Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar una buena muestra del último poemario de Quintín García González (Piña de Esgueva, Valladolid, 1945), sacerdote dominico, poeta, narrador y periodista, quien desde hace años vive en Babilafuente (Salamanca). Ha ganado numerosos premios literarios, tanto de poesía como de relatos y novela corta. Entre sus poemarios publicados están ‘Carne en fulgor’ (2006, San Sebastián, Premio Kutxa Ciudad de Irún); ‘Del invierno a la luz’ (Asociación Cultural “El Zurguén”, Morille, Salamanca, 2009) y ‘Elegías para un tiempo de víctimas’ (2014, Accésit del VIII Certamen de Creadores por la Libertad y la Paz contra el Terrorismo. Y las novelas cortas ‘A título póstumo’ (2001, Primer Premio del I Certamen de Novela Corta Ciudad de Dueñas) y ‘Viaje y resurrección de Lázaro de Tormes’ (Hergar, Salamanca, 2013)
Quintín García participó en el XVI Encuentro de Poetas Iberoamericanos, dedicado a Fray Luis de León y donde una selección de su poesía apareció en la antología ‘Decíamos Ayer’, coordinada por A. P. Alencart.
SOBRE ESTOS POEMAS
Una breve nota, simplemente informativa, pues los poemas se presentan y defienden solos. El nuevo libro de Quintín, ‘Conversaciones íntimas con Teresa de Jesús’ (Editorial Bubokg, Salamanca, 2015, pp. 109) contiene dos poemarios en sí: ‘Carne en fulgor’, que ocupa la segunda parte del libro y que fuera publicado en 2006, con prólogo de Antonio Colinas, e ‘Íntimos retornos a Teresa’, absolutamente inédito. Ambos tienen viaductos que se conectan; ambos rezuman el todo de Quintín y de Teresa, pegados a la tierra pero sin distanciarse del Verbo: escritura y vida desde la humildad amparada en lo Sagrado, que también es el prójimo sufriente, antes y ahora.
Me he permitido titular ‘Cantico de Gotarrendura’ la selección de la primera parte que ahora mostramos para los lectores de España, Portugal e Iberoamérica, especialmente. Y así lo hago, pues de la visita que el poeta hiciera a dicho pueblo surgió ‘Íntimos retornos a Teresa’. Quintín aclara el por qué: “Gotarrendura, pequeño pueblo de la provincia de Ávila donde vivió parte de su infancia Teresa de Ahumada. Aun se conserva un rústico palomar, de paja y barro, al que alude la santa en sus escritos”.
Y aunque con motivo del V Centenario del nacimiento de Teresa de Jesús se han escrito numerosos libros en prosa y verso, de los poemarios yo rescato éste y ‘Sombra que desea ser iluminada’, de Verónica Amat.
Este, con fuentes en Gotarrendura, Teresa, los desprotegidos del mundo y Dios. Éste, donde Quintín García, buscando a Teresa, dice:
Pero hay siempre, cuando busco, testigos
de su aura en las orillas de los ríos, en los vertederos
de las megápolis amarillas o en la fuente del pueblo
lavándose el sudor de los caminos.
O en aquella tarde primera de fuego y luz, de teja
y adoberas, en Gotarrendura.
En sus señales bebo hasta cerciorarme
del vigor de su voz.
ALFREDO PÉREZ ALENCART
ÍNTIMOS RETORNOS A TERESA
1
Como un náufrago o sombra herida hace
al llegar a la orilla memoria del agrio
camino recorrido, así yo, desorientado aún
en la turbiedad de las aguas, azotado
de derrotas frente a La Fiera y su número signado
en el frontis de todas las megápolis, peregrino
de nuevo por las lacias posadas donde descansé
un instante en mis viajes contigo, Teresa de Cepeda
y de Jesús. Y siento cómo mi piel
florece de nostalgias de ti:
nos vimos
una vez, ¿recuerdas?: paja y barro, Gotarrendura,
destellos de ángeles heridos, sin trompeta
ni adarga, palomar relicario del Libro de los Siete Sellos
-Las Moradas- y vientos amarillos vestidos con ese azul
de mediados de septiembre que incuba desde siglos
y siglos ansias de luz en la gris intemperie de los caminos
(que se acuerdan de ti, niña de Ahumada, y recitan
tus versos a la vihuela esculpidos en el trantrán
de las viejas carretas).
