Crear en Salamanca termina, puesto que hoy empieza el XVII Encuentro, con las presentaciones y textos de los poetas invitados. Y termina publicando una breve selección antológica del poeta que este año cumplió los cien. Un privilegio absoluto el presentar textos de un maestro llamado Gastón Baquero (Cuba, 1914 – España, 1997). La selección es de A. P. Alencart.
Gastón Baquero por Miguel Elías
SINTIENDO MI FANTASMA VENIDERO
Sintiendo mi fantasma venidero
bajo el disfraz corpóreo en que resido,
nunca acierto a saber si vivo o muero
y si sombra soy o cuerpo he sido.
Camino la ciudad, la reconstruyo
día tras día contemplando en vano;
luego vuelvo a perderla, luego huyo
protegiendo mi ensueño con la mano.
Y me tropiezo a mí, me reconozco
lleno de muerte, en sombra construido;
y sé que no soy más, pregunto, y no conozco
otro saber que el no saber sentido
por el muerto futuro que conduzco
bajo el disfraz corpóreo en que resido.
EL POEMA
Homenaje a Eugenio Florit
«Quiero, dice la niña
irrumpiendo en el silencio del poeta,
que me escribas un poema».
«¿Quién puede hacer un poema? Yo no», responde el sorprendido.
«Ya están escritos todos los poemas».
«Ensimismado estaba,
ante un blanco papel, blanco y vacío hora tras hora.
Un papel lleno del bostezo interminable de la nada».
«Quiero, quiero un poema», insiste
la inesperada niña. «Me gustan los poemas».
«Mira, ángel extraño, no es buen día el de hoy: la inspiración
ha huido. No puedo darte un poema,
ni soñar en hacerlo en todo el día. Pero toma,
toma esta rosa, llévala a aquel vaso que está en el fondo,
colócala allá cuidadosamente, para que mañana
siga siendo tuya todo el día. Y luego, puedes irte,
pero en silencio: la musa teme al ruido, y si se aleja,
tarda mucho en volver: déjame solo».
La niña tomó la rosa delicadamente,
y como en un vuelo cruzó la habitación.
Puso la rosa
en su erguido sepulcro de cristal, y sin ruido partió;
apenas pudo oírse la puerta, la que al cerrarse
enclaustraba de nuevo en su estéril espera, en su vacío,
al poeta. Todo fue paz de nuevo.
La nada resurgía
como una tierra amiga ante el ensimismado inútil.
Y al volver los ojos otra vez hacia el blanco papel,
vio que allí estaba:
como un mirlo en medio de la nieve,
como una estrella sola en el centro del cielo,
allí estaba, sobre el papel inmenso, el Poema.
Alencart, Ortega, Baquero, Meneses y Serrano, en Salamanca (1993, foto de Jacqueline Alencar)
FÁBULA
Mi nombre es Filemón, mi apellido es Ustariz.
Tengo una vaca, un perro, un fusil y un sombrero;
vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo,
vivimos cobijados por el techo más alto;
ni lluvias ni tormentas, ni océanos ni ríos,
impiden que vaguemos de pradera en pradera.
Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido.
No dormimos dos veces bajo la misma estrella;
cada día un paisaje, cada noche otra luz,
un viajero hoy nos halla junto al río Amazonas,
y mañana es posible que en el río Amarillo
aparezcamos justo al irrumpir el sol.
Somos como las nubes, pero reales, concretos:
un hombre, un perro, una vaca, un sombrero,
apestamos, queremos, odiamos y nos odian,
vagabundos, errantes, sin más tierra que el cielo
-Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido-;
los míos me acompañan, lucientes o sombríos,
pero con nombres propios, con sombras bien corpóreas,
seres corrientes, sueños, efluvios de una magia
que hace de lo increíble lo solo que creemos.
