José María Muñoz Quirós (Fotografía de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca se complace en publicar el artículo que ha escrito el venezolano Enrique Viloria sobre el poeta José María Muñoz Quirós (Ávila, 1957), quien ha obtenido numerosos premios, entre los que figuran el Premio Fray Luis de León de la Junta de Castilla y León (1997), el Premio Internacional de poesía Jaime Gil de Biedma (1998), el Premio internacional San Juan de la Cruz (2005), el Premio Alfons el Magnanim (2009) o el XLII Premio Internacional de Poesía Rafael Morales (2016). Ha publicado más de treinta poemarios, los cuales se han reunido en “Tiempo y Memoria (Vitrubio, Madrid, 2016). El poeta abulense es catedrático de Lengua y Literatura en un instituto de su ciudad natal, es Licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca y Doctor por la Universidad de Valladolid. También es Presidente de la Academia de Artes y Letras de Ávila, Presidente de la Academia de “Juglares de Fontiveros” de poesía y Miembro de la Academia de Poesía de Castilla y León. Director de la revista de artes y letras “El Cobaya”.
Ávila amurallada, de Miguel Elías
ÁVILA Y JOSÉ MARÍA MUÑOZ QUIRÓS
Aquí estoy
una vez más
frente a las torres
en la orilla del río
que se va deslizando
en frágil soledad
bajo los puentes,
en ese cielo hoy tan azul
que apenas reconozco,
tan veces de niebla y tantas veces
cubierto por sus velos
como si el desnudar fuera imposible
más allá de esos ojos.
Aquí estoy
como los pasos mismos
me han traído
hasta el borde del tiempo,
como he necesitado así rozar
la piel de este momento
para
reconstruir la vida, para hacerla
merecedora de este instante
que recupero
en esa lucha de amor que a muerte sabe.
Muñoz Quirós es abulense por nacimiento y castellano por convicción. Su poesía no puede prescindir del entorno que lo envuelve y le otorga tono de sagrado misterio a una existencia profana que trascurre entre campiñas doradas e infinitas, bañadas por un río sereno, en su caso, el Adaja, orgulloso de reflejar en su cauce a las idiosincrásicas torres medievales, las que, sin mentises ni contradicciones, son – a la vez – muralla protectora y figuras distintivas de una ciudad que, sin ellas, no sería la misma, dejaría de encumbrarse al cielo que la ilumina y además perdería su donaire, distinción e innegable señorío urbano. El poeta expresa su lealtad y respeto por sus arraigadas murallas, y declara: “Salgo a la una de la luz, / salgo a la sombra / desolada del cierzo, / a la imperiosa serenidad del piélago / al ventalle del ruiseñor, / al circo de la fauna, / salgo al ocaso del sol de los cristales, / al risco y a la turbia paciencia de los ciervos, / salgo al fondo de un húmedo crespón, / junto a las lentas oquedades / del sol sobre la tarde. / Al poner mi pisada en los umbrales / no reaparece el viejo / encantador de sueños. / Y atardece”.
Los versos del poeta abulense son otro reconocimiento – esta vez poético – a la adusta “ciudad de cantos y santos”, que la villa suma a los merecidos títulos otorgados por diferentes majestades a lo largo de su accidentada historia: Ávila del Rey otorgado por Alfonso VII, Ávila de los Leales otorgado por Alfonso VIII y Ávila de los Caballeros otorgado por Alfonso X, y que – ufana y orgullosa – exhibe en su lábaro distintivo.
El bardo avilés – agradecido con la ciudad de su infancia, juventud y madurez – rememora y escribe: “Me veo allí y os veo / (días que si quisiera revivir / me sería imposible) / y rozo el resplandor que me conduce / hasta la luz más alta, / y me acerco tranquilo / hasta el origen de los rostros, / hasta el paisaje por donde me desnudo / en una juventud ilimitable. / Todo pasó y en todo permanezco, / y hago un esfuerzo, una señal / suficiente y exacta / para que nada muera, / que de esa vida sin retorno / algo me dé la mano / que ya hubiera perdido, / para que aquellos pasos me conduzcan / no a un día, no a un instante / que sé incierto en el tiempo, / más bien / hasta la orilla del sentir y el vaso / comunicante / que sabe que esta hora se ha gestado /en el seno de entonces”.
La ciudad brinda y propone al escritor temas y pábulos para que su poesía adquiera, esta vez, un carácter mestizo, hibrido, mixto, entrecruzado, a caballo entre la poesía existencial y memoriosa que ahora se alimenta de los efluvios de calles, plaza, catedral e iglesias, torres medievales, río y edificios que se introducen – sin remilgos ni melindres -, en versos encomiásticos como los siguientes: “Así os contemplo / y la noche me llega / en el misterio oblicuo de unos labios, / y la ciudad me reconoce / cuando las torres dejan / una sobra de nadie. / Y quiero entrar, / atravesar los muros / tan dorados y bellos, / y pasar por las puertas / como quien deja un leve / murmullo sobre el río. / Está mi corazón contando estrellas. / Da la vuelta a la plaza / una vez más, / y allí descubre que unos ojos llaman / al fondo de la sangre, / que unos ojos van alimentando / desolaciones viejas, días anchos / donde la soledad se dilataba / a golpes de palabras. Era / otra luz y otro mirar el mío: / ventiscas que no saben desde dónde / se aproximan los fríos, / algún gesto de amor que no me llama / desde su reino de silencio”.