Puro azul, desnudo, como traído
de La Anunciación de frá Angélico, que engendra
en los ojos gemidos por derribar tantas fronteras
entre el cielo y la tierra como la carne impone:
Gemidos
de la especie y sus urgencias íntimas, anhelante
por conquistar con estas manos tan de carne
y humo, como tú entonces, ese territorio
que no se sabe qué, o Rostro, o Luz, o Séptima
Morada más allá del infinito azul y del enigma.
Y más acá, sí, más acá, mucho más acá, o Rastro
de Él que olfateo en tu estela como sétter
viciado por los vientos que desprende la Caza.
O Hálito suyo, o aleve Latido que aprehendo
en la teja sin lustre, en el adobe mínimo
de Gotarrendura. En los rostros también de quienes
han sido vulnerados y arrastran sus pies, inocentes,
por las ténebres sendas en esta hora, desalentada,
en que reinan corsarios o piratas de ojos vacíos y garfio
que asaltan cada día con espadas de acanto
la esperanza de los ciervos heridos. Que defienden
su Isla del Tesoro y fuerzan al mar
a un parto repetido y repetido de máscaras fenecidas,
sin nombre, grises, marcadas con el número áureo
de El Becerro sobre sus pateras, escupidas como si abisales
alimañas asesinas cada noche contra mi televisión.
Y me enceguecen.
Nos vimos una vez, Teresa (que no la primera: aún
reprimo el vómito, la macabra repulsa ante el brazo
descuajado del tiempo), en Gotarrendura. Vine
desde la podredumbre resistida. Y el ansia. Vine
desde la Gran Tribulación. Arrebatado por el hambre
y la sed, con la cara signada con trazos
de un pasado sin frutos, con arena en las manos
y los ojos ya tuertos. Vine por si la Luz,
oh testigo de Patmos.
3
Sentí la luz allí, paja y barro, Gotarrendura, donde
nacieron tus pies primeros, andariega mujer
de indómita figura y Fundaciones. Donde brotó
tu sed de Mar. Y desde entonces aprendieron mis labios
a sorber, de bruces sobre secarral pajizo, de tu fuente
agria y dulce a la vez para mi sequedad.
Desde entonces gritan en mi noche las señales
de tu antigua trazada, Teresa: signos,
memoria, sortilegios.
Y han andado mis pies tras de tus pies buscando
en tus zureos de enamorada paloma mensajera –criada
en ese palomar de rojas tejas ahora restaurado- la música
callada, el amoroso silbo de Aquel que arde
en una zarza inextinguible y enamora: Vivo
sin vivir en mí…
5
Gotarrendura, paja y barro, memoria, rumor
de lumbres, frescor de frescos arroyales para mis ojos
calcinados en la aridez continuada del Berlanas, que es río
agostado que refleja desde entonces
la frigidez continua de mi frente:
Venía
hirviendo el aire, recuerdo, ¿tú no, Teresa? -sin duda
fuimos todos antaño primavera-, aquel viento
incendiado de las cuatro de la tarde, quizás
crucificado en las esquinas de adobe y solaneras.
Y en el pico exangüe de los pardales que agonizaban
detrás de las cortinas.
Venía
desde las rastrojeras y besanas por donde ardía aún
la noche de oscuras soledumbres y vacíos, de jinetes
rojo y negro de un nuevo Apocalipsis, de sombras
y promesas de amanecer por esos montes y riberas
de san Juan de la Cruz en Fontiveros, al otro lado
escaso, convexo de un páramo sin ritos
ni fronteras. (Por donde crecieron también, luminosas,
las tubas de fuego y armonías de Tomás Luis de Victoria)
Me traía el viento, herido de clarores y requiebros
de ángeles, las voces de Juan de Yepes
en las tuyas, Teresa: ¿Adónde te escondiste
Amado, y me dejaste con gemido?
Y reclamado, detuve mis pies, dolidos de tiempos
y de ausencias, por si lograba beber de aquella
frágil ánfora y saciaba los gemidos de la herida.
6
Fue allí, lejos de oropeles y de farsas donde
se declararon tus primeras guerras interiores
para dar alcance a la Paloma de tus vuelos.
