Retrato de Aníbal Núñez, por Miguel Elías
Crear en Salamanca no puede (ni quiere) olvidar la personalidad y la inmensa poesía de Aníbal Núñez (Salamanca, 1944-1987), máxime un día como hoy, 13 de marzo, cuando memoramos las primeras tres décadas de su fallecimiento. Para ello publicamos unas fotografías proporcionadas por la familia, además de otras imágenes de la ciudad, tomadas por el poeta José Amador Martín, amigo personal de Aníbal. La selección de textos ha sido hecha por el poeta Alfredo Pérez Alencart, tomándolos de la primera edición del poemario ‘Alzado de la ruina’ (Hiperión, Madrid, 1983), ejemplar que Aníbal Núñez regalara al maestro Alfonso Ortega Carmona, entonces catedrático de Filología Griega de la Universidad Pontificia de Salamanca. A principios de los años 80, Ortega amparó a Aníbal como secretario de la Cátedra de Poética Fray Luis de León, cargo que Alencart ocuparía de 1992 a 1998.
El retrato que preside este homenaje es una obra inédita del reconocido pintor Miguel Elías, profesor de la Universidad de Salamanca y amigo personal de Aníbal, con quien intercambió obra gráfica.
Tómese esta muestra como un recuerdo-homenaje que se le tributa a Aníbal Núñez en su propia ciudad, la capital del Tormes, donde nació, escribió -una no perecedera obra- y murió.
Ejemplar obsequiado a Alfonso Ortega Carmona
VISTA GENERAL DE LA CIUDAD,
POR DAVID ROBERTS; 1838
Si se puede decir de un paisaje, el escorzo
es lo que magnifica la ciudad
y cómo las colinas aparentan
más estabilidad que las altivas
torres explica el punto que elegiste
para ver en un plano aparte y casi próximo
a los atareados segadores.
Dos ríos y sus puentes: rizado por el céfiro
y los hocicos de las reses,
es flanqueado el menor, el tributario
por paisanos curiosos que ven aproximarse
la interminable, abanderada tropa
que sobrepasa el puente mayor y ya se acerca
a la rústica fábrica del otro, que compone
la otra esquina inferior.
Despoblada —aunque fuese por ficción de distancia—
al fondo, la ciudad, tras el tajante cauce,
hermosa como vista —y recordada luego—
para decirle adiós.
TESO DE SAN CRISTOBAL
En lo que fuera atrio y ahora atraviesa un can,
motivo inexcusable en una ruina sórdida,
el mediodía dibuja entre fulgentes
desperdicios y malvas las muecas del bestiario,
las fauces de las grietas:
alrededor de esta imagen única,
cima de una colina sobre un río atrapado,
recientes moradores te ignoran, absorbida
toda su fantasía por espacios más fáciles,
siendo tú —santuario de los que sufren cerco—
para ellos un escollo, un peligroso signo
de lo que no se entiende porque no se repite.
SOBRE EL ANTIGUO TEMA DE DEJAR LA CIUDAD
Sobre un amor que impone
fidelidad fatal al que por él se pierde:
amor que ahora desvelan las palabras,
el diálogo desnuda bajo la luna plena
y el fragor del solsticio.
Cayó la tarde y, a su fin, el ágape,
las pócimas, los filtros,
el necesario azar de impares tazas
y de la lejanía a colación: los barcos,
mares y valles comparados,
relatos ilustrando escuetos métodos
de cómodo vadear remotos ríos: regreso
a un hogar sin condena,
infancias reinventadas —nadie diga
que por un lujo léxico— más bellas,
más decididas y más libres,
esta noche en que hacemos proyectos de viaje.
Y como aquí preside la impotencia en especie difusa
—iluminada estatua por los últimos rayos
como oscilante lámpara que mece la tibieza
de julio— desistimos (ah, el placer de vencerse)
y nos hacemos desistir:
no sólo de viajes a la desesperada,
también del cabotaje por las riberas íntimas
que la memoria a cada cual aporta:
se llega, en el fingido delirio que atempera
la nitidez del cielo,
hasta aducir como imposible
—con voz que no disuena del ruido de las tazas:
familiar y brillante— salir de la ciudad
que, así, se erige
en planeta ella misma, en orbe aislado,
incapaz ciertamente de ser imaginada
a orillas de otros nombres, sustraída a recintos
de parecidas leyes.