Muñoz Quirós leyendo en la ronda a las murallas (foto de Jacqueline Alencar)
Evoca el poeta a su bienquista ciudad, a fin de confirmar que una villa, una puebla, una urbe, e incluso el más elemental villorrio, la más estricta comarca, el más escueto pueblon, es ciertamente lo que es y ha sido, así como lo que no es, ni ha sido: porque la memoria afectiva es más magnánima que la concluyente realidad. La vetusta y reconocida Ávila del Rey de Alfonso VII regresa – reavivada – de los arcanos folios municipales para adquirir diferente y moderno rostro en los contemporáneos versos del admirativo poeta abulense, quien con ojos de conmuevo y enajenamiento escribe: “Todo se reproduce en la memoria / con infinita fluidez, con paso cierto, / y se contiene en su precipitado pozo / oscuro, donde miro hasta el fondo / y sólo veo un desierto de lunas, / una advertencia negra justo adentro / donde los peces ya no habitan. / (Los misterios naufragan / como niños recién creados en la tarde). / Los libros dan la mano / a mi inocencia niña, / mientras pasan por mí como los chorros / necesarios que me hablan / y dicen en oído / sus versos suavemente”.
Ciudad cómplice, chula, alcahueta, celestina, trotaconventos que – nocturna – acompaña al embelesado trovador en su mimosa serenata de cantos y versos regalados a sus dos amadas: una de carne y hueso, y otra de luz y piedra. Desnudo de ropas y prejuicios, libertado y libertario, lujuriosamente enamorado, con pasión encendida – a sus anchas, a su aire -, en lecho propio y calle ajena, confiesa: “Amo la noche y solamente amo / lo intransferible de esa luz / de farolas y nubes. Me desnudo / en la completa soledad del aire, / y tú me das la mano, / y vas llevándome hasta el lecho / que aprendí a amar / como se ama un gesto o una vida / que han vivido en tu nombre. / Es ese cuerpo y esa voz, / es ese dardo. No necesito más / para vuelva el día a despertarme / con esa suficiencia cuando rozo / tu piel cerca y me sabes / a largas horas encendidas. / Supe de amores. De días entregados / al dulce aroma de los cuerpos, / a llevar en los ojos la mirada / de otro mirar, y en el tacto / la mano de otro roce, el final / de un gesto necesario. / Y encontré que la noche no es oscura. / Que habita lentos barcos / que nos llevan al mar / donde morimos, y qué dulce / morir. Luego, en la nave / del corazón aprieto cada nombre / y voy contando con sus letras todos / los recuerdos amados. Es la cara / oculta de los días / que soporte encendidos / con la luz de los sueños”.
Muñoz Quirós, Pulido y Alencart en Ávila, con El Cobaya y el libro homanej a Teresa de Jesús (Jacqueline Alencar)
Parodiando a Erich Fromm, el poeta avilés concuerda con el filósofo alemán en que ama – doble y paradójicamente – a su ciudad de siempre. esa que lleva tatuada en la partida de nacimiento y en sus genes citadinos: la tantas veces laureada villa por diversos reyes y majestades, en fin, a su Ávila que lo hace ser abulense por gentilicio y por devoción, y suscribe: “Te quiero porque te necesito, te necesito porque te quiero”. Más explícitos no pueden ser la necesidad y el amor del abulense por su urbe, diáfanamente comunica:
Viajo por las veredas
apartando caricias
sobre cualquier orilla, en el blanco
sencillo de las hojas
de lustros ya gastados.
Supe que darte es más que dar;
un grado más adentro
del bosque de los días.
Por lo demás, algún bocado
viene, de cuando en cuando
hasta mi boca. Y paso
el resto de las horas soñando
cuándo vendrá de nuevo
la prisión de la estrella,
en qué lugar el destino
me lleva hasta los brazos
de esta ciudad, de toda
esta maraña de recuerdos,
ahora que necesito tanto
recuperar ausencias,
y que he ido dejando
parvularios de amor sobre los ríos,
bajo los puentes y en las madrugadas,
incendios de algún sueño
que me llega dichoso
hasta los ojos.
Ya supe que aprendí con la largura
del corazón el mundo:
hallé el misterio en la dorada
piedra, me brindó con su copa
la noche y sus prisiones,
y he vuelto a caminar
por los andamios de los sueños
hasta los campos todos,
como quien pone un broche azul
en la mirada y deja
que nazcan otra vez
instantes muertos.
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