Filemón es mi nombre, Ustariz mi apellido;
somos materia cierta, cifras, humareda,
llevados por el viento, hambrientos de infinito,
un perro, una vaca, un palpable sombrero;
simples y sin misterio seguiremos el viaje:
por eso yo declaro al tomar el camino,
que es Filemón mi nombre y Ustariz mi apellido,
que la vaca se llama Rosamunda de Hungría,
y que al perro le puse el nombre de una estrella:
le digo Aldebarán, y brinca, y ríe, y canta,
como un tenor que quiere romperse la garganta.
Manuscrito de Gastón Baquero (archivo de J.acqueline y A. P. Alencart)
EL GALEÓN
Desde Manila hasta Acapulco
el poderoso galeón venía lleno de perlas,
y traía además el olor de ilang-ilang,
y las diminutas doncellas de placer criadas por Oriente,
y todo el aire de Asia pasando por el tamiz mejicano,
para derramarse un día sobre las severas piedras de Castilla,
como un extraño óleo de tentación y desafío.
Desde Manila hasta Acapulco
el viejo galeón cuidaba su vientre henchido de canela,
y los lienzos de vaporosas sedas para la ropa del rey,
y las garrafas de muy madurada malvasía,
y los alfilerones de oro para la arquitectura difícil del peinado,
el palisandro, la taracea, el primor,
todo venía en el vientre del galeón
hurtándose de continuo a los corsarios golosísimos,
que pretendían adelantarse en lo de poner a los pies del rey suyo
la espuma blanquísima del coco, el arcón de sándalo, el laúd
copiado del ave del paraíso, y la marquetería
rehilada de nácar, como diseñada por Benvenuto en la Florencia medicea.
Desde Manila hasta Acapulco
el galeón saltaba entre mantas de transparentes zafiros,
y a cañonazos, a dentelladas, a blasfemias,
defendía el bosque de sus entrañas, fuese de compotas,
de abanicos, o de caobas,
y avanzaba hacia el sol legendario de los mejicanos como a un altar,
venciendo, escabulléndose, ascendiendo desde el abismo del océano
hasta las playas donde la finísima arena remedaba la trama delicada
de los tejidos que urdían en Filipinas las últimas hadas verdaderas.
Desde Manila hasta Acapulco
el galeón hacía palpable los sueños de Marco Polo.
Parecía saber que allá en la corte lejana esperaba un rey,
un hombre sensual y triste, monarca de un vastísimo imperio,
un rey que no podía dormir pensando en la renovada maravilla del galeón,
y en tanto los tesoros viajaban lentamente por tierras mejicanas,
y llegaban al otro lado del mar para salir en busca de Castilla,
él se serenaba en su palacio quemando redomillas de sándalo,
jícaras de incienso, pañuelos perfumados con ilang-ilang.
Y así, de tiempo en tiempo el Escorial era como un galeón de piedra,
como un navío rescatado de un mar tenebroso, salvado
por la insistencia de la resina, por el aroma tenaz del benjuí y de la canela.
El Escorial era
un galeón construido por el rey un día para viajar,
sin moverse de su rígido taburete, desde Castilla hasta Acapulco,
desde Acapulco hasta Manila, desde Manila hasta el cielo.
1979
Programa del homenaje salmantino (portada)
LUIGIA POLZELLI MIRA DE SOSLAYO
A SU AMANTE Y SONRÍE
El maestro Josef Haydn recogía sus últimos papeles. El archiduque,
el Teobaldo al que sus enemigos llaman El Giboso, mira
con la crueldad habitual de su sonrisa al sereno maestro.
Él era el príncipe y el otro era su esclavo. «Maestro Haydn,
le decía, prepárame para mañana una pequeña ópera
en la que haya un hombre feliz engañado por su esposa».
Josef Haydn apelaba a su conocida serenidad, y sin sonreír
hacía una reverencia. «Mañana la tendrá Vuestra Alteza. Ahora,
con la venia, debo retirarme. Mi esposa, la que Vuestra Señoría llama
Bellísima Luigia Polzelli, me espera detrás de esas cortinas».
El maestro Haydn salía por el largo corredor del Palacio,
llevando a su esposa férreamente cogida de la mano. Él sabía
que el Archiduque, el maldito Teobaldo de la Giba,
tenía su paraíso en mirar, nada más que en mirar. Haydn
tarareaba su Serenata para Cuerdas, y apretaba el paso:
sentía, sin verlas, las miradas del otro desnudando a su esposa.
