Lilliam Moro leyendo en el Teatro Liceo de Salamanca (foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar este análisis que, sobre un poema de la destacada poeta cubano-española Lilliam Moro, premiada en Salamanca con el Premio Internacional de Poesía Pilar Fernández Labrador, ha escrito el poeta Sergio de los Reyes (La Habana, Cuba, 1978), quien vivió en Madrid y Miami y desde 2005 radica en Toronto, Canadá. Tiene publicados los poemarios: Elsewhere (Miami, 2013) y Queen Street West (Miami, 2015).
Juan Sebastián y Ana Magdalena Bach
ALQUIMIA POÉTICA
El agua es el espíritu y ella extrae el alma de los cuerpos.
(Rosarivm Philosophorvm)
La verdadera poesía debe extraer lo que habita en la materia. Como un alquimista, el poeta se transformará en lo contemplado hasta llegar con suavidad al centro ígneo, donde el poema se hace aliento y alma universal. La palabra es el vehículo; el ritmo, el combustible; la imaginación, el camino acertado.
Lilliam Moro no ignora el dogma hermético. Afila las palabras como un cuchillo que cortará el telón de lo invisible hasta alcanzar el aire de la imagen. Su poema “Ana Magdalena Bach” es uno de los mejores ejemplos de alquimia poética de la lengua española. Lilliam juega con el mito de lo femenino, que representa el misterio profundo del inconsciente, y con el mito de lo masculino, que representa la conciencia y lo espiritual, para llevarnos por una escalera ascendente al reflejo Divino, personificado en la densa claridad que envuelve a J.S. Bach.
Ella sube despacio la escalera,
peldaño tras peldaño con sigilo
para evitar que la madera cruja.
Nos sobrecoge el temor de que la frágil madera rompa al crujir el ritmo de la estrofa. Tres versos deliciosamente permeados de simbolismo: Ella, como dije antes, representa el misterio de lo humano, el universo de lo inexplorado, la fuente inagotable de la esencia de la vida. Ella es Tierra, madre de las criaturas y las plantas, sostén del agua, tumba de los cuerpos, Hades a donde deben viajar los mortales para ser héroes bajo la luz del sol. Ella es el inicio de los tiempos, Eva contemplando el árbol antes de arrancar la fruta, el caos flotando en el espacio, los elementos imprescindibles para crear la materia, contraparte del balance y del justo medio.
Seguidamente, la palabra sube nos coloca desde el primer momento en una escala de virtudes y valores. No es un secreto que ascender no es sólo una aspiración espiritual, sino también un instinto de sobrevivencia frente a los embates de la realidad. Todo quiere llegar a la cima de su jerarquía. La existencia nos coloca en esa lucha. Es la naturaleza de las cosas. Pero los poetas como Lilliam Moro usan esta metáfora para fines más sublimes. Buscan la ascensión del alma, la perfección del poema. Lilliam quiere que subamos también, que elevemos el corazón para alcanzar el misterio de la fe, única forma de intuir la quintaesencia de lo que no será expresado con palabras.
El adverbio despacio es todo un acierto. El alma, como el agua, se purifica con el roce suave de las piedras. Es un trabajo que requiere de mucha calma, paciencia y humildad. Es un trabajo como los de Hércules, quien no en vano, durante su adolescencia eligió a la dama que le ofrecía el camino más largo y tortuoso. Despacio como el éter, el humo, el nacimiento de la voz propia o la purificación de los metales. Como el oro o el perfume, el poema no se logra sin un proceso de numerosas filtraciones.
La escalera es el símbolo por excelencia del ascenso o del descenso (Jacob sueña con una escalera por donde bajan y suben ángeles), pero en este caso es elegida sólo como herramienta para la elevación y la progresión hacia el saber. Los altares requieren de peldaños; los grandes templos, como el Partenón, están en lo alto y hay que llegar a ellos luego de un sendero en subida; los masones adoptan la escalera para llegar al mundo del conocimiento; Osiris, para escapar del espíritu de la Oscuridad; Durero, para armonizar su grabado sobre la Melancolía.
…peldaño tras peldaño con sigilo… nos dice la poeta y tal parece que nos va dibujando una pirámide escalonada como la de Teotihuacán, en cuya punta nace el sol. Es un verso agotador que nos depura al leerlo.