Donde
estallaron tus primeras ansias de la Luz
que permanecen, verdecidas aún, en ese cofrecillo
de adobe y teja, palomar de Gotarrendura, y nos redimen
de la esbeltez soberbia de los rascacielos de Manhattan
y del espeso esplendor de las catedrales, hechas
torres de Babel de piedra y mármoles donde reina
La Fiera.
Como esa
basílica -¿otra?- que te han de construir, Teresa,
los traficantes, moderna y neoclásica -¡¡moderna!!-,
pero tan antigua como el deseo de encerrar la memoria
dolorida de El Cordero en la estrechez
de los muros y piadosos inciensos para no oír sus gritos.
Capricho
ensoberbecido, como los salvajes
acantos funerarios de los dioses, donde amaestrar
tu voz indócil, que construyó Moradas interiores, vuelos
del espíritu, torrentes incendiados de sueños
para la Reforma: palabras escritas con tu sangre
y trasverberaciones.
Basílica esplendente
edificada sobre los limos llorosos, violentados
de un Tormes trasvestido de lutos y torrenteras de protesta,
usurpado en cantos y fulgores por el crotorar vacío
de los faraónicos embalsamadores de su propia memoria.
Un Tormes que acaso llora por la estólida intemperie
de una colonia de lazarillos que mitigan los agrios
bebedizos de la crisis, tan cobardes, al solo abrigo inhóspito,
frío, de los atrios interminados del templo.
8
Sólo en la desnudez desvalida del adobe
y la teja, Gotarrendura, sólo desde la claridad
de tu memoria que allí habita, Teresa, se llegan
a oír los gritos de un Dios que se revela
en la pequeñez de la carne y del barro, en las heridas
de todos los que lloran. Sólo
ahí se oye el rumor de El Viento que hace nuevo
el camino del El Verbo hacia la carne y busca
allí morada para esta larga noche en intemperie.
Atisbo, sí, en la desnudez despojada de las cosas y su ebrio
silencio el parpadeo fugaz de las señales, el eco
rumoroso de unos pies, como de ángel, que acercan
a mis ojos, mi Señora Teresa, la pervivida
llama de tus palabras: …que muero porque no muero.
¿Cómo transverberar el grosor de los muros del Castillo?¿Cómo
indagar en el limo del foso –donde yo bebiera
con las salamandras hace un instante, un sueño- la llave
perdida que me abra los goznes de aposentos
más adentro y sacien los gemidos de la herida?, que no sea
vivir, sino estar muriendo.
9
Oigo los gritos de Él, que se muestran, como
en un espejo, en la debilidad de la carne, en mitad
de la oscura noche de cuantos han sido derrotados.
Debilidad de la carne y noche oscura de las que habláis
tantas veces los místicos y que han de ser
traducidas del culto -¡y oculto!- lenguaje
de las abstracciones y las algarabías líricas
por palabras rajadas de par en par como se raja
una sandía de carnosas rojeces, dulces, y se da
a los hijos al comienzo de una comida familiar: tomad
y comed:
palabras abiertas de par en par, como las largas
besanas de Gotarrendura, para decir que Evangelista
y Jacquelin y Lino tenían hambre en una aldea
de la República Dominicana, Vallejuelo, de fresa
y piel caribe, ¡hambre!, como tuvieron hambre
su madre y su abuela, ¡hambre!, y su perro Chingolo
que pulula desvencijado y tiene sueños –¡por el hambre!-
en la noche oscura de su alma con una perra
yankee, Lesli, que le ofrece restos de hamburguesa
y ración de desprecio y coca-cola -¡toma, come, sucio
perro latino!- debajo del puente de Brooklin, una noche
y otra noche, cada vez más oscuras.
15
Claro que es un Dios pequeñito, apenas
sin mayúsculas ni grandes catedrales -¡qué lástima,
tan hierático y carnal el Pantocrátor!-, desvalido
como esa luz melocotón, primera, que escinde
el día de la noche sin un ruido. Pequeño
y primigenio como el pan, la lluvia, el aire,
la tierra, el fuego, el silencio, la noche,
la palabra inicial balbucida de un niño, el balido
del viento. O el de un cordero recién nacido
en el páramo adusto.
