‘BARRO DEL PARAÍSO’, LIBRO DE REVELACIONES INDISIMULABLES. COMENTARIO DE JUAN CARLOS MARTÍN COBANO

 

 

1 Alfredo Pérez Alencart con su libro (foto de José Amador Martín)

Alfredo Pérez Alencart con su libro (foto de José Amador Martín)

 

 

 

Juan Carlos Martín Cobano (Carmona, 1967), filólogo, editor, librero, traductor y misionero (no necesariamente en ese orden) de origen andaluz y formación catalano-aragonesa. Ha impartido talleres y dictado conferencias en distintos países con la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos (ALEC), es asiduo del encuentro Los Poetas y Dios (Toral de los Guzmanes, León), del Encuentro Cristiano de Literatura (Salamanca) y del Encuentro de Poetas Iberoamericanos (Salamanca). Fundó una librería y una pequeña editorial, Setelee, pero se gana la vida como freelance para distintas editoriales estadounidenses. Hasta enero de 2018 fue secretario general de Alianza de Escritores y Comunicadores Evangélicos (ADECE) y en la actualidad es secretario general de la TIBERÍADES, Red Iberoamericana de Poetas y Críticos Literarios Cristianos. Poemas y textos suyos se encuentran en las antologías ‘Los frutos del árbol’ (2015), ‘Explicación de la derrota’ (2017) y ‘Por ocho centurias’ (2018).

 

REPORTAJE FOTOGRÁFICO DE JOSÉ AMADOR MARTÍN

 

2 Miguel Elías, Juan Carlos Martín y A. P. Alencart (foto de José Amador Martín)

Miguel Elías, Juan Carlos Martín y A. P. Alencart (foto de José Amador Martín)

 

 

‘BARRO DEL PARAÍSO’,

LIBRO DE REVELACIONES INDISIMULABLES

 

Un poeta que no deja ninguna palabra al azar no podía entregarnos este título sin invitarnos a indagar en sus significados. El barro es el elemento primigenio, el de nuestro origen como obra de manos ajenas y como seres necesitados de aliento de vida; el barro nos recuerda nuestra condición primera y última como polvo, pero “polvo enamorado” en ambos extremos de la historia, o en el punto de cierre del círculo. Como barro, somos poca cosa, pero tenemos bien clara nuestra esencia primera y nuestro destino; como arcilla básica, siempre necesitada de un agua vital y de unas manos conformadoras, conocemos bien la sed, la fragilidad y la transformación permanente y dirigida. Miremos en este momento el poderoso cuadro de Miguel Elías que sirve de portada al libro. Como barro del Paraíso, recordamos sin embargo el carácter sublime de nuestra humilde naturaleza, por su origen y por su destino. Nos vemos obligados a recordar las palabras del apóstol Pablo a los corintios: “Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros”. Somos algo frágil e insignificante a primera vista, pero con un origen, una esperanza y una misión “portadora” que nos satura de significado.

 

No diría yo que estamos ante un poeta místico, al menos no en el sentido usual. Aunque me consta la enorme admiración y el vínculo hondísimo de Alencart con, por ejemplo, San Juan de la Cruz, me atrevería a considerarlo más profeta que místico, más cercano a León Felipe que al de Yepes. Digo así porque las cadenas que atan a Alfredo a la denuncia de las injusticias de este mundo, de las incongruencias de la religión humana y de las desigualdades evitables le impedirán siempre entender la unión con Dios como desapego de lo terrenal, de lo polvoriento y arcilloso. El tesoro está ahí, que nadie lo dude, pero la vasija es de barro. Si en el proceso místico hablamos de tres pasos, la vía purgativa, la iluminativa y la unitiva, aquí tenemos uno solo, el asalto. En sus poemas encontraremos la referencia, casi sacramental, al vino, a la sangre, que solventa con una gota repentina la vía purgativa, al espíritu del Gólgota que sopla ese barro; también la referencia a la Palabra, la revelación, tanto por el legado escritural como por el Logos encarnado y la comunicación espiritual, que nos imputa ya resuelta la vía iluminativa; hallamos además referencias a la comunión con Dios como un don que no es recompensa por ningún proceso iniciático, sino que precede y anula por completo cualquier iniciación, pues es, insisto, un don, algo recibido, un regalo que permite a través del Cordero, el acceso a los frutos de la vía unitiva ahorrándonos (a nosotros, no a Él) el tránsito. Tampoco son típicamente místicos los resultados de su vía unitiva porque aquí no hay ningún vaciado total de la voluntad del poeta para sumergirse en la sola voluntad de la meta divina; no, lo que Alencart busca es una sintonía de voluntades, en la que una, la del poeta, tiene lógicamente el cometido de afinar el dial y de convertirse en diáfano altavoz de lo sintonizado. Y la poesía es insuperable en ese cometido.