Dícese en un escrito, meditado
ante otro ardor, que para sus asiduos
acaba convirtiéndose
una ciudad no en una costumbre sino en una
virtud. En este caso,
camino de agotarse los temas, duro el poso
¿cómo virtud hacer de esta impotencia
vuelta a nombrar, cómo elevar a emblema
la imagen circular de cuatro esquinas?
Porque ahora no vamos a creer
en letras en declive de otros náufragos
que sin duda buscaron a su mensaje playas
empavesadas de connotaciones…
No, aquí nada es disperso: aquí callamos
todos alrededor de un mármol nada mítico
pensando en los viajes que no haremos,
mostrando gestos desapasionados;
aunque, ocultos por la conversación,
se oirían los corazones si un silencio se hiciera,
si un ángel de glaciales vestiduras pasara.
Señalado momento para que uno cualquiera
de los sedentes al olvido invoque
y rumie o haga algo que equivalga a decir:
«Que la palabra deje de mencionarse, el mito
no pida entrar en este breve islote»,
o, mejor, se levante y sin excusas
se dé una vuelta por el ágora
yendo a poner imaginariamente
en un templo cercano los símbolos que de otro
cayeran.
Pero, como alguien lo dijo, somos
tan sólo tristes empleados
de la conciencia: nadie se levante
y aquel que lo iba a hacer en un silencio mire
a la acuosa mirada de un interlocutor
esperando anuencia para volver a entrar en el coloquio.
Asentimiento acaso insuficiente
por no creído pedir por el que lo otorgara…
Aunque el periplo es largo,
lejanas las regiones nombradas, convocadas,
y habrá necesidad de hacer vivaques,
ocasiones de canje y de fondeo
y aprovisionamiento: tantas que
haya un punto en que miras hoy dispares
resplandecerán juntas; tribulación menor
hoy nos halla reunidos: procedencias
confusas en la red que teje el tema,
una de cuyas partes son los ecos
de lo natal y de la soterrada
genealogía de cada uno,
que cada uno representa
en la ciudad en la que sin remedio
caemos atrapados por su mera mención
siendo tan necesarios para que se mantenga
al nombrarla terrible, trivial, tal es ahora;
y tan inoportuno pronunciarse
en mitad de tan viva
conversación sobre visiones
personales: ¿Qué queda —se pregunta
uno de los presentes—
de esas palomas irisadas
que ayer se encaramaban sobre los balaustres
que doraba el poniente?
Mas su belleza fue de ayer y tanta
—acaba concluyendo para sí—
que no se presta a ser símbolo válido
ni tema alternativo, dada la cabalgada
común y, desde luego,
la incomunicabilidad de un fenómeno óptico,
aunque cuando decae el entusiasmo de la charla
hay de nuevo lugar para la anécdota.
De tal manera ya el tibio discurso,
irrumpido por brillos, desviado
por la visión de islas feraces
y hospitalarias naves,
deja paso al relato de delirios privados
—con sus bellas imágenes— de que desconfiamos
por unanimidad que, así, remite
al motivo que, casi hecho cenizas,
reclama una humareda final y constructiva.
Aún hay asentimiento en otros iris
cuando ya un servidor barre cristales
y risas esparcidas, risas como
de ver que la figura de uno en el espejo
piensa de otra manera, mientras vuelve el vacante
espacio de la duda y muecas fingen
una supuesta solidaridad:
(Estamos bajo el cielo convencional de estío,
haciendo planes de viaje, aquello de senderos,
atavíos y costumbres,
siendo, como se dice, tan distintos.)
Deseosos de volver, desesperadamente
agarrados a su halda, a la rutina
con sus tácitas convocatorias
—en la nona columna—, a la tertulia:
mañana, sin los dioses en contra, aún el calor, la luna casi entera
serán los que convoquen, los que animen
secretamente al viaje, al gesto
que, a escondidas y casi como quien
una causa traiciona, hay que tramar
para poder salir de estas murallas cálidas.
RUINAS DEL FUERTE DE LA CONCEPCIÓN
Milord mandó volar, para inutilizarlo
en su discreta retirada, el fuerte:
sobreviven, dejando
asolada constancia de su magnificencia,
muros y rampas, bóvedas y aljibes;
y una disposición delicadísima
de fosos y de patios,
mientras campea el conejo silvestre por ocultos
pasadizos y alguien
cultiva champiñón en el cuerpo de guardia.