Y entonces Lilliam cierra la primera estrofa con ese verso estremecedor: para evitar que la madera cruja, que nos deja en un hilo de silencio como los padres que recién han puesto al bebé sobre la cuna y tienen miedo hasta del sonido de sus propias respiraciones. La mínima resonancia quebraría el equilibrio.
Él trabaja en el cuarto de arriba, componiendo.
La metáfora en este caso es inmejorable. Todo el que escribe busca a Dios, sobre todo el que escribe poesía, porque la poesía es la voz muda y simbólica del universo. Todos conocemos la música de las esferas de que tanto hablaban los gnósticos y filósofos de la Antigüedad. Como hoy vivimos con los oídos obturados por el ruido de la modernidad, sólo escuchamos los gritos de la especie humana al borde de un puente en el ocaso. Lilliam parece que escucha esa música celestial, las vibraciones eternas, la melodía en el espacio; como Bach ante el pentagrama, ella se transfigura, a través de la abstracción poética, en la mismísima Divinidad.
En un solo verso, Lilliam nos muestra el yang, el principio masculino del taoísmo, que representa el cielo y la luz. Y allí, usando la imaginación, la poeta nos coloca en ese cuarto misterio, que es taller o laboratorio, donde se extrae la figura de una piedra o se mezclan los compuestos de una fórmula. Casi vemos a Dios laborando en su creación.
Si el pronombre Él no hubiese estado al principio del verso, tal vez Lilliam lo habría escrito con mayúscula también.
Ella le lleva la modesta cena
pero no quiere distraerlo, que no se sobresalte,
no vaya a ser que huya desconcertada
la celestial inspiración.
Regresamos al plano humano nuevamente, pero en este caso, Ella, el misterio, ha ascendido tanto que ha llegado al plano más alto de la conciencia, para comprender que no debe distraer ni espantar a “Eso” que está más allá de sus límites. Ella reconoce y comprende que en lo más profundo de la mente humana hay una puerta, un pasadizo, un túnel comunicante entre el ser humano y el vasto universo. Es el manantial de la conciencia o, como prefiere llamarlo la poeta: la celestial inspiración.
Ella, Ana Magdalena, sabe que, en ese preciso instante, J.S. Bach, el puente, está vestido con la luz más pura del espíritu. La Música y la Creación lo han poseído. Interrumpirle con lo mundano, que es la modesta cena, sería como despertar repentinamente a un niño de un agradable sueño.
Por el espacio debajo de la puerta
ve filtrarse la luz y la armonía:
no sabe si es la vela que alumbra débilmente la estancia
o la iluminación divina que lo envuelve.
Lo imagina llenando el pentagrama
dirigido por la mano de un ángel.
Todo ángel es terrible, dice J.M. Rilke, quien conocía perfectamente de esos seres que dirigen las manos de los compositores, los pintores o los poetas más insignes. Vemos a J.S. Bach, en este poema de Lilliam Moro, abrazado por un ángel enorme que le susurra melodías al oído; y el músico va dejando caer matemáticamente las notas en el papel. Incluso vemos el color oscuro de los signos musicales, que brillan húmedos frente a la luz de la vela que alumbra débilmente la estancia.
Los ángeles, tal vez por sentirse relegados por Dios cuando a escondidas creó al hombre, perturban o saludan la existencia humana. El ángel de J.S. Bach es una entidad de sustancia noble.
Y, ¿por qué no cuarto y sí estancia en este caso? Porque Lilliam es una poeta y juega a llevarnos a través de la asociación sonora a otro estar, estado, estadio, estación, estancia de la mente. Para Ana Magdalena, que sólo intuye lo que acontece al otro de la puerta, la habitación es un cuarto; para J.S. Bach, arropado por el ángel de la inspiración, es una estancia.
Nos sobrecoge también la imagen de la luz filtrándose por debajo de la puerta. Todo está oscuro, pero el presentimiento de que hay algo más que la mera existencia de las cosas, rasga la tiniebla; queda el lector detenido en la meditación, seducido por la insinuación de una luz mayor. La ranura se convierte en una grieta hacia un campo iluminado del amanecer.
No se atreve a llamar.