 

 

3 Intervención de Juan Carlos Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

 

Intervención de Juan Carlos Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

 

El asalto del cielo hace llover, como dijimos antes, la vía iluminativa sobre la cabeza y la voz del poeta que abrió su puerta al Amado Galileo. La revelación, mediada en la contemplación del Cristo hecho hombre, muerto como criminal y resucitado como primicia y garantía, nunca puede reflejarse en jactancia de vocero sabelotodo y autoritario. Nada de eso; el poeta profeta habla siempre desde el barro y desde el asombro. La poesía como forma de nombrar la provisión es otra forma de la revelación, esa provisión es el maná los israelitas al recibir pan del cielo en su peregrinación cuando ya habían sido salvados de la esclavitud y del exterminio pero todavía no estaban en la tierra prometida. Ellos le pusieron un nombre a ese sustento sobrenatural: maná, que significa sencillamente “¿qué es esto?”. Esa expresión fundamental de asombro está presente en buena parte de la poesía anclada en lo divino y, ahora habla el comentarista, debería caracterizar, si no lo hace ya, todas las demás formas de poesía, todo el arte que en verdad lo es.

 

Enarbolar la conciencia de lo divino en una cultura y una intelectualidad sujetas a paradigmas reduccionistas te encierra en desfiles con capirote encaminados a hogueras de distinto signo. Ya desde el segundo epígrafe, tomado de Cartografía de las revelaciones, anuncia su actitud ante estas amenazas, generalmente veladas: “Barro del Paraíso con espíritu del Gólgota soy, / y perdono lo que me hacen y perdono / lo que me harán” (p. 11).

 

Ejercer la independencia y el espíritu crítico, aunque siempre cristocéntrico, en una cultura religiosa o eclesial, incluso la propia, sin mirar hacia otro lado ante las incoherencias ni conformarse con caramelos o baratijas te convierte en blanco de críticas, casi siempre embozadas, que son otra forma de hogueras. De ello nos habla en un poema con título tan explícito como “No me quemarán en sus hogueras”. Ante la injusticia, la hipocresía farisaica y la intolerancia, él no puede guardar silencio, conocedor además de que no le aguarda “ningún silencio en la hora infinita”. Su discipulado directo a los pies del Amado Galileo (“Yo pertenezco al Amado: su ejemplo me destetó ya maduro y sudo en pleno invierno y desde mi pecho dejo ver la brasa de la resurrección”) explica la osadía emulativa de echar a los mercaderes de lo sagrado, no con un látigo de cuerdas, pero sí con “un par de escobazos”. A veces tiene que aconsejarse a sí mismo, como le aconseja a Lázaro, el resucitado, mejor “hazte el muerto” (p. 55), pero la vida rebosa y revienta las vendas.

 

4 Alfredo Pérez Alencart y Juan Carlos Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

Alfredo Pérez Alencart y Juan Carlos Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

 

En el tercer poema, “Los que despiertan temblando”, el poeta profetiza juicio contra los que confían en sus riquezas, poder y superioridad social o incluso moral, los que cerraron la puerta. La justicia les dice, por boca de nuestro autor: “durante largo tiempo golpearán la puerta que ellos mismos cerraron”.