Los pendones —dijiste— erosionados
bajo el reloj vacío: la batalla
del matorral respeta la inesperada orden
cumplida: nadie tema
cruentas contiendas si la traza impuso
a este fuerte la forma de una estrella sin par.
NOTICIA DE LA HIDRA EN LA CIUDAD DORADA
Altas, desatendidas celosías,
miradores vacantes, patria apenas
de palomas huidizas cuyo mensaje, roto,
quién percibe lector de ajenas rúbricas
de tinta desvaída sobre legajos secos:
os hundís, la madera se echa a volar, cornisas
agrietadas cobijan a malezas:
y no en un día señalado —en que un ciclón convoque
el polvo, los fragmentos— sino a todas
las horas van cayendo de la altura
las materias de un canto ya perdido
hasta la calle, hasta los sumideros,
no doblegando nada, no imponiendo una flora
sino accidentalmente y resbalando
en la testa dorada y renovable
de la hidra que, abajo, habita, mantenida
eficaz, limpia, consolidadora,
entre la luz cambiante de los sótanos.
Y no sólo sucede, fugaz y tenazmente,
esa tumultuosa caída imperceptible
desde los viejos ámbitos del ojo: mil silencios
se producen allí, germinan, tensan
vigas y pavimentos; hasta reducen vuelos:
en las grietas anidan de campanas.
Aleteos y silencios, habitantes volátiles
de los insomnes corredores pueblan
el pasado, la ruina celeste: si otras bestias
perviven de la vida que hubo, acaso sean
invisibles reptiles de no sabido nombre,
monstruos que representan pecados y aficiones
con la fidelidad de figuras heráldicas:
pero la Reina —presumiblemente—
Desolación expulsa con su manto
todo lo vivo: sólo deja que la acompañen.
la candidez de un ave que es espíritu,
la negrura de otra que es presagio
de la que ya, funesto, abajo bulle.
Risueños servidores proveen a los cubiles,
trabajan la caída de las altas
criaturas irreales de piedra, cuyos gestos
de indolencia el sol dora dando luz a los pámpanos,
resaltando versiones de guirnaldas: aromas
y volutas cubriendo un horror más antiguo.
Como al final de estío el viento del oeste,
de rara aparición y reputado
como sentimental, las balaustradas
y las cúpulas barre haciendo que el vacío
respire azur en una tregua santa
de los extremos, se engalane
de una luz imposible que subsiste
apenas unas horas y su nostalgia tanto:
inútil talismán, helado arcángel derrotado.
CASA LYS
Colgante llamarada oblicua hacia poniente,
a qué tanto derroche de joya que claudica
como si más belleza, belleza más terrible
buscase en la caída lo que fue demasiado
para la sordidez de habitación y sueños
de los profanadores, de los que te entregaron
al abandono, hierro en flor, tibio cadáver, templo
donde liba el reptil y la palmera,
como irónico emblema de la supervivencia,
no cede ante el embate de las humillaciones.
Ruina pródiga, plantos o alabanzas
a ti son vapor leve que se condensa en vidrio,
lacre en los corazones en que se extingue y crece
la pavorosa imagen —revelada
por soles, lunas, por eclipses—
de la desolación, huerto de luz
esmerilada, sede de la tristeza, esfinge
que se apostó para morir pues dulce
es el ocaso: ya las antefijas,
ovas, lacinias, azulejos, plintos,
los pormenores de tu antiguo lujo,
aunque volaron —la rapiña, el viento—
frutos, genios alados de fundición, asidos
a una copa de llamas, tú los creas, los agregas
a tu espectro de herrumbre,
decoras su estupor: espuma, escamas
de tu oleaje de belleza,
revuelo de inventados pájaros y ornamentos,
arpía, trampa, dueña de simulacros
no visibles jamás sobre el magnolio;
oculta en las exedras que escaló la glicina
la gruta de rocalla, los truncos balaustres
remiten a los ojos incendiados
al desasistimiento que, en los límites
de la ciudad caduca, altos muros leprosos
representan, talud de piedra enferma
que el salitre de plata llena de seda, altos
jarrones donde habitan sucesores del agave,
caracoles que riega el agua de las gárgolas,
lluvia que alguien transmuta tras el portón de hierro
en agua que desciende aún en el blanco agosto
por el musgo que cubre las pisadas
que, en el rubor, un día, de las celebraciones
portaron parasoles, miradas, candelabros,
cintas de llaves, rosas blancas y rosas rojas:
por las escalinatas que se reencuentran donde
se verían bogando esquifes en el río.