Un Dios frágil
hecho carne en un rostro con síndrome de Down –que no
en los negros jinetes que extienden las plagas
de La Bestia y sus sicarios del FMI y el Lehman Brothers-;
hecho temblor en una rosa nacida ya en noviembre
frente a las heladas asesinas.
Hecho mano tetrapléjica pendida de una silla
de ruedas, desgajada, y el ojo, sin embargo, abierto,
muy abierto. Un Dios herido como una lágrima negra. Derrotado
con la muerte que llega y golpea, ciega, cuando llega
y cuando quiere y es puerta que se abre, sí, pero cierra
también tantas ventanas y por ello nos parte en dos, amargo
cuchillo tártaro o cuerda rota de un viejo violín, amuleto
obligado y costumbre, la muerte. A veces
alimaña en la noche y vértigo sin fondo ni horizonte.
A veces cima última (con Dios al fondo) que corona
la andadura, larga, por lugares inhóspitos y, piadosa,
con otra faz y con flores de los hijos a los pies, nos descansa
del agrio espesor de los ojos y sus llantos.
16
Yo abrazo en mi corazón a un Dios sin tiara ni sutiles
vestes escolásticas, sin insignias de patrón ni férreas
armaduras para las Cruzadas, sin poderes
de demiurgo -¡qué lástima!-, desvelado sólo
en el fulgor oscuro de la zarza y el desierto, en el inane
adobe que construye y abriga, guarda, fiel, el frescor,
la memoria, Gotarrendura, pero no relumbra ni embelesa
como los rosetones rojiazules de las catedrales góticas.
Un Dios a modo y semejanza del Nazareno aquel, débil
por extraño ser en tierra extraña de espadas y de templos
al que rompieron como se rompe en mil pedazos un cristal
que nos refleja y señala: el sanador que incendiaba
las cuencas vacías de los ciegos. Urgido
de prisas y de amores, como lo pintó
Pasolini en la pantalla.
23
Amo, sí, Teresa, a ese Dios que se quedó a vivir
en las cuencas sajadas de las víctimas.
Amo y lloro y rabio a la vez
cuando me siento frente al televisor y escucho
el crujir desvencijado de las pateras
contra las puertas del Fuerte y el ¡bum! ¡bum! de los cañones
que defienden la Isla contra los salteadores y leprosos.
Recojo todos los días, todos los días, a los pies
de los periódicos los ojos negados ya para la luz
de la mañana, de quienes han sido gaseados esa noche
en este nuevo viejo Holocausto que nos posee
como una nube tóxica que todos respiramos, todos,
todos. Nube regurgitada por los belfos
soberbios de La Bestia.
26
Los del hambre y la sed, los ciervos huidos
a las viejas catacumbas se preguntan entonces: ¿Cómo
adorar a Dios después de Auschwitz…? ¿Cómo
indagar su Rostro, Teresa, de piadosos fulgores
y leer al mismo tiempo las viejas historias de Cruzadas
en su Nombre, antiguas y recientes? ¿O estar viendo
las máscaras pintadas de muerte, descarnecidas, desdivinizadas
del África negra, de Irak, Afganistán y Palestina
todos los días, todos los días?
Mejor
seguir estando huérfanos de dioses tan sanguinarios.
¿Quién será seducido por el Alá incendiario de las Torres
Gemelas descuartizadas por un keroseno sacrificial
y yihadista? ¿Y por el Alá de las vías del tren
asesinadas que segaron caminos para siempre y pararon
a sangre y fuego el alba en el reloj de la estación de Atocha
un 11 de marzo, tan temprano, sin alba, de 2004?
Sólo las hienas de la ira.
28
Por eso me es imposible ya –¡y a tantos!- vislumbrar
su Rostro en los rayos de luz en oro recamados
ni en los rosetones de catedral hechos
vidriera y luz, dios antiguo y medieval desvelado
en las formas domadas de la piedra y sus colores:
Kyrie eleison, Christe eleison, Kyrie eleison.
Rezar ahí, arrobados en el paraíso
fariseo del incienso, dulces
polifonías de Palestrina en connivencia
con los coros arcangélicos sumirá, Teresa, a las almas
en los altos grados de la posesión beatífica (o lo que sea), mas
hiela el ansia enrojecida de justicia y las manos
ateridas de inviernos de cuantos anhelan oír
otra música para su lepra ante las puertas
blindadas de las catedrales.