Saltaba el Archiduque de cortina en cortina como un sapo
por el largo pasillo, y el maestro, de reojo, veía con amargura
cómo Luigia Polzelli, la amada de su alma, miraba de soslayo,
y sonreía apicaradamente, a ritmo
con el dorado insistir de la Serenata para Cuerdas de su esposo,
el maestro Josef Haydn, nada menos que eso: el Maestro Haydn.
Gastón Baquero y Carlos Edmundo de Ory, en la Universidad de Salamanca (foto de A.P. Alencart, 1992)
EL GATO PERSONAL DEL CONDE CLAGLIOSTRO
Tuve un gato llamado Tamerlán.
Se alimentaba solamente con poemas de Emily Dickinson,
y melodías de Schubert.
Viajaba conmigo: en París
le servían inútilmente, en mantelitos de encaje Richelieu,
chocolatinas elaborada para él por Madame Sevigné en persona,
pero él todo lo rechazaba,
con el gesto de un emperador romano
tras una noche de orgía.
Porque él sólo quería masticar,
hoja por hoja, verso por verso,
viejas ediciones de los poemas de Emily Dickinson,
y escuchar incesantemente,
melodías de Schubert.
(Conocimos en Munich, en una pensión alemana,
a Katherine Mansfield, y ella,
que era todo lo delicado del mundo,
tocaba suavemente en su violoncelo, para Tamerlán,
melodías de Schubert).
Tamerlán se alejó del modo más apropiado:
paseábamos por Amsterdam, por el barrio judío de Amsterdam concretamente,
y al pasar ante la más arcaica sinagoga de la ciudad,
Tamerlán se detuvo, me miró con visible resplandor de ternura en sus ojos,
y saltó al interior de aquel oscuro templo.
Desde entonces, todos los años,
envío como presente a la vieja sinagoga de Amsterdan,
un manojo de poemas.
De poemas que fueron llorados, en Amherst, un día,
por la melancólica señorita llamada Emily,
Emily, Tamerlán, Dickinson.
Manuscrito de Baquero (archivo de J.acqueline y A. P. Alencart)
JOSEÍTO JUAI TOCA SU VIOLÍN
EN EL VERSALLES DE MATANZAS
Cuando el niño Joseíto Juai tocaba su violín en el patio de la casa,
el gallito malatobo, y el filipino, y el valenciano,
enarcaban sus cuellos y cantaban el quiquiriquí
de las grandes fiestas, creyendo que había llegado el mediodía.
Dale que dale el niño, en su éxtasis,
entraba y salía sin cansancio de las melodías,
con el paso ligero de un enanito vestido de rojo
ue corretea por el bosque y tararea
cancioncillas de los tiempos de Shakespeare,
y hace jubilosas cabriolas en festejo del sol,
porque él vive tan sólo de lo luminoso y lo diáfano,
y ama más que nada la luz convocada por el violín de este niño.
Cuando Joseíto Juai tocaba su violín, allá en el Versalles de Matanzas,
las mariposas se detenían a escucharle,
y también las abejas, los solibios, los sinsontes clarineros,
el tomeguín comedido, y las palomas, ¡siempre las palomas!,
las albísimas y las grises, con ese cuello que tienen,
tan cuidosamente irisado por los pinceles de Giotto.
Cuando ese niño tocaba su violín,
la puesta de sol se hacía lenta, llena de parsimonia,
porque el Señor del Mediodía no aceptaba perderse ningún sonido,
y sólo se decidía a hundirse en la extensión del horizonte
cuando la madre tomaba de la mano al niño y le decía:
-«Ya está bien de estudiar, que va a enfriarte el relente de la tarde;
deja por hoy tu violín: mañana volveremos a vivir en el reino de la luz,
y volverá el gallito malatobo a cantar su quiquiriquí de gloria».