 

El profeta puede pronunciar juicio, pero nunca desde la ilusa idea de que él es mejor o más alto que los demás. Si algo tiene, es por gracia. Si no le visitó el ángel exterminador, sino el “Ángel de sobrevivencia” (p. 23, cuarto poema), que lo protege de perseguidores y amantes de las hogueras, es porque este “ángel aparecido el primer día de los siglos” ha marcado su puerta (verso 8). No cabe entonces vanagloria ni justicia propia, sino comprender “su triunfo con grande escalofrío”.

 

El poeta es profeta porque arde en revelaciones indisimulables, pero con eso tampoco se está colocando por encima de los demás en cuanto a sabiduría. La fe, según la carta neotestamentaria a los Hebreos, es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”, pero también es, como leemos en el Evangelio, el resultado de atreverse a ser como Tomás, el que dudaba. Es famoso el episodio evangélico posterior a la resurrección, cuando este gemelo dijo que no creería en la resurrección de Jesús hasta tocar las marcas de su cuerpo crucificado, y efectivamente creyó hasta el punto de confesar no solo su resurrección, sino su divinidad. Una gran duda le trajo una gran revelación. Pero Tomás, y esto se nos olvida, fue también el que preguntó, cuando todos los demás asentían en falso, “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo pues, podemos saber el camino”. Ante la confesión de esa duda, recibió una de las más preciosas revelaciones evangélicas: “Jesús le dijo: Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn 14:4-6). Así pues, vergüenza ninguna a la hora de manifestar la duda y confesar la ignorancia, por muy profeta que uno sea: «Acerca tu oído divina criatura pues quiero hacerte algunas preguntas antes que desaparezcas», le dice Alencart al Ángel de sobrevivencia.

 

5 Portada de Barro del Paraíso, con pintura de Miguel Elías

Portada de Barro del Paraíso, con pintura de Miguel Elías

 

 

Esto se traduce también en poesía semejante a la del rey David cuando le decía a Dios “¿Por qué me has abandonado?”. Son palabras que hizo suyas el propio Mesías, ¿cómo va a pretender superarlo el poeta? Así se constata en un poema con los pies en el suelo, “En el lugar de los hechos”: “Estoy / clamando a Dios como un Job que roza la blasfemia,/ herido por dentelladas que me dejan destrozado / hasta meterme en el horno expiatorio como un lucifer / incriminado”. Sin embargo, también como en los salmos bíblicos, concluye anticipando su victoria: “Mando la desgracia monte abajo y ocupo el lugar / señalado, blandiendo la espada que parte en siete / al jinete de la maldad”. La fe, la experiencia cristiana, no es, pues, una retahíla de pétreas seguridades, pero sí es la conciencia de una compañía transformadora. En el poema “Ubi pusuistis eum?”, clara referencia al relato de la resurrección, si uno le pregunta al poeta, como hicieron María Magdalena y sus compañeras, ¿dónde está el Maestro?, te dirá que está con él, pues confiesa: “Traigo acopio de ese cuerpo que va con todos […] Reconocí al dueño del amor cuando tocó mi puerta / pidiéndome posada con jubilosa mansedumbre. / Su cuerpo está conmigo…” (p.39). Pero también comparte con los demás su esperanza: “El cuerpo vive a diario, pues memorable es su muerte / y toda piedra de entrada acoge su sombra latente; / y todo corazón tiene noticia de la herida del hombre”.

 

Esta fe sincera y vivida en el día a día, no es, como hemos visto, un dosier de dogmas combativos ni de seguridades de ojos vendados. Existe en muchos sentidos una plena satisfacción infundida por el asalto de lo divino, como mencionamos antes, pero no por ello estamos exentos de la sed. Somos barro, del Paraíso, pero barro después de todo y, como dice en el segundo poema, el hombre es barro sediento. Cabría esperar agua para calmar nuestra sed, pero no es tan sencillo. Tiene que ser agua con chispa, con llama dadora de vida, y eso se llama vino, es decir, la sangre de Cristo. Tanta es la sed que el poeta afirma: “Mi copa tiene el tamaño de un cráter que vive en mí / como la carne que es palabra de la última vendimia”. Por fuerza nos llevan estos versos a los de un libro anterior, Cartografía de las revelaciones, con poemas como “La mesa está servida” y “El vino de la esperanza”, donde el fruto de la vid ocupa también un asiento presidencial. El vino es memoria del milagro, bálsamo presente y ancla de esperanza: “Mi copa guarda rastros del agua convertida en vino, / del vino convertido en sangre y de la sangre convertida / en manantial que riega Palabras para cantar sin oquedad” (p. 19). Ya en el primer poema, verdadero y contundente epígrafe de este Barro del Paraíso, se nos invita a esta libación, aun antes de convertirse en vino: “Tómese el agua que no enferma hasta lo terrible, / el agua que la gente dice que llueve dentro, / cual lágrima Pescadora…”.