Imán, jaula del sueño, cruce de arquitecturas
y de historias: escenas, inventarios
caen desde ti mientras se perlan de oro
las cristaleras rotas, estrelladas
sugerencias, estampas, jirones que requiere
tu imposible retrato vagoroso en los años
como oriflama que congrega, dulce,
a los que exalta el desmoronamiento
acaso más que tu esplendor, difícil
de reconstituir, casi imposible
de imaginar sino como un pedazo
luminoso y cortante, de las vidrieras sépalo
añil, estela incierta de búcaros que aroma
el fin de los pasillos cuando bambúes y nácar
serían materia de sorpresa, eran,
bajo el peso solemne de la torre de azufre
de la que viene —águila— a beber la paloma
capitular al cinc de las cornisas:
algún detalle gótico que exime al agotado
surtidor y a la ruina de la taxonomía.
Un ángel de ceniza se mezcló en tus cimientos,
hurtó su hálito negro tras las irisaciones
de aceros y plumajes, qué error en el hisopo
se desleyó: envenenan raíces y volutas
el pozo: de un regalo a la ciudad prohijada
hicieron un fantasma volante, rara cifra
translúcida y remota detrás del aligustre
que hace silvestre la elegante traza
y la dificultad de los niveles
juego de las espadas de los lirios.
Lectura para nubes lo que ocurrió en el patio:
intento del estuco por abrazar la hiedra,
globos de acetileno alumbraron el cónclave:
el que taló, calzó la impar palanca,
despierte y diga: «…quiso el aire
arrebatar los planos», vence el teodolito
a la fontana: el vuelo de la corneja curva
signa el febril palacio de las suposiciones,
planea en la descripción, se oyeron pasos.
DE UN PALACIO CERRADO ORIENTADO HACIA EL ESTE
Muro almenado: la visión se atiene
a la escueta ranura a la llave dejada
—¿a la llave perdida?—. Junto a una pilastra,
un espejo dorado en un montón de arena:
alegoría a la intemperie:
la .mirada termina en las zapatas, donde
las lluvias continúan sin apresuramientos
la mutación de un torso en hojarasca,
de la arenisca al polvo: mas ¿no era
este alto palacio monumento a lo estable?
Al misterio dejemos las puertas de servicio,
los muros al jardín inexpugnable
a ver qué dice la fachada: entra
sol por los artesones, un rayo no previsto,
símbolo movedizo de entendimiento fácil:
tautología vil del deterioro.
Pero, al este, la clara traza de los tres cuerpos,
la torre que corónalos conmueven
no al corazón, perdido bajo las evidencias
de que todo es caduco: a la razón,
aislada en la pesquisa de sentidos perennes,
alumbrada —aunque sea tarde— por la sonrisa
de los dos angelotes que el escudo sostienen.
Tentación encendida entre las dos aladas
criaturas —nada ostenta
(a bandas de metal campos de esmalte)
el blasón de narrable— de llenar el vacío,
que casi estalla dentro, con la imaginación.
Y, así, siguiendo el gesto de la puerta cerrada,
la sugestión de sus herrajes (clavos
de estrella), resistimos:
suponer un zaguán aquí es pecado.
Que lo espectral habite lo invisible,
nos asista la luz de lo que alienta
en el vacío solemne, clausurado, sin ecos.
¿O acaso son guardianes que previeron los planos
los ángeles, guardianes del destino
último de un espacio de ceniza dispersa?
No. Si al alba la puerta se dispuso
fue para que por ella entrara el sol, la vida
abriera los balcones, animara la logia.
Esperanzada y firme, la mirada —es rotunda
la clausura— se enfrenta con el número
justo para crear esta armonía imponente
que, como tal, indefinida burla
la pretensión del que la ve y no puede
saber su nombre y que, en los vanos,
en su alterno remate de curvas y de rectas,
ve el Orden de la duda, siendo precipitado
a donde le condujo la Belleza presunta:
en plena calle, bajo la hora llena.
A D. V. Y M., HISTORIADOR DE LA CIUDAD,
SUICIDA TRAS HABERLE SIDO REFUTADO UN DATO
Se cuenta que la cena
se enfrió. Declinaban los oros del otoño.
- V. y M., hombre de regulares
costumbres, estudioso, cordial, infatigable,
salió al atardecer y no volvió:
de madrugada
un pescador descubrió su cadáver varado sobre un banco de arena, cubierta la cabeza luego ilustre (el aterciopelado de su chistera hacía juegos de luces), en el río.