Gastón Baquero por Alfredo Pérez Alencart (Salamanca, 1993)
BRANDENBURGO 1526
Exquisitas damas brandenburguesas
procuraban dominar la cólera del Barón Humperdansk,
no obstante que conocían la justificación de aquella cólera:
la Baronesa, a la que se tenía por mujer feliz en su castillo rodeado de abetos gigantescos,
se levantó muy al alba, vestida ya de amazona, bebió de pie su taza de Etiopía,
y dijo al palafranero por única despedida:
«cuando llegue el momento dígale al Barón que salí a ver qué cosa es esa del
Nuevo Mundo de que se habla tanto ahora».
El Barón fue informado de su infortunio a la hora exacta
en que cada día autorizaba a sus lacayos a dirigirle la palabra:
apagada la última campanada de las doce, él agitaba desde su cámara secreta
una campanillita de oro que tintineaba por todo el castillo,
y erizaba de pavor los cabellos de la servidumbre.
-«Deme las novedades del día», dijo el Barón al bailío de turno.
El bailío aclaró su garganta, se puso rígido, y desviando sus ojos
de la cara granítica del Barón Humperdansk, dijo de una tirada:
-«Hoy no hay nada más que decir que la señora baronesa partió a las cinco y
treinta de la mañana en su caballo alazán Bucefalito, dejándole dicho
a Vuestra Excelencia que iba al Nuevo Mundo».
El Barón Humperdansk clavó los ojos en el parque de abetos que rodeaba el castillo;
mudo, con el cristal de las lágrimas perforaba el sendero, y seguía más allá,
como persiguiendo el trotar del alazán en las llanuras brandenburguesas,
y avanzaban hasta alcanzar las orillas del océano, donde desplegaba grandes velas
color de azafrán, una barca lista para zarpar con rumbo a las remotas islas,
a aquellas en cuya realidad creían tan sólo los navegantes fieles a Juan de Mandavilla
y los pajes venecianos del perínclito Señor del Tapiz de Oro, llamado Marco Polo.
Adherido como un albatros muerto al ventanal sobre el bosque, el Barón presenciaba extrañas ceremonias.
¡Qué inmenso templo de columnas blancas coronadas de ventalles verdes!
¡Qué calidad de cielo! ¡Y cuántas claridades en las nubes!
¿Será ésta la tierra presentida por los altivos navegantes de la Eskalda,
por los viejos estrelleros del Egipto, por los augures persas?
Deleitoso dibujo nunca visto del sol sobre las hojas, del aire en la piel del espacio.
Todo es allí sustancia de diamante, todo se rompe en luz, todo fulgura.
¿Qué isla es esta de la que a Brandenburgo llegan insólitos aromas,
y rojos chillidos de desconocidos pájaros despiertan los abetos del castillo,
y humaredas de un incienso nuevo suben hasta el alma, y la enardecen?
¿Qué catedral radiante se alza junto a la espuma,
y piérdese feliz por ella la más exquisita dama de Brandenburgo,
reverenciada ahora entre himnos y elásticas danzas como una diosa ofrendada por el mar,
reverenciada por gentes extrañas, jamás vistas en los bosque de Europa?
¿Y quiénes son estos jóvenes guerreros desnudos que cantan sin cesar tan suaves melodías,
y estas doncellas doradas que danzan percutiendo a compás sus tamburines?
¿Qué es este extraño atuendo de sus cabezas, y esta mórbida carne acanelada
de sus sensuales cuerpos, que se adivinan tibias como caricias?
Mira el Barón absorto el ritual de la remota isla hecho a una diosa nueva;
siente que aquellos extraños guerreros la han recibido
como si hubiese caído del cielo después del huracán, el huracán,
que a veces dejaba en las llanuras y sobre el terciopelo de las solemnes ceibas innumerables pajaritos
blancos y a veces, como ahora, ofrecía un ídolo benéfico,
otra diosa que renovaría la fecundidad de las mujeres y de la tierra.
