Los murciélagos reían cuando traspasaban mi costado con su lanza.
Volaban en su geografía de arcanos y revelaciones.
Aquella tarde la poesía abría más mi herida,
expandía mi gangrena.
La poesía no es bella.
No lo fue cuando era joven.
Sus manos están sucias
con el pus del mendigo bajo el Puente Romano.
Viste harapos.
Si el mundo echa su estertor de cemento y humo,
la poesía pone la estocada final.
Pone la muerte.
Porque en la muerte está la vida.
¡No te esfuerces más,
así es!
-grita el loco cuando langostas destroza sus dientes-.
Pero te escuché, amor.
Me aventaste a la vida con su peso de canícula y su ardor de campana.
Rompí el caparazón.
Canté el canto del primer hombre
y me encarné en él.
Los últimos murciélagos desaparecieron como una nube.
Juan Ángel Torres Rechy
foto: José Amador Martín
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