6 Intervención de Miguel Elías (foto de José Amador Martín))

Intervención de Miguel Elías (foto de José Amador Martín))

 

 

Está muy presente en varios de sus poemas lo que aquí llamaré “la potencialidad humana”. Lo veo en “Cual pájaro apresado”, que encierra en su “pecho una flor [ que] va ensanchándose como una promesa del campo repleta de amapolas”, a un solo par de alambres de ir “en pos del aroma de los campos recién labrados, / del rumoroso amanecer en la intemperie más fértil”. Se me aparece también en “Sansón enceguecido”, el bruto y consentido juez de Israel que tenía el don y lo cambió por baratijas, en “ámbares de fábula”. Lo lloro en la “Balada de la mujer estéril”, aquella que, en el contexto del Antiguo Testamento, apostaba todo su sentido existencial a la maternidad y, en este caso, perdía. Ella nos representa con su agudísima sed que es anhelo de vida, anhelo de fruto, anhelo de dar, anhelo de expresar amor. ¿Nos identificamos con ella en esa infinita potencialidad recibida que se ve unas veces truncada por el destino y, lo más triste, otras veces ahogada por nuestros sucedáneos de agua? Sansón no se conformó con su ceguera, la mujer estéril llora su condición, el pájaro total no se conforma con su jaula. ¿Me conformo yo con ser barro seco de cualquier parte? Desde luego, el poeta no se niega nada de lo que le es dado ni de lo que le es prometido.

 

Hace unas líneas mencionamos las “Palabras para cantar sin oquedad”, que me dan pie para introducir el que, en mi opinión, es el motivo de más peso en este libro visto en conjunto: lo auténtico, lo opuesto a la oquedad, a las “falsas caricias” o a los “ámbares de fábula”; las “poderosas realidades” (p. 25). El poeta busca lo auténtico, remueve todos los trastos acumulados sobre la sencilla verdad y los lanza por la ventana sin miramientos. Todos los artificios humanos para adornar la religión, todas las discusiones que giran en torno a los distintos ídolos cristianos en lugar de en torno a Cristo, todas las dogmáticas esterilizantes, todas las tradiciones ocultadoras de las raíces, todas las justificaciones de lo injustificable, todas las adulteraciones del Dios de amor y justicia son objeto de su ira profética y, si algo se le escapa a él, advierte en el apocalíptico “He aquí un centauro amarillo” que se atisba un final inquietante para los artífices y beneficiarios indolentes de la injusticia. En esto no esperemos lírica edulcorada, sino a un Jeremías, a un Amós e incluso a un Jesús en el templo con las cosas muy claras.

 

El hombre auténtico es “… un hombre clavado en la frontera del cielo. / He aquí un hombre que forzará nuevos amaneceres / dejando caer de su boca un simple grano de mostaza. / He aquí un hombre sin nada, pletórico de riquezas. / He aquí un hombre que no habita en panteón alguno.

 

7 Otro momento de la intervención de Juan Carlos Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

Otro momento de la intervención de Juan Carlos Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

 

He aquí un hombre que no provoca estampidas / ni entumece la lengua desvergonzada de los ingratos / que invaden su camino portando becerros de oro”. La declaración de propósitos de este hombre es contundente: “Apuesto por poderosas realidades, por parábolas / que permiten callejear más allá de lo imposible. / Apuesto por esta reordenación de la ternura, aunque / estén forjando clavos para atravesarme el alma”. Creo que esas “poderosas realidades” y esas “parábolas que permiten callejear más allá de lo imposible” son la búsqueda y a la vez el mensaje axial de este libro.