Esta es la historia (la hora exacta
—y si hubo últimas palabras tras las de despedida
a la sirvienta— nunca se sabrá)
de la muerte de un hombre prócer pero sencillo,
soltero, de familia burguesa: según la versión culta
o más documentada.
La versión popular es más concreta,
no entra tanto en detalles: atribuye
la desaparición de una figura
lejana para ellos a suicidio también (no se mencionan
indicios de enemigos personales);
pero otras son las circunstancias:
el caballero del sombrero de copa
se arrojó a la corriente desde el puente de piedra
(que a la ciudad a la que el muerto hizo
la historia representa en el escudo).
El mismo río, dos versiones.
Acaso la primera —señalando
como lugar del hecho
un remanso apartado de aguas limpias, río arriba—
adolezca de ser inconsciente reflejo
de sus detentadores.
Posible la coartada,
tanto como la otra, olvidadiza
de que bajo los ojos del puente se vertían
todas las inmundicias de toda la ciudad.
Recordemos, no obstante, lo trágico del caso,
la profesionalidad y la intachable
conducta del difunto,
vivo en la historia que dejó inconclusa:
entre dos aguas y dos luces,
en lugar no acordado.
SEMBLANZA DE ANÍBAL NÚÑEZ SAN FRANCISCO
Poeta, pintor, grabador, escultor y traductor español, nació el 1 de noviembre de 1944 en Salamanca. Falleció prematuramente el 13 de marzo de 1987, antes de cumplir los 43 años, sin que su obra poética -«la más compleja e inquietante que cabe encontrar en el panorama de las letras españolas del siglo XX», en opinión de Fernando R. de la Flor- gozara del merecido reconocimiento. Pertenece por edad a la generación de los 70 (llamada también del 68), con cuyos miembros comparte, como indica Vicente Vives Pérez, «los presupuestos generacionales de una poética posmoderna que reprueba la dependencia de la poesía de los estereotipos creados en el lenguaje común, apuntando a su sagaz deconstrucción».
Hijo del reconocido fotógrafo, impresor y librero José Núñez Larraz y de Ángela San Francisco, el ambiente cultural familiar resultó decisivo para su temprana iniciación en las artes plásticas y en el cultivo de la poesía. Compaginó los estudios en la universidad de su ciudad natal, por la que se licenció en Filología Moderna (Sección Francés), con los de Dibujo en la Escuela de Nobles y Bellas Artes de San Eloy, a cuyo Taller de Grabado permaneció vinculado hasta el final de su vida. Sus conocimientos de arte y su dedicación a la pintura dejarán una profunda huella en su poesía.
Tras acabar sus estudios, desde 1969 ejerció de profesor de bachillerato en varios institutos de enseñanza media hasta que en 1972 fue apartado por motivos ideológicos. A partir de entonces y salvo un breve paréntesis en que regresa a la enseñanza, vivirá totalmente dedicado al arte: escribe poesía y crítica literaria, pinta, realiza ilustraciones para revistas y portadas de libros, además de traducir a clásicos latinos (Catulo y Propercio) y simbolistas franceses (Rimbaud).
En los años sesenta comienza a desplegar una gran actividad en diversos ámbitos culturales salmantinos (programas radiofónicos, recitales poéticos, actividades teatrales, colaboración en la revista Álamo…) y edita 29 poemas (1967), en colaboración con el canario Ángel Sánchez. A comienzos de los 70 alcanzó cierta notoriedad en el panorama literario español por la publicación de dos cartas en la revista Triunfo (en ellas defiende la poesía social y critica la imposición mediática de una nueva estética, la del grupo de novísimos auspiciada por Castellet con su antología Nueve novísimos poetas españoles), y por la aparición de Fábulas domésticas (1972) en la prestigiosa editorial Ocnos (donde publicaron casi todos los novísimos), gracias al empeño de Manuel Vázquez Montalbán. Sin embargo, a partir de entonces publicó escasamente o lo hizo al margen de los canales comerciales, pues su apuesta estética resultaba difícil de encasillar por no acomodarse a los caprichos del mercado y quedó oscurecida por el éxito fulgurante del esteticismo de los novísimos.