Y, además -lo digo
porque lo he experimentado en mi piel de ebrio
consumidor de sangre de machos cabríos
y de inciensos-, los cantos arcangélicos
entumecen la carne –no en vano han de ser
oficiados por castrati- para la pelea de Jacob
con el ángel en el filo mismo entre la claridad
y las sombras de la que salió herido en el talón
y anduvo cojo el resto del camino.
Como tantos,
como yo, heridos por la pasión y la búsqueda, y la duda
y quizás el silencio. Y la noche oscura (como
tú, Teresa, como fray Juan) y la tiniebla
y la desesperación y la rabia o el vacío
de un mundo de víctimas.
¡Cómo rezar, sí, al Dios de El Cordero
después de Auschwich!
Silencio, silencio, silencio…
30
Pero yo sí recé, Teresa, en Gotarrendura
a un dios débil, sin mayúsculas, de barro
y teja que llora y llora sin consuelo en los inviernos
de la lepra, tiritando.
A un dios derrotado en Auschwitz, Hiroshima,
Siberia…; deshumanizado en Guantánamo y Abu Grahib
y en las dictaduras del cono Sur, Este, Oeste
y Norte que comulgaban con hostias de sangre torturada
y crimen; negado en Jerusalén y Gaza y en el Templo
de mármoles azules de Wall Street; pintarrajeado
de señor feudal de cetro y trono en los palacios
de las tibias marquesas y los cardenales
color púrpura.
A un dios
en llantos, sin poderes, inconsolable junto al cuerpo
roto y magullado, por los hierros y cristales, de Verónica,
derribada de sus 21 años núbiles al borde
de una carretera hacia la gloria
que sin embargo conducía a ninguna parte:
hacia la muerte.
31
También recé a ese Dios vegetal, apenas
una dulce semilla de maíz, de cebolla, o
unos ojos grandes, grandes, negros, negros,
de patoja maya que sonríe y baila como María
y Lino y Evangelista cuando el sudor
de sus manos andinas o caribe son capaces
de hacer llover café.
Recé si rezar fuera escuchar una luz más allá
de las piadosas monsergas para urgir
mis manos a la misericordia: a rellenar
de carne tantas cuencas vacías
hasta recobrar la vista. Y con ella, luego,
hendir los ocultos celajes del enigma.
Seguiré rezando, Teresa, contigo, por si logro
abrir, al fin, los goznes de tu Libro de los Siete Sellos, escalar
las arriscadas almenas de El Castillo, guarecerme
en las dulces Moradas donde habita la Luz. Y hacer
crecer un palmo con tu herencia de vuelos
y Reformas el mundo en el que habito.
EPÍLOGO
α
Pues sí que me ha traído lejos aquel fulgor íntimo, desnudo,
de Gotarrendura, paja y barro, palomar
relicario y vientos amarillos vestidos con ese azul
de mediados de septiembre.
De aquel pozo o fuente tanta luz, tanta clara
memoria de ti guardada entre el cielo y la tierra, inextinguible,
azul. Allí fue el fuego que arde los ojos y purifica
la lengua para el canto. Y las claras
cenizas amarillas de septiembre hechas señal y signo, hechas
don, manantial, que sembraron de nostalgias mi mirada
por ti, Teresa de Ahumada y de Jesús. Y orientaron
mis pies tras de la Zarza:
β
Vi allí un cielo abierto y tú, Teresa, montada
en un caballo blanco como jinete del Apocalipsis, recorrías
los páramos, yermos, de la Gran Tribulación
con el Libro de los Siete Sellos en la mano derramando
sus hojas de nieve y luz sobre las cabezas
de los humillados por la Sierpe y sus estatuas.
Hasta que fuimos rescatados del oprobio. Y recibimos
un salario de luz.
