El poeta costarricense Carlos Bonilla
Crear en Salamanca tiene el placer de publicar esta reseña escrita por el costarricense Adriano Corrales Arias (San Carlos, 1958). Poeta, ensayista y narrador. Es profesor e investigador del Instituto Tecnológico de Costa Rica donde dirigió la revista “Fronteras” y el Encuentro Internacional de Escritores. Ha participado en múltiples festivales y encuentros de escritores nacionales e internacionales. También escribe teatro y colabora con varias publicaciones nacionales y latinoamericanas. Sus publicaciones son, entre otros muchas: Tranvía Negro (Poesía,1995); Los ojos del Antifaz (Novela, 1999; La suerte del Andariego (Poesía, 1999); Hacha Encendida (Poesía, 2000); Profesión u Oficio (Poesía, 2002); Caza del Poeta (Poesía, 2004); El jabalí de la media luna (Cuento, 2005); Balalaika en clave de son (Novela, 2006); San José varia (Poesía, 2009); Teatro, Comunidad, liberación e interculturalidad. El proyecto teatral de Rafael Murillo Selva-Rendón (Ensayo, 2011); Samsara (Poesía, 2012); San Lucas, Ciudad Quesada 2011 y otros poemas (Poesía, 2012); Cuaderno de Notas (Ensayos, 2012); Diario del amante (Poesía, 2013) y Todo tiempo futuro (Poesía, 2014). Como compilador ha publicado Poesía de fin de siglo. Antología de poesía nicaragüense y costarricense (2000); Sostener la palabra. Antología de poesía costarricense contemporánea (2007) y Narrativa masculina costarricense (2011).
Corrales estuvo en Salamanca como poeta invitado a los Encuentros de Poetas Iberoamericanos, algo que hará en esta XXII edición el poeta Carlos Bonilla.
CAMPANAS BAJO LA NOSTALGIA O SOBRE EL AMOR Y LA ESPERANZA
(Campanas bajo el mar, Ediciones Perro Azul, San José, 2019)
La impronta de la poesía nicaragüense en la costarricense es cada vez más notoria. En el caso de Carlos Bonilla se trata ya no solo de la poesía sino del territorio y sus entrañas; es la impronta de Nicaragua en su poesía y, por qué no decirlo, en su vida. Pero no solo del territorio sino de su historia, sus avatares telúricos y su abigarrado mundo sociocultural y político. Un mundo que se feminiza a medida que nos adentramos puesto que la mujer es determinante en la cosmovisión poética de Bonilla.
Lo anterior, ligado a una concepción teológica, que no religiosa, hacen de la poesía de Carlos Bonilla una propuesta estética singular y demarcada dentro del canon costarricense. Es una poesía que bebe del exteriorismo y de la experiencia pero se manifiesta en un manojo de imágenes muy propias a fuerza de lecturas bíblicas y del cotejo con otras poéticas hispanoamericanas. En esa perspectiva la nostalgia es un componente sustancial dado que la historia, o si se prefiere, el transcurrir del tiempo, convierte al sujeto lírico en un narrador de vivencias que se entrelazan y copulan en un pasado/futuro que es un eterno presente. Esa nostalgia se entrevera con un proyecto que pudo ser pero no fue.
Y entonces surge la palabra como elemento unificador de esos tiempos y de nuevos proyectos, ya no en el plano sociopolítico sino en el ideo estético y ético. Dicho de otra manera, y a riesgo de parecer ridículos, como diría el Ché Guevara, esos proyectos son el AMOR como centro vital del hecho poético, como sustancia que hace posible las palabras para que estas vehiculicen al mismo amor, es decir, a la poesía. Porque es en el acto amoroso, en la entrega, en el nudo erótico, donde se funde la humanidad en la unidad; es el preciado encuentro de esos “condenados a muerte” que revolucionan los pluriversos, ya no como luchadores o militantes, sino como amadores, como amantes.
Es que la poesía, como el amor es “juego y adivinanza”, también misterio y alabanza. Es allí donde reside el núcleo de la vida, es en ese juego donde se adivina la sustancia divina como práctica y salvación humanas. Es “la apuesta para llegar a la frontera. Y desbordarla”. Es “la física cuántica” del quehacer poético, es decir, del quehacer erótico, como espejos pluridimensionales que reflejan y refractan la vida en toda su compleja infinitud y trascendencia. He allí el “discurrir del tiempo sin tiempo”, “el ineludible eón de la eternidad”, que es la única manera de recobrar el paraíso y vencer los fracasos en la vida social y política.
