Crear en Salamanca publica, en primicia, la entrevista que Alfredo Pérez Alencart, poeta y profesor de la Universidad de Salamanca, acaba de realizar a la escritora Elizabeht Mirabal, ganadora del Premio Iberoamericano Verbum de Novela 2014. El fallo del jurado fue en septiembre y ella acaba de llegar de La Habana para hacer una serie de presentaciones por la geografía española, llevando como salvoconducto su novela La isla de las mujeres tristes (Verbum, Madrid, 2014, pp. 170).
La escritora Elizabeth Mirabal
Conozcamos primero algunos datos de bio-bibliográficos de Elizabeth Mirabal (La Habana, 1986). Es licenciada en Periodismo por la Universidad de La Habana en 2009. Premio UNEAC 2009 “Enrique José Varona” de Ensayo artístico-literario junto a Carlos Velazco por el libro Sobre los pasos del cronista. El quehacer intelectual de Guillermo Cabrera Infante en Cuba hasta 1965, libro que también recibiera el Premio de la Crítica Literaria en 2011. Mereció en el género de prensa escrita los premios nacionales de periodismo cultural Rubén Martínez Villena en 2006 y 2008 y Monchy Font de la UNEAC en 2006. Publicó junto a Carlos Velazco ‘Tiempo de escuchar’ (Editorial Oriente, 2012), una selección de entrevistas a escritores, el libro de testimonios sobre Cabrera Infante ‘Buscando a Caín’ (Ediciones ICAIC, 2013) y ‘Hablar de Guillermo Rosales’ (Editorial Silueta, 2013). Coautora del libro ‘Los pintores escriben’ (2012). Compiladora de ‘La intimidad de la historia’ (Ediciones ICAIC-Fundación Alejo Carpentier, 2013). Ha colaborado en las publicaciones cubanas Revolución y Cultura, La Gaceta de Cuba, La Siempreviva, Cauce, Sic, la española República de las Letras y Crítica, de México.
P. Tengo entendido que antes de La isla de las mujeres tristes, eras conocida solo como ensayista, periodista y crítica. ¿Cómo surgió tu interés por escribir ficción?
R. Escribir, el deseo de hacerlo, fue antes que todo, una pregunta, una angustia, una duda. Y esa tríada de inseguridad e incertidumbre me mantuvo paralizada un tiempo, hasta que comprendí que es difícil y casi imposible escribir con aplomo y certeza. Que debía intentarlo solo por el deseo de aceptar un destino y de querer revelar un mundo. Un mundo solo perceptible para mí, en tanto habitaba en mi ser, mi casa, mi ciudad, mi país, incluso que solo habitaba dentro de mis personas favoritas y hasta en las menos apreciadas. Solo yo, si ponía el empeño suficiente, podría contarle a otro, situado en otro tiempo y en otro lugar, lo fantástico y lo terrible que me circundaba, solo yo podría dar cuenta de otras vidas de una determinada manera.
Pero aun con ese convencimiento, y ese, digamos, descubrimiento, un inmenso temor me impedía sentarme a escribir ficción. Y durante mucho, estuve escudándome en la necesidad de rescatar a escritores y personajes olvidados o ultrajados de mi historia literaria y cultural. Junto con mi novio primero y mi esposo después, me autoendilgué una misión un poco suicida de caminar La Habana (y sus casas, sus bibliotecas, sus ruinas) en busca de otra historia, distinta a la que conocíamos y nos habían contado.
P. ¿Qué te animó a comenzar a trabajar en esta novela?
R. Creo que nada expresa mejor mi intención que una frase de Marguerite Duras, donde dice que escribe sobre las mujeres para escribir sobre ella sola a través de los siglos.
Al principio, Juana Borrero, una niña precoz que había muerto en 1896 antes de cumplir los 18 años de fiebre tifoidea en Cayo Hueso, exiliada y alejada definitivamente de su novio y de su país, era solo un nombre sonoro y un misterio. La autora de dos cuadros inquietantes en exposición permanente en el Museo de Bellas Artes, algunas poesías y un epistolario de amor del que conocía jirones. Recuerdo que un día en casa de uno de esos amigos que han aprendido a disfrazarse para sobrevivir, vi el primer tomo de aquellas cartas enfebrecidas de Juana a su enamorado. Las páginas estaban dobladas por la humedad corrosiva de Cuba, que no perdona ni zapatos ni paredes ni huesos, mucho menos libros. Las huellas de la vejez se notaban además en torpes remiendos y en no pocas manchas de una pintura desvaída en la cubierta milagrosamente todavía verde pastel, y engalanada con un dibujo entre ingenuo y revelador de un clavel y una rosa que abajo decía: “Romeo y Julieta”. Conducida por un impulso, que en tanto impulso no puedo explicar del todo, tomé aquel libro y se lo pedí de regalo a mi octogenario amigo, que sorprendido y solícito, me lo entregó sin demora. Carlos, mi novio, me preguntó por qué lo había pedido. Y le contesté con un presentimiento: “Es que tengo la impresión de que algún día voy a tener que ver con esta muchacha”. “La muchacha”, como la había llamado en un alarde de confianza, estaba muerta hacía más de un siglo. Pero ya para entonces Carlos y yo nos conocíamos lo bastante bien como para no tener que explicarle mucho y que él lo comprendiera todo.