El Barón lloraba silenciosamente, día tras día, en noche y alborada,
y en su habitación entraban las exquisitas damas de Brandenburgo
para escucharle una y otra vez el relato de sus alucinaciones. Hablaba
de ríos absolutamente cristalinos, de rojas mariposas sonoras,
de aves que conversaban con el hombre y reían con él. Hablaba
de maderas perfumadas todo el tiempo, de translúcidos peces voladores, de sirenas,
y describía árboles golpeantes con sus fustes en la techumbre del cielo,
y se le oía runrunear, transportado en su sueño al otro mundo,
cancioncillas que jamás resonaron en los bosques del castillo. Y cantaba:
Senserení, color de agua en la mano,
y sabor de aleluya en bandeja de plata;
Senserení cantando a través del verano,
con su pluma de oro y su pico escarlata.
Tornaba a ensimismarse en su felicísima tristeza, y allí se estaba el Barón de Humperdansk,
pegado al ventanal de las iluminaciones, contemplando el vivir de su esposa
en otro lejano paraíso, rodeada
de adolescentes lascivos, de ídolos hieráticos, de madreperlas y palmeras.
Hasta que un día, de pronto, apagada la última campanada de las doce, cuando
los lacayos entraban para cantar con laúd las novedades del día
(que Lady Mirandolina se había malogrado,
que Piccolino Uccello había escrito un poema),
se oyó gozosa la voz del bailío diciendo:
-«Hay noticias, señor Barón, de que la Baronesa vuelve». Y a seguidas,
crecía en todos los oídos el trotar de un caballo alazán. Y avanzaba veloz,
entre los abetos, la diosa que venía de las islas. Corría feliz hacia el castillo,
aquella que partió para encenderse y renacer en las tierras del Nuevo Mundo.
Entró en la cámara del Barón,
besó la frente del deslumbrado cuchicheando extrañas palabras en sus oídos,
y ceremoniosa fue hasta la ventana de los prodigios lejanos: la Baronesa Humperdansk
llamó junto a sí a las exquisitas damas brandenburguesas y dijo:
«Bendecidme, mujeres de Brandenburgo; mirad mi vientre: traigo del Nuevo Mundo
al sucesor de este castillo».
Y la Baronesa, con suma cortesía,
invitaba a las damas a fumar de unas oscuras hojas que recogió en las islas.
El humo vistió de nubecillas plateadas la cámara del feliz Barón. Ebrio de alegría,
agitaba su campanilla de oro, y pedía que trajesen los vinos de las fiestas
principales. Todos brindaban
por el niño que pronto haría florecer de nuevo los muros del castillo.
Todos bailaban locos de felicidad.
Y extraña cosa en los bosques de Brandenburgo:
todos quedaban castamente desnudos, envueltos por el humo traído de las islas,
y danzaban al son de una música extraña:
una música hecha con tamburines de oro, y palmas, y sahumerios.
1981
Alfredo Pérez Alencart y Gastón Baquero (Salamanca, 1994, foto de Jacqueline Alencar)
PALABRAS ESCRITAS EN LA ARENA POR UN INOCENTE
I
Yo no sé escribir y soy un inocente.
Nunca he sabido para qué sirve la escritura y soy un inocente.
No sé escribir, mi alma no sabe otra cosa que estar viva.
Va y viene entre los hombres respirando y existiendo.
Voy y vengo entre los hombres y represento seriamente el papel que ellos quieren:
Ignorante, orador, astrónomo, jardinero.
E ignoran que en verdad soy solamente un niño.
Un fragmento de polvo llevado y traído hacia la tierra por el peso de su corazón.
El niño olvidado por su padre en el parque.
De quien ignoran que ríe con todo su corazón, pero jamás con los ojos.
Mis ojos piensan y hablan y andan por su cuenta.
Pero yo represento seriamente mi papel y digo:
Buenos días, doctor, el mundo está a sus órdenes, la medida exacta de la tierra
es hoy de seis pies y una pulgada, ¿no es ésta la medida exacta de su cuerpo?
Pero el doctor me dice:
Yo no me llamo Protágoras, pero me llamo Anselmo.
Y usted es un inocente, un idiota inofensivo y útil.