Foto de José Amador Martín
El libro del cual estamos hablando se divide en cuatro partes. La primera (que comprende a la segunda), tercera y cuarta tienen subtítulos: Managua: el amor y la angustia, Campanas bajo el mar y Pasos de gato. La primera es, como ya lo hemos subrayado, una suerte de ofertorio donde el amor preside como actividad suprema. En la segunda hay un repaso más puntilloso sobre el héroe nacional de Nicaragua, Augusto César Sandino, quien se despliega en dos tiempos de lucha frente a una tiranía de “dos cabezas”. Es la lucha antiimperialista en Las Segovias y la conversación con un jardinero en una Managua escindida entre sandinistas y apóstatas donde el hablante lírico se desdobla “Como si fuera un somocista / Como si fuera un orteguista”. Así pasan los buses por Managua con los dolores de los caídos por la nueva satrapía a pesar de la quietud del lago Cocibolca.
Llega pues la noche de los nuevos asesinos. Caen los muchachos, truenan y resuenan los fusiles y las patrullas se acercan escandalosas rompiendo puertas y violentando las madrugadas con el sello de la represión de siempre. Hay intertextos entre viejas consignas, grafittis, textos novelísticos y poemas con la sangre y el dolor de siempre por las calles de la martirizada ciudad que se imagina bailarina de salsa con jardines de árboles metálicos. Jardines del mal. Jardines posmodernos de la utopía fraudulenta, de la poesía impostada, de la revolución traicionada.
En la tercera parte, misma que le da nombre al poemario, Campanas bajo el mar, hay un diálogo fuerte con el Creador Supremo según la teología liberadora del hablante lírico. En consonancia con la Noche oscura de San Juan de la Cruz, el diálogo se convierte en profunda introspección y en duda existencial y teológica como muchos personajes bíblicos que fueron puestos a prueba por su Dios, caso de Job. Abre con un poema estremecedor que vale la pena citar in extenso pues clama: “Aplástame Aplástame Aplástame. / Quebrántame como a Job / y envíame consuelo con tres imbéciles sabios; / como a Abraham, despréndeme de la tierra y de la /casa de mis padres; /como a Jeremías, enciérrame en un muro de lamentaciones y hazme maldecir /el día en que fui parido; / hazme trampa, como a Jefté, a quien diste victoria /sobre los amonitas, mas al precio de muerte de su única hija; / como a Elías, provócame la angustia de ser raptado / en un carro de fuego y / desaparecido del mundo de los vivos; / como a Jonás, haz que un Leviatán me trague, y como a Moisés / impídeme alcanzar la Tierra Prometida; / como a Juan el Bautista, abandóname a la mortal / lujuria del Poder; / como a Judas, escógeme para ser el hijo de la traición, / el instrumento de tu sed de / sangre y sacrificio, y luego llévame hasta el árbol de / la desesperación; / como al Nazareno, pónme a jugar de ilusionista / y taumaturgo, angústiame hasta que mi sudor se convierta en sangre, y luego crucifícame”.
Foto de José Amador Martín
La nostalgia en este apartado se torna lúgubre y dolorosa. El hablante se encuentra solo en esa noche oscura del alma y sortea los obstáculos oníricos e históricos hasta que logra encontrar las puertas del amanecer. El poema alcanza el tono de la oración que susurra en una conversación interior con Dios y con otros poetas y místicos. Pero, a su vez, el diálogo se ensancha y se aprovecha para hacer homenajes a otros creadores artísticos que han develado esas agudas circunstancias con otros lenguajes, caso de Rafael Ottón Solís, uno de nuestros mejores artistas visuales sobre todo en el amplio terreno de las instalaciones (la hermosa portada del libro está basada en una obra de Solís). La vida entonces se torna circular como el karma que nos retrotrae a las revoluciones truncadas, a esa suerte de Sisífo en un eterno retorno tropical.
Entonces el espacio se ensancha más allá de la Mesoamérica aludida hasta el Valle de Anáhuac, “la región más transparente«, donde la serpiente emplumada espera el regreso de los dioses para reivindicar a sus gentes con un renacimiento histórico. El poema se torna lamento y letanía, pira sacrificial, bosque sagrado, catedral sobreimpuesta a las pirámides que, como campanas silenciadas, sobreviven al grito de la conquista. Así, como la historia, la palabra regresa a nuestro entorno para recordar a las mujeres de Amubri “con la oscurísima estrella de sus ojos / con el silencio profundo en donde Dios habita…”. Es el homenaje a nuestros ancestros americanos, especialmente al pueblo Boruca en el sur de Costa Rica que resiste, desde hace más de 500 años, la violenta imposición colonial.
La cuarta y última parte, Pasos de gato, es un agregado, según mi criterio, innecesario. Hay hermosos poemas sobre el oficio poético y su responsabilidad ético/estética, así como sentidos homenajes a poetas nicaragüenses tales como el maestro Carlos Martínez Rivas o Ernesto Cardenal. Sin embargo, rompe con la unidad intrínseca del libro y su armónica fortaleza. Pero quizás esto sea un señalamiento subjetivo y menor ante la solidez poética que muestra este poemario el cual, sin duda, es producto de la madurez del poeta y de su plena confianza en la palabra y en la vida. Es, finalmente, un canto de amor y de esperanza ante los iracundos signos de los tenebrosos tiempos que corren.
Adriano Corrales Arias en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de José Amador Martín)
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