Pasó el tiempo y, como diría José Martí, pasó un águila por el mar, y un buen día la Fundación Carpentier, donde ya entonces trabajaba como periodista, tuvo la feliz idea de organizar un ciclo de conferencias sobre pintores que escribían. Coordiné el programa. Todos los que hablarían en esa oportunidad eran investigadores, escritores, especialistas ya conocidos y consagrados, y no sé tampoco de dónde saqué el ánimo y la fuerza para proponerme como la persona que hablaría de Juana Borrero. Ahora que lo pienso, era la única figura del siglo XIX en un listado dominado por los nacidos en el XX, y yo era a su vez la única persona inferior a los 30 años que formaba parte del conjunto. Me lo permitieron y así comenzó a cumplirse aquella premonición que me hizo decir que algún día tendría que ver con Juana Borrero.
A medida que iba conociendo a Juana, aun cuando no fuera capaz de verbalizarlo todavía, fui entendiendo su mundo e intuyendo que el linaje que le había dado origen merecía una novela. El primer impulso lo recibí tras leer una frase lapidaria de una de las hermanas de Juana, Dulce María Borrero, donde decía que el temperamento que había florecido tempranamente en la figura de Juana Borrero no podría nunca, y subrayo el empleo categórico de este adverbio, ser comprendido por los investigadores sistemáticos fuese cual fuese el grado de fervor que aquellos pusieran en el descubrimiento de sus virtudes artísticas o de sus asombrosas cualidades mentales. Parecía una suerte de maldición, de fatal imposibilidad. Y quise burlarla.
P. ¿En qué pensabas mientras escribías?
R. Me acogí a Alfonso Reyes cuando entiende la novela como referencia a las acciones de personas ausentes, y en concepto, pretéritas. Pero no es una partida de fantasmas quienes hablan en La isla…, son mujeres melancólicas, nostálgicas y alicaídas, pero vivas, llenas de planes y frustraciones, de añoranzas y arrepentimientos, de momentos de éxtasis y de desolación. Como plañideras, cinco de las hermanas Borrero que sobrevivieron al mito de Juana, tratan de lidiar con él, de atreverse a vivir con o sin su influjo, de vivir en un país cambiante que lo mismo las acoge que las rechaza, las premia que las olvida, las enaltece que les pasa por encima pisando fuerte. A veces lo consiguen, otras no. La isla de las mujeres tristes trata de una maldición-bendición de la que esta prole trata de desprenderse y apropiarse a un tiempo.
P. ¿Cuáles son los riesgos que corres con La isla de las mujeres tristes?
R. Corro el riesgo de ser enjuiciada, pero a todos nos pasa y no será ni la primera ni la última vez. La literatura, a pesar de contar con más libertades que barreras cuando trabaja la historia, se expone a llamados de atención. Entran en contradicción determinados límites fijados y protegidos por códigos, con el plano de la imaginación, donde casi todo resulta posible. No obstante, el pasado no prevalece acá. Pensarlo, siquiera imaginarlo, es pecar de inocentes. No puede imponerse en una obra escrita desde mi presente, donde trato de acercarme a los que fueron, pero también a los que estamos siendo. Nunca me propuse hacer cortes temporales ascéticos, pretendía interpelar el hoy desde un ayer relativo, y digo relativo, porque la novela alcanza el inicio de la década del ochenta del pasado siglo, período que en términos de cronologías y líneas del tiempo mantiene aún su cercanía. Sobre los pasajes de la historia de Cuba y sus etapas, puede que a veces se sienta una avalancha de acontecimientos que se superponen, como una pan-historia donde los sucesos van y vienen. Pero esa idea de un drama que se repite es intencional. Y en ese sentido, no será imprescindible para ustedes saber qué pasó en la Guerra Grande, qué durante la ocupación norteamericana, la República o la Revolución.
P. ¿Cuánto hay de Elizabeth Mirabal en los personajes que cuentan esta historia?
R. No quisiera copiar a Flaubert cuando afirmó que Madame Bovary era él. Mas no me queda otro remedio. Yo soy Juana, pero soy también cualquiera de sus hermanas: Lola (la mayor), Helena (que lleva un diario cuando le falta poco para morir), Ana María (voz de ultratumba, porque ya ha sido aplastada por la turba en México), Dulce María (la más famosa y política) y Mercita (la albacea, la única de las hermanas que llega a finales del siglo XX). Y soy también el Doctor Borrero y Julián del Casal. Me he diseminado en ellos, en sus frivolidades y en sus preocupaciones más elevadas. He soñado cómo pensarían y hablarían, he sentido cómo gozaron y sufrieron en cualesquiera de los países donde vivieron. Escribí un libro triste para aminorar mi propia tristeza ante las cosas que no puedo cambiar, ante esos imposibles que se nos presentan. Puede ser que sin proponérmelo a conciencia, haya intentado con palidez, hacer a mi manera un libro como las Vidas de los oscuros que la baronesa Karen Blixen aspiró un día a escribir. Ella planeaba contar la historia de Inglaterra por medio de una vida oscura tras otra. Las vidas de La isla… son oscuras en tanto lo es un bosque tupido. A veces hay claros, pequeños oasis que nos invitan a sentarnos y reposar tras nuestra carrera de descalabros.
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