Un niño que ignora totalmente el arte de escribir.
Vuelva a dormirse.
II
Yo soy un inocente y he venido a la orilla del mar,
Del sueño, al sueño, a la verdad, vacío, navegando el sueño.
Un inocente, apenas, inocente de ser inocente, despertando inocente.
Yo no sé escribir, no tengo nociones de lengua persa.
¿Y quién que no sepa el persa puede saber nada?
Sí, señor, flor, amor, puede acaso que sepa historia de la antigüedad.
En la antigüedad está erguido Julio César con Cleopatra en los brazos.
Y César está en los brazos de Alejandro.
Y Alejandro está en los brazos de Aristóteles.
Y Aristóteles está en los brazos de Filipo.
Y Filipo está en los brazos de Ciro.
Y Ciro está en los brazos de Darío.
Y Darío está en los brazos del Helesponto.
Y el Helesponto está en los brazos del Nilo.
Y el Nilo está en la cuna del inocente David.
Y David sonríe y canta en los brazos de las hijas del Rey.
Yo soy un inocente, ciego, de nube en nube, de sombra a sombra levantado.
Veo debajo del cabello a una mujer y debajo de la mujer a una rosa y debajo de la rosa a un insecto.
Voy de alucinación en alucinación como llevado por los pies del tiempo.
Asomado a un espejo está Absalom desnudo y me adelanto a estrecharle la mano.
Estoy muerto en este balcón desde hace cinco minutos lleno de dardos.
Estoy cercado de piedras colgado de un árbol oyendo a David.
Hijo mío Absalom, hijo mío, hijo mío Absalom!
Nunca comprendo nada y ahora comprendo menos que nunca.
Pero tengo la arena del mar, sueño, para escribir el sueño de los dedos.
Y soy tan sólo el niño olvidado inocente durmiéndose en la arena.
III
«Yo soy el más feliz de los infelices».
El que lleva puesto sombrero y nadie lo ve.
El que pronuncia el nombre de Dios y la gente oye:
Vamos al campo a comer golosinas con las aves del campo.
Y vamos al campo aves afuera a burlarnos del tiempo con la más bella bufonada.
Pintando en la arena del campo orillas de un mar dentro del bosque.
Incorporando las biografías de hombres submarinos renacidos en árboles.
Atahlía interrumpe todo esfuerzo gritando hacia los cielos traición, traición!
Nos encogemos de hombros y hablamos con los delfines sobre este grave asunto.
Contestan que se limitan a ser navíos inesperados y tálamos de ruiseñores.
Que lo dejen vivir en todo el mar y en todo el bosque.
Escalando los delfines los árboles y las anémonas.
Comprendo y sigo garabateando en la arena.
Como un niño inocente que hace lo que le dictan desde el cielo.
IV
Bajo la costa atlántica.
A todo lo largo de la costa atlántica escribo con el sueño índice:
Yo no sé.
Llega el sueño del mar, el niño duerme garabateando en la arena,
escucha, tú velarás, tu estarás, tú serás!
«Sí, es Agamenón, es tu rey quien te despierta,
Reconoces la voz que golpea en tus oídos».
¿Por qué vas a despertarle rey de las medusas?
¿Qué vigilas cuando todos duermen y no estás oyendo?
Las cúpulas despiertas. Las interminables escaleras de la memoria.
Oye lo que canta la profunda medianoche:
Reflexiona y tírate en el río.
De la mano del rey tírate en el río.
Nada como un amigo para ser destruido.
Prepárate a morir. Invoca al mar. Mírame partir.
Yo soy tu amigo.
No! Si yo soy tan sólo un niño inocente.
Uno a quien han disfrazado de persona impura.
Uno que ha crecido de súbito a espaldas de su madre.
Pero nada comprendo ni sé, me muevo y hablo
Porque los otros vienen a buscarme, sólo quisiera
Saber con certidumbre lo que pasó en Egipto
Cuando surgió la Esfinge de la arena.
De esta arena en que escribo como un niño
Epitafios, responsos, los nombres más prohibidos.
Escribiendo su nombre y borrