Victor Oliveira Mateus
Crear en Salamanca tiene el privilegio de dar a conocer, por vez primera, algunos poemas de Victor Oliveira Mateus (Lisboa, 1952). Licenciado en Filosofía por la Universidad Clásica de Lisboa, poeta y antólogo. Fue profesor de Filosofía y de Psicología. Tiene publicados nueve poemarios, entre los que destacan Nas águas a luz suspensa (1998), Movimento de ninguén (1999), A noite e a voz (2001), Pelo deserto as minhas mãos (2004), Regresso (2010) y Negro Marfim (2015). Tiene poemas, cuentos y ensayos dispersos publicados en Portugal, Brasil, España, Mozambique, México, Italia y Macao. En 2013 La Unión Brasileña de Escritores (UBE-RJ) le concedió el Premio Eugénio de Andrade. Es socio de la A.P.E. (Asociación Portuguesa de Escritores) y miembro de la Dirección del PEN Club Portugués.
Los textos forman parte de “He muerto… y he resucitado”, Antología del XVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, coordinada por Alfredo Pérez Alencart, poeta y profesor de la Universidad de Salamanca y quien los ha traducido desde el portugués.
PARTIDA
Cuando partí nadie apareció al borde del camino
Cuando partí los viajes eran algo simple y banal,
y no este deseo de buscar un sentido para
la tristeza, una lugar para la ausencia, una fuente
–por minúscula que fuera- para saciar aquello que
no interrumpe la sed. Cuando partí todos estaban
ajetreados en viajar, pero de otra forma –
voracidad de prestamistas, ojos desorbitados
donde el tiempo es tan negociable, bien sea a un futuro
hipotecado o a una simple llanta oxidada. Cuando
partí tuvieron la atención de advertirme que la poesía
nunca salvará a nadie, que la búsqueda de las raíces
(bien como conocimiento de un pasado no
ocurrido) era cosa tan ridícula como obsoleta
para la risa estúpida de muchos. Cuando partí la buganvilla
de la casa del frente estaba esplendorosa y había
un gato agujereando la malla metálica. Cuando partí
una mujer de la casa vecina sacudía un pequeño tapete.
Me saludó. Sonrió. Cuando partí imaginé
sus escarnios, las llamadas de unos a otros,
las conversaciones. Cuando partí nadie apareció
para despedirse, solo estaba yo, un objetivo
incierto, y tu rostro reflejándose a lo lejos
y el sol dando de lleno en los cristales.
COMENTARIO DE ADRIANO A YOURCENAR
Somos los viajes que hicimos, el ansia de encontrar
en el alboroto de los hombres todas las ciudades que debíamos
construir. Somos esta inmortalidad a la que los dioses
nos condenaron y que ahora disfrutamos con la irreverente
naturalidad que algunos entienden por frialdad
pedante o por un aristocratismo que en verdad
nunca sentimos. Somos el azul inconfundible del Egeo
con sus islas y templos, con sus ruinas y colinas
donde las más antiguas voces todavía se levantan,
para después enmarañarse en agitada distracción
de los hombres. Somos este vacío que quedó, esta memoria
de lo que ninguno de nosotros consigue huir: tú a vigilar
un cáncer despiadado, yo con un ahogado entre los brazos.
¡Ambos derrotados antes de tiempo! Ambos con toda
la gloria que nos insistía, a pesar de nuestro cansancio,
de nuestro aislamiento, de nuestra hambre de silencio.
Somos esta culpa por no habernos entendido,
por no haber sabido leer ternura y merecimiento,
por haber dejado escapar lo que al final era
bien nuestro por derecho y corazón. Somos este fuego
que no tiene nombre. Este monstruo que todavía nos devora
y envenena las mañanas, cuando, insomnes,
tanteamos a ciegas la penumbra y no encontramos
sus rostros, sus cuerpos que se prolongaban
de nosotros, su respirar que nos insuflaba la vida
y cuya ausencia nos dibuja hoy esta muerte
que se aproxima. Somos este aciago anochecer,
este trémulo deambular, que, en el soplo ordenador
del mundo, espera la barca que nos devolverá
todo aquello que no cuidamos como debíamos.
POR EL DESIERTO MIS MANOS
1
Sobre esta tierra me recuesto y digo sol
Lo digo en la pertinaz comodidad del caserío, donde por la noche las mujeres, todas vestidas de esperanza, adornan con pequeñas conchas la tremenda orilla del silencio
¡Ah, nadie ya osa semejante Viaje!