En 1976 regresa a la enseñanza por motivos económicos, pero en 1978 renuncia voluntariamente. Por estos años debió de producirse un cambio en su rumbo vital: un alejamiento de los ambientes culturales salmantinos y un progresivo acercamiento a los de la marginalidad, así como su adicción a las drogas, causa de la enfermedad que provocó su muerte.
Vicente Vives distingue tres tramos en la producción poética de Aníbal Núñez. El primero, que denomina «poesía crítica», abarca el periodo comprendido entre 1961 y 1974. Incluye, además de sus poemas juveniles, los siguientes libros: 29 poemas, Fábulas domésticas -ya mencionados-, Naturaleza no recuperable (1972-1974, editado en 1991), Estampas de ultramar (1974, editado en 1986), Definición de savia (1974, editado en 1991) y Casa sin terminar (1974, editado en 1991). En ellos renueva la poesía social con una crítica mordaz a la dictadura, el consumismo y la cultura de los medios de comunicación de masas.
La siguiente etapa, la de la metapoesía, incluye las obras escritas entre 1975 y 1979: Figura en un paisaje (1974, se publica en 1993), Taller del hechicero (1974-1975, se edita en 1979), Alzado de la ruina (1974-1981, publicado en 1983) y Cuarzo(1974-1979, publicado en 1981 y 1988). En ellos reflexiona sobre la construcción del poema, la inutilidad de la poesía y la insuficiencia del lenguaje, de la palabra, para representar la realidad.
El último tramo, el de la poesía contemplativa (1980-1987), comprende Trino en el estanque (1981, publicado como plaquette), Clave de los tres reinos (1974-1985, se publica en 1986), Primavera soluble (1978-1985, publicado en 1992) y Cristal de Lorena (1987, editado póstumamente ese mismo año como plaquette). Poesía elegíaca que expresa la emocionada melancolía de quien, como ha escrito Vives, «ha sabido ver y comprender la belleza del mundo».
Respecto al primer poema, perteneciente a una obra de transición entre la primera y la segunda etapa, Rosamna Pradellas Velay escribe que en él la belleza «adquiere una dimensión estrictamente material que niega su sentido simbólico. La percepción material de la belleza implica un firme rechazo de cualquier otra finalidad (ser para algo) que no sea su entrega gratuita».
En el segundo, homenajea mediante la cita del título a su admirado Rimbaud. Este en Une saison en Enfir (Una temporada en el Infierno) incluye el poema «Mauvais sang», en el que el yo poético atribuye todos sus vicios a la herencia de los galos. Para Pradellas Velay, el poema es «una muestra de la deserción de los grandes mitos nacionalistas», pues la admiración expresada hacia los vacceos no se debe a sus grandes hazañas sino a sus ansias de libertad y a la emoción ante el paisaje.
Y añade que las dos partes del poema expresan una contradicción del propio sujeto. La primera presenta una característica positiva: el ansia de libertad y la apertura de las posibilidades estéticas. Dado que el yo poético se incluye en un contexto natural, es posible «identificar la búsqueda de esta Belleza con un intento de aprehender la sencillez del mundo natural. El conocimiento de la naturaleza excluye hasta ese momento la existencia del lenguaje, el cual exige compromisos convencionales que limitan al individuo. Este prescinde de todo convencionalismo y consigue llegar a la esencia, a la belleza, y, por ello, también al conocimiento de sí mismo». No obstante, como aspecto negativo, «el sujeto también claudica ante leyes y modos de vida extraños, alejados de ese mundo de lo bello, de la misma forma que lo hacían sus antepasados. […] Sin embargo, el sujeto sabe que posee un instrumento, el lenguaje, que debería alejarlo de los formulismos sociales, pero que no le sirve sino para alejarse de lo natural, porque está siendo pervertido una y otra vez», de ahí el final irónico de la composición que sugiere que el lenguaje ya no sirve como medio de conocimiento ni la poesía como revelación, todo está perdido porque el lenguaje se ha embrutecido y ha perdido su función primigenia.
(Tomado del blog El Hacedor de sueños)
marzo 14, 2017
Magnífico poeta, caro Alfredo.
marzo 14, 2017
JAMÁS PODRÉ OLVIDAR A MI HERMANO ANÍBAL. LO SIENTO SIEMPRE CERCA.
julio 21, 2017
Ahora todos son amigos suyos. Recuerdo en los años 80, la gente ni se acercaba a él como si fuera un monstruo… Que su genio artístico sea reconocido, está muy bien, pero por favor no olviden que las fuerzas burguesas que tanto critico lo dejaron tirado.