 

Por supuesto, aparece también en su “Testamento tercero”, donde nos deja “el desbrozo del camino”, vislumbres sin “hinchados amotinamientos”, “No espumas”, sino verbos. En resumen: “Esto les dejo. Vuelta al origen para atisbar lo original / en medio del barro por donde se transpiran agonías / cuando atisben la extraña luz de las estrellas negras”.

Está claro que no todos buscan lo mismo, aun cuando se llamen religiosos, por eso encontraremos siempre a los protagonistas del poema “Piedras”, dispuestos a apedrear a la mujer adúltera, necesitados de alguien que les recuerde que parte de la autenticidad consiste en reconocer que uno no es nadie para llamar “pecador” a otro sin antes mirarse al espejo (y menos después). Lo opuesto a esta autenticidad no es solo esta condición falsaria, sino lo terrible, lo que hace daño, lo perverso, el desasosiego, como profetiza en “Parábola de lo terrible”.

 

La búsqueda de las “poderosas realidades” mira hacia adelante, como en “Ancla del futuro”, donde se exalta la profecía y a sus portadores, poetas y profetas que claman por justicia y anuncian un futuro de instauración de lo auténtico. Pero también mira al origen, de ahí el título de este libro. Esa mirada no se queda en nostalgias condenadas al sueño, se aplica a reivindicaciones tan actuales como la del papel de la mujer en el reino de Dios. Por algo el poema donde más claro se habla del tema se titula, sin misterios, “Al principio no fue así”.

 

8 Invitación Barro en el Paraíso

Invitación Barro del Paraíso

 

En este sentido, aunque no podremos ver a un cristiano dogmático, excluyente, con orejeras, sí tenemos a un cristiano radical, porque le interesa la radix, la raíz, cómo era “al principio”, antes de que los sátrapas de la religión humana sobasen para su interés las palabras de Dios, antes de que las estructuras de impiedad sedujeran al cristianismo para conformarnos con versiones desencarnadas y light del mensaje del Amado galileo, antes de que nuestro canje de las fuentes de agua viva por cisternas rotas nos convirtiera en mercaderes de agua turbia en botellas de plástico y no en regaladores del mejor vino en vasos de barro. Porque busca la raíz se remonta al barro del Paraíso, que es a la vez origen y esperanza. Porque busca la raíz se llega incluso a preguntar si es lícito distinguir entre lo sagrado y lo profano.

 

 

Existe la distinción, sí, pero tal vez se parezca poco a la que se nos impone. Por ejemplo, su invocación no parece muy reverente para el gusto de los sacralizadores: “Eh, Tú”. Cuando dice que “Solo se profana lo sagrado”, ilumina la esperanza de sacralizar lo profano de nuestra esencia, porque la profanación de lo sagrado se presenta aquí como una invitación a derribar barreras, a abrir puertas de pomos deseantes: “Eh, Tú, a quien doy el santo y seña, a quien invoco / desde el alba, ¿no eres el que recibe a quienes se alejaron? / Los insensatos reniegan para no decir que sufren vida hueca / mas yo profano tu palacio, hastiado de morder lo prohibido”. En este poema, el más extenso del libro, encontramos un credo, o quizá una confesión de fe, del poeta. Se hartó de la “vida hueca” y encontró el quid de la cuestión, el “de qué se trata”. Por eso no repite “Creo en…”, sino “De eso se trata”. Recomiendo con todo el énfasis que se me permita la lectura calmada y repetida de este poema, “Solo se profana lo sagrado”, que termina diciendo: “Y me hago ministro del misterio. Nada más deseo / que la íntima llamarada flameando dentro de mí / junto al cuerpo que sangra por todos”. Dijimos al principio que no estamos ante un poeta místico al uso, pero no por ello deja de influir su amado Juan de Yepes, cantor de la llama de amor viva.