Coloca, silenciosa, la bandeja en el suelo.
Aquí la fragilidad humana regresa al rito de las ofrendas, al agradecimiento por la vida y las bondades. Es humano errar, herir, pero agradecer es divino. Quien agradece, aunque sea en silencio, reconoce la espiritualidad en el hombre. Dar las gracias es una gracia que se le ha ofrecido a los mortales para armonizar con la existencia superior y así estar a tono con el viento, la nieve, el primer resplandor en el alba. No es casualidad que Marco Aurelio empezara sus Meditaciones con una larga lista de agradecimientos.
Ella, Ana Magdalena Bach, deja la modesta cena frente a la puerta como el hombre primitivo dejaba sus sacrificios a la entrada de las cuevas, para que las cosechas fueran abundantes y para honrar a los dioses por la buena salud y el nacimiento de hijos fuertes.
Pero a la vez, esta bandeja frente a la luz y la armonía nos recuerda la entrega, la aceptación de Ella, ahora como Virgen María, frente al arcángel Gabriel que trae, como un Hermes mensajero, la pregunta enviada por la Luz de las luces. Su cuerpo será receptáculo, vasija, ánfora donde se producirá la transfiguración del espíritu en materia, en este caso: la carne.
La bandeja es lo que el cuerpo de Cristo al espíritu del Padre, forma material que contiene la sustancia líquida.
Ignora, en su inocencia,
que a veces Dios está
en la sopa caliente que se ofrece
al otro lado de una puerta.
Y Lilliam Moro cierra, si es que cerrar es el verbo adecuado para unos versos tan abiertos, con una estrofa de juegos y alta reflexión; dice que Ana ignora, cuando ya sabemos que en realidad Ella intuye, con esa claridad más allá de los sentidos porque es la diosa Sofía, que del otro lado de la puerta está ocurriendo una apoteosis, una divinización del alma de su esposo en el momento más álgido de la inspiración; pero sabemos que la poeta nos quiere presentar unas manos de Ana llenas de inocencia, para así también purificar el alimento ofrecido: una sopa caliente donde a veces Dios está.
La sopa caliente… Y, ¿no es el agua el ingrediente principal de una sopa? Y, ¿no es el agua un elemento imprescindible en la alquimia? Para la filosofía oculta, el agua es el espíritu… Agua y espíritu son lo mismo que, unido a la luz, forman el alma del mundo.
La analogía entre el agua —el agua viva— y Dios es un hecho para la alquimia, como vemos mostrado en uno de los relatos de Isis, donde un ángel se presenta con recipientes en las manos, los cuales portan agua del Nilo, simbolizando el líquido los restos del despedazado Osiris: “Aquí te traigo los vasos con los miembros de Dios para que bebas de ellos…”. Lo divino fluye en el agua.
Pero sobre la sopa caliente vemos el humo subir, es el vapor: “El agua que va evaporándose en la ebullición transmite las primeras impresiones profundas de la metasomatosis, a saber, la transformación de lo corpóreo en lo incorpóreo, en el spiritus o el pneoma”, dice Carl Jung en su escrito titulado Las visiones de Zósimo.
El Opus magnum se ha logrado. Lilliam Moro extrajo de una aparente y sencilla anécdota entre Ana Magdalena y su esposo Bach, el alma viva en la materia, elemento principio y fin del poema.
ANA MAGDALENA BACH
Para Marinieves Alonso
Ella sube despacio la escalera,
peldaño tras peldaño con sigilo
para evitar que la madera cruja.
Él trabaja en el cuarto de arriba, componiendo.
Ella le lleva la modesta cena
pero no quiere distraerlo, que no se sobresalte,
no vaya a ser que huya desconcertada
la celestial inspiración.
Por el espacio debajo de la puerta
ve filtrarse la luz y la armonía:
no sabe si es la vela que alumbra débilmente la estancia
o la iluminación divina que lo envuelve.
Lo imagina llenando el pentagrama
dirigido por la mano de un ángel.
No se atreve a llamar.
Coloca, silenciosa, la bandeja en el suelo.
Ignora, en su inocencia,
que a veces Dios está
en la sopa caliente que se ofrece
al otro lado de una puerta.
Sergio de los Reyes
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