo blanco”.
Claro que si aparece la inmensidad de olivos y la rotundidad de alargados nimbos buscando lejanías inéditas, entonces, el mundo parece transformarse en algo natural, imprescindible para el viajero o para el poeta sedentario. “Quiero llamar al aguacero sobre el ocre corazón de las lombrices y no amedrente el trueno sino abrazar del agua, cariño de los austeros, de los que huelen aún a mejorana”. Es la sabia conjunción del ojo avizor y la maestría del verso. Y esos almendros alzándose a la sombra del árbol majestuoso, la llanura terrosa y los flecos de las nubes acercándose al cielo declaradamente azul: “Es éste el mes de la visita/que se acomoda en los almendros/y cree que el alma es un pétalo/vivo”.
María Antonia Ricas autora de números poemarios y galardonada con interesantes premios por su quehacer, en ese libro, “ha podido cumplir uno de sus deseos: mirar, escribir ante la fotografía y, doblemente emocionada, dar la palabra al admirable trabajo fotográfico de Ricardo Martín”. Ricardo Martín dice: “…mi vida fue transcurriendo al impulso de la luz, la imagen y la fotografía”. Efectivamente, ha vivido entre paisajes, exposiciones, vivencias de los espacios dignos de ser retenidos en una cámara y ofrecidos, después, a los demás hasta llega a este libro donde “los cielos de Toledo se convierten en protagonistas principales”.
En esas páginas, en tanto éter, las fotografías encuentran su más bella expresión ante las nubes de cobre, la tormenta alejándose (“… y un olor a tristeza flora”), los cúmulos con apariencia de montaña nevada o los cirros simulando lana cardada o barbas de pluma irrumpiendo en los monumentos o habitando un espacio abierto, como cuando cubren la ciudad abrigando iglesias, Alcázar, ventanas, cauces del padre Tajo que viene sucediendo “Tierra adentro, donde hay mujeres/descifradoras de lo azul,/del índigo al violeta, añil,/garzo en abril, es casi verde/el mar”. Ese Toledo, la nieve en los tejados, el mundo en la mirada.
Cuando María Antonio recuerda que “Giovanna Garzoni elige un pincel con un solo deseo/para atrapar el dardo o la fugacidad de las golondrinas” es porque Ricardo nos ha regalado un trozo urbano de la ciudad, esas casas honestas, casi barrocas con el pasadizo en arco y las nubes aborregadas de armiño surcadas por una, dos, muchas golondrinas desplazándose hacia el infinito tan precavidamente…Después vendrán el río con suaves reflejos, la ladera clara, los cipreses, la edificación solitaria, la lontananza. Es cuando, dice la hacedora de versos, “La indiferencia del mediodía/se refleja en su intangible alhaja”. Claro que, si avanzamos, vendrá la claridad del alba con “sus dientes de flor”. Y las iglesias, Catedral, nubarrones: “Una luz loca zarandea el mediodía./¿Lloverá?, me preguntas./Yo solo sé que las mujeres de la magia/cabalgan hoy”.
¡Qué infinita alegría suele ofrecernos el gratuito oficio de poetas y, seguramente, la afición a retratar el presente o indagar en los cielos del futuro!. En este mundo de crisis violencias, dinero y angustias, tal vez, la poesía, la fotografía, la música, las bellas artes nos rediman y sean capaces de limitar la ansiedad de los sufridos mortales, siempre pendientes del último suspiro y, también, del hermoso amanecer. Por eso es preciso agradecer a un fotográfico y a un creadora lirica que nos conforten con sus obras para, así, hacernos más sencillo, menos doloroso o dolorido, este deambular por la existencial.
María Antonia, que sabe disfrutar de los brillantes valores de la pintura como ha reseñado en varios libros, escribe junto a un ¿atardecer? de cielo tenebroso teñido con la clara de unas nubes áureas “La pincelada de Correggio/trae un dios que derribará/las alambradas con su soplo”. Y, más allá, ante una serenidad ocre “Se detiene un instante y descansa/el tiempo”. O un consejo: “Les dije a los niños que contemplaran el azar violeta, su insospechado regalo, pero ¿cómo sabrán comprenderme si el viento aún les posee, si pertenecen al aleteo que no se explica a sí mismo y a salvo se vuelve también violeta?./Ellos,/que ignoran el sometimiento a las fatalidades,/residen todavía en el ciclo del agua”.
Pero Ricardo, en las últimas fotografías exprime todo el valor de sus negativos y nos ofrece dos distintas visiones de un mismo árbol, de similar embrujo, tras la renovada serenidad de atardeces mágicos, imperturbables cielos tenidos de sangre o iluminando atardeceres memorables. Todo forma parte de la misma intuición, la necesidad de conservar la memoria del vapor acuoso suspendido en la atmósfera y la ciudad reposando en el espacio abierto de la magnanimidad. Así que, María Antonia, nos retiene con la música de sus versos e, infatigable, tal vez dirigiéndose al fotógrafo escribe: “¿Y si mañana continuase/la penumbra/y debiéramos aprender/el hielo con los dedos?,/¿Sabes? Yo ya no creo en Dios/pero sí en sus planetas”.
María Antonia Ricas
Manuel Quiroga Clérigo
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