 

9 Alencart con su amigo el pintor José Carralero, fotografiados por Jacqueline Alencar (foto de José Amador Martín)

Alencart con su amigo el pintor José Carralero, fotografiados por Jacqueline Alencar (foto de José Amador Martín)

 

Un tema que exigiría una sesión aparte, pero que no podemos obviar del todo hoy, es el de la relación entre literatura y conversión. No digo que estemos ante un poemario de conversión (en todo caso, lo sería de confirmación de esta), pero sí cabe subrayar la voluntad del poeta de expresar su encuentro con el Amado galileo, que yo he llamado “asalto de (desde) el cielo” recordando la experiencia de algunos ejemplos paradigmáticos. Me acuerdo del primer gran caso del cristianismo, Saulo de Tarso, san Pablo, que es literalmente derribado de su caballo ante una visión personal y exclusiva que recibe sin buscarla (de hecho, la recibe cuando perseguía a los cristianos) y le comunica unas palabras clave: “Por qué me persigues, dura cosa te es dar coces contra el aguijón”. Me acuerdo de Agustín de Hipona, quien, tras una juventud entregada a los placeres primarios, recibe unas palabras, no tan dramáticas y repentinas como las de Pablo, pero también personalísimas: “Tolle, lege”. Toma y lee, y encuentra precisamente en una carta paulina un retrato de sí mismo y una puerta que abre con alegría. Para quien objete que esas eran épocas de oscurantismo, vayamos a Pascal, quien, tan poco sospechoso de veleidades irracionalistas, cuenta una experiencia similar en su “Memorial”. En un escrito absolutamente extático, caótico, casi surrealista, que llevó literalmente encima durante años, cuenta con fecha y hora su experiencia de conversión.  

 

Damos el salto a un poeta propiamente dicho, T. S. Eliot, que vive una experiencia de conversión mucho más paulatina, de líneas difusas, al menos en su poesía, pues traía consigo un bagaje de búsqueda espiritual que los críticos han sabido rastrear con claridad. En su vida, sin embargo, sí se hace evidente un momento de nacer espiritual, en 1926, con un antes y un después. Testigo de ello es su amiga Virginia Wolf, que se lamenta en su correspondencia privada: “He tenido una conversación de lo más penosa y lamentable con el pobre y querido Tom Eliot, al que podemos dar por muerto para todos nosotros a partir de hoy. Se ha convertido al cristianismo anglicano, cree en Dios y en la inmortalidad, y va a la iglesia. Me sorprendió mucho…». (Hitchens, Peter, The Rage Against God: How Atheism Led Me to Faith, p. 24). Como también denuncia Alencart en este libro, el Santo Oficio no es el único capaz de levantar hogueras.

10 Alfredo Pérez Alencart dedicando un libro

Alfredo Pérez Alencart dedicando un libro

 

 

 

Otro escritor, ensayista ante todo y poeta de vocación, aunque más conocido por sus obras de fantasía, es el irlandés C. S. Lewis. Ateo hasta los treinta años, sus conversaciones con Tolkien y otros miembros de los Inklings, pero también la lectura de obras literarias de peso, le llevaron a un punto concreto que cuenta en su Cautivado por la alegría, el día de la fiesta de la Santísima Trinidad de 1929. Ese día, confiesa, «cedí, admití que Dios era Dios y, puesto de rodillas, oré». Y su obra da testimonio de ese encuentro.

 

No estamos, como he dicho, ante un poemario de conversión, pero sí ante una poesía anclada en lo que esa transformación espiritual cristocéntrica produce e inspira en el poeta. Encuentra al Dios que es antes deseante que deseado. Alencart está lejos de ser un poeta religioso que habla desde una fe heredada, desde una fe “de siempre” o desde un cristianismo surgido tras una larga gestación intelectual o interrogativa; es un poeta del encuentro (“su ejemplo me destetó ya maduro”, p. 59), el conocimiento personal y la experiencia, sin pretensión de erigirse en maestro, pero sin excusa para no ser profeta. En su búsqueda de lo auténtico, como vemos en el poema “El defensor”, tiene que ser iconoclasta, no le convencen meteoros lejanos ni «ceremonias labradas con el cincel de los bostezos»; debe despojarse de disfraces y atavíos, dejar atrás piedras frías y estatuas de sal. Así encuentra la experiencia inefable: “Alguien me traspasa de lado a lado hasta limpiar el revés de mi alma”.