O siquiera un frágil gesto, como quien convoca, en el encaje
de las arenas, la belleza de un espejismo; especie de visión fulgurante donde se muestra una puerta propicia
Sobre esta tierra me recuesto y digo sol
Lo digo con el feliz desaliento que trago siempre, con el desapego de dos manos en la fértil aridez del Desierto
3
¿Qué voz llora por mí
al otro lado de las grandes piedras? ¿Qué lamento? ¿Qué murmullo por entre la sombra escasa de los arbustos? Tal vez sea el viento: el azote de un extraño viento oceánico en mi rostro mientras duermo. O tal vez sea el sol, que engarzándose a las largas nubes, después cae directo sobre mi cuerpo. O también -¿Quién sabe?- tal vez no sea ninguna de esas cosa; tan sólo el escurridizo silbido de una serpiente en su treta para tentarme
Pero no, nada de eso podrá llorar por mí al otro lado de las grandes piedras. Nada, a no ser el eco de tus ojos; el azul desmayado de esos ojos donde mi sueño era un barco imposible y las palabras zozobraban en la raíz de mi deseo
7
Vendrá un día y olvidaré
la extrema limpidez de tus ojos, el imposible misterio de tu cuerpo, enseñando, al romper de la noche, la grandeza de tal secreto
Todo olvidaré:
tus vestidos de lino y jaspe verde; esa figura sentenciosa de beduino: amorosa Visitación sobre la tierra derramada; tu caballo enjaezado, como si de príncipe se tratara, rebufando a la difusa y polvorienta noche
Vendrá un día y olvidaré
mi sombra incrustada en el brillo azulado de las piedras: vaga presencia que soy – libre y aceptante en este Camino donde nadie pasa
12
Descenderte el cuerpo palmo a palmo
Descenderlo como quien sube a la cima del más alto monte, como quien encuentra firmeza en un espacio para el cual ninguna lengua tiene nombre
Desciéndelo o moldéalo, ni yo sé bien: el rostro joven, el sedoso pecho, los muslos; desciéndelo y construye el murmullo silbante del viento, o de una boca entreabierta en el rumor agitado de la tarde
Descenderte el cuerpo palmo a palmo
No el cuerpo pesado, prisión, informe deseo que por sí se basta en una infinita corrosión de todo, pero sí un cuerpo luz, amigo, que, sonriendo, aquello que lo excede a mi entrega
19
Nunca cuidé de mi vida
pero sí de mis sueños, que son fieles y verdaderos
y traen la osadía de los grandes desgarros, cuando, en el desnorte que me guía, ponen la tenaz luminosidad que suaviza y nutre
Nunca recelé, aunque fuese muy necesario, ante cualquier desacierto. Y de la arena hacia el sol insisto la Luz, en contra de lo habitual. Insisto y tú quedas, oh memoria inconsolable, farol refulgiendo en la negrura ácida de la tierra – irreductible soledad de todos los Viandantes
Nunca cuidé de mi vida
pero sí de mis sueños, que son hermosos e insumisos ante el desorden que reina hoy
21
Quererte es sentarme en la plaza, muy de mañana, solo para verte pasar
Quererte es a tus ojos, a tu sonrisa cómplice, a tus palabras
Quererte es también que no me veas, por si acaso alguien esta cerca
Quererte es que exista sol y viento y estrellas. Es el verde de las
acacias y de las palmeras y las rosas de Jericó alineadas hasta la cima de las dunas
Quererte es el dulce castaño de los higos sobre la mesa, los
dátiles, la voz de la grande Kolthoum venida de una ventana
en un cantico apasionado al Nilo
Quererte es que exista noche — !ah, sobre todo la noche! Y es
tu cuerpo desnudo, exhausto, blanco como un templo, porque
todos los cuerpos son un templo en el suelo consagrado que existe
Quererte es la sonrisa en el rostro de los niños, el grácil y
danzante caminar de las mujeres, la fuente, las aguas
Quererte es todo, hasta mi deseo de no quererte
24
Habito la extensa curva de las arenas
la suma de todas las vastedades, sólo áridas en apariencia, donde lo lejano
se despliega como la obvia simplicidad de las cosas puras
Habito este extenso continente, donde, en el heroísmo ciego de no querer nada, los hombres viven el despojamiento de todo: posesiones, estatuto, fama… ¿Fama? ¿Qué es, finalmente, la fama? Una estatua de bronce
donde las palomas meticulosamente depositan sus excrementos
Habito la caricia del sol sobre mi rostro
Habito los aromas fuertes del barrio copto: el arroz de azafrán, el humeante té de anís en un vaso de grueso vidrio
Habito el encalado desprendiéndose de las paredes, como de mi se suelta todo el deseo vacío
Habito esta condición de forastero; irrevocable pedazo de nada, esto es, habito como quien parte
“FRENTE AL ESPEJO”
ni piedra de un palacio,
ni piedra de una iglesia;
como tú,
piedra aventurera.
León Felipe, en “Como tú…”
Pensarme piedra desplazada y de aventura
muy diestra por exilios sobre la tierra
y entre formas donde la vida siempre yerra
en gloria (traicionera) que poco dura.
Dibujar mi senda disconforme y pura
en patrias marcadas de odio y guerra
que en la esperanza pérfida venganza hierra
armas de vileza que mi escrito clausura.
¡Pensarme piedra y nada más! ¡Maravilla!
Como ella, ser cosa callosa y cantante
a la orilla de la vida. Entre piedritas y gravilla
también pasar sobre mí: fugaz y circunstante
en busca de aquella madrugada que brilla
en lo que de mí quedará – claro y anhelante.
“ATARDECER”
Apreso esta tarde que se aproxima
entre el rumor vacilante de los álamos
y el latido casi humano de las casas.
Apreso el desamparo agreste de los páramos,
donde mi sombra – con pinceladas
de nieve – va dibujando temerosa
la imponderable presencia del sueño.
Apreso también, especialmente, una mirada
que desde lo aparente se derrama
en busca del más oculto hilo de silencio.
De silencio y de sentido.
Lugar donde las palabras
se acaban afirmando y donde el dolor
– ese destino ineludible y solitario –
es un “lobo devorador
que se calla (sólo) un instante
para después morder mejor” (1).
(1) Paráfrasis de los versos finales del poema “Dolor”, de Juan Ruiz Peña. Versos Juntos, p. 61.
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