Vi también una tierra nueva incendiada por la ira
de los mansos de donde eran expulsados los idólatras
y paseada por las calles, sin diadema de zafiros
ni afeites, desnuda en su mentira áurea, la Gran
Prostituta de Babilonia (que seguía
ofreciendo salvoconductos para el miedo)
γ
Pero en otro escenario veía cómo el Dragón
de las siete cabezas y sus secuaces, uniformados
por el diseñador de la Guerra de las Galaxias, antes
de que dieras a luz, Teresa, perseguían ya
los frutos de tu cálamo. Y al nacer
tus palabras, indómitas teas incendiarias, callada
música de guerras interiores y altos vuelos, eran
arrojadas a un paisaje de huesos desolados:
sarcófagos en mármol recamado, esplendentes
pináculos de torres de Babel –torres KIO, torres
Petronas, torres inconclusas, aserradas, de la basílica
de Alba, la Gloria de Bernini hipostasiada-, lacias
flores de acanto, relicarios en plata y telarañas, construidos
para ennochecer tus luminarias y proclamas
en oscuros corredores y rancias
volutas de incienso y terebinto.
Hasta que un día fueron derrotados
los secuaces del Dragón: allí
los iniciados recibieron sobre su frente
la sangre de El Cordero y su estandarte:
δ
Vi sentados al banquete a tullidos, ciegos
y a tantos arrojados al borde del camino, a los lacerados
por la lepra: a Lino, Evangelista y al perro Chingolo.
Y a María y Glicia. Y a Roberto en las selvas
dulces del Perú, vestido de amahuaca y con la voz
ronca, gritona y núbil de los viejos profetas. Voz
sepultada en el vacío por el rotor potente
de los helicópteros que reconquistan el gas de Camissea
y su oro líquido.
Vi juntos, como en un concierto
ingente de rock, a los 144.000 ahogados en las venas
abiertas de la América Latina y África.
Sitial también, primero, en ese Trono
para Andresito, que llama ahora a mi puerta, sin noche
ni día en su mirada, saludando con su lengua
de trapo párvula, y me trae un ángel niño
en sus ojos de Down: un ángel testigo
en barro y teja del Reino de El Cordero.
ε
Huye luego de mí la visión y sus destellos
cuando bajo del monte y se anegan mis pies
en las arenas calcinadas de las sombras, ¿dónde
la luz?
¿Dónde
el silbo amoroso de la música callada
escuchada más arriba a las puertas
de la Séptima Morada o dulce
Territorio que no se sabe qué?
Una y otra vez vuelve, después de la dulzura y el frontal
esplendente de las cosas, el reverso, la noche
oscura, la derrota, ese amargo entramado o textura
de tierra de lo humano y su agrio
perfume. Vuelve la oscura noticia de Dios
como una herida abierta, sin sutura.
ζ
He ahí la tarea o lucha de Jacob con el ángel
en cada amanecida a pesar de ser una y otra vez
herido por él en el talón: mantener limpias
las adargas para una nueva pelea por si un día
lograra alcanzar –más allá del vencido
destino de Sísifo- la cima del Enigma y sus señales:
esa Luz más intensa, más intensa, y ya no
cegadora. Y desvelar, al fin, su Rostro.
O al menos oír, veraz, el sereno
bramido de un Viento impetuoso
que mantenga vivo en mí el fuego,
la espada y el anhelo.
Mientras tanto aprenderé a andar, aunque herido,
los caminos. Pero altivo. Por eso, a pesar
del naufragio y del aullido álgido del miedo, y del hastío,
pienso hacerme otra vez a la mar de tus altos
vuelos, Teresa. Antes de que me quede
definitivamente varado en la sal y el llanto, azotado
de derrotas frente a La Fiera
y sus Crisis deicidas..
y ω
Postdata:
¡Volveremos a vernos, Teresa, en la luminosidad
de tu Libro de los Siete Sellos, oh testigo
de Patmos!
Y quizás, de nuevo,
en Gotarrendura, paja y barro, palomar
relicario donde anida la eterna
memoria de tus vuelos, brasa ardiendo aún
en las noches oscuras de mi mediodía, rocío febril
contra el olvido y los ídolos.
¡Dios te guarde!
Alfredo Encinas, Quintín García, Jacqueline Alencar y Alfredo Pérez Alencart, en Babilafuente, años atrás.
El pintor abulense Eugenio López Berrón
Sobre el museo López Berrón, en Gotarrendura, puede verse esta página:
http://www.museolopezberronarte.org/p_interior_museo.htm
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