 

11 Carralero, Elías, Vallejo, Salazar, Martín,Alencar, P.Alencart, Cortés y Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

Carralero, Elías, Vallejo, Salazar, Martín,Alencar, P.Alencart, Cortés y Martín Cobano (foto de José Amador Martín)

 

En su libro Literatura y conversión, Hans Jürgen Baden estudia los casos de conversión visible en grandes autores de la historia de la literatura. No se centra únicamente en lo religioso, pues sostiene que se constatan tres centros de gravedad para provocar este tipo de transformación vital en los autores que examina: la realidad de Dios, la realidad de la idea y la realidad del “tú”. “En cada una de ellas se produce un encuentro con una realidad que acaba con la propia existencia y la eleva, la aniquila y la renueva desde su base”.  Pero estas tres realidades, tres centros de gravedad para la conversión, pueden entremezclarse y fundirse, o converger, como vemos en Alencart. Su libro “Una sola carne” es claro ejemplo de cómo el “tú” de la amada adquiere una dimensión muy superior cuando se vive bajo la luz del autor de Cantar de los Cantares; en casi toda su obra, y por supuesto en esta (véanse “Visitación de los leprosos”, “Están pasando peces”, “Cambiemos la mirada”, por ejemplo) el “tú” del prójimo, del migrante, de la mujer discriminada, del desfavorecido, adquiere un sentido elevado que antes era moral o ideológico, puramente humano, y ahora entiende como sagrado, parte de la misión del Reino de Dios. El centro de gravedad ideológico, en aspectos de justicia social, por ejemplo, no parece tan distinto en el nuevo poeta, pero ahora responde también a una sed espiritual y a un sentido de urgencia profético: “Hay que cambiar la mirada. / No todo es hermoso, es cierto, pero se debe ayudar / al que llega, al que enferma, al que se marcha, al que sufre / […] Cambiemos la mirada sin girar el cuello hacia otra parte. / El calor de la gracia no está para el saqueo, el cuerpo / no está dividido del alma ¿El cuerpo sin peces ni vino? / Que diluvie el alma su vocación de ternura, su viento fiel. / Pobres los ricos ufanos de su mezquindad. Ricos los pobres / en su bien trabada humildad, ayudándonos a ser” (versos finales).

 

 

12 Cartel Barro del Paraíso

 

Cartel Barro del Paraíso

 

No es una lectura fácil, y no porque el poeta no conozca la fuerza poética de la contención formal, como ya demostró en su “Savia de las Antípodas”, por ejemplo, sino porque la intensidad de las imágenes, la vigencia de sus denuncias y la intensidad de su vivencia de lo Sagrado perderían calidad y alcance si se hubiera dedicado a aguarlas para que los inexpertos la pudiéramos digerir con mayor facilidad.

 

Después de leer Barro del Paraíso, me reitero en mi voluntad de no cerrar mi puerta, marcada por el Ángel de sobrevivencia, al “mendigo de sandalias polvorientas”. Agradezco de todo corazón haberme visto obligado, por amable invitación, a sumergirme en este libro. Agradezco más que nada poder identificarme con estos versos suyos:

 

Reconocí al dueño del amor cuando tocó mi puerta,
pidiéndome posada con jubilosa mansedumbre.
Su cuerpo está conmigo, preparando nuevas marchas.
Cuantioso es su sosiego e indemne sigue su mensaje.
Ya nadie podrá seccionarme el contentamiento.
(p. 39)

 

13 Elías, Martín y Alencart, Barro del Paraíso (La Razón)

 

14 Barro del Paraíso (El Norte de Castilla)

  Barro del Paraíso (El Norte de Castilla)

15 Entrevista a Pérez Alencart sobre Barro del Paraíso (El Norte de Castilla)

Entrevista a Pérez Alencart sobre Barro del Paraíso (El Norte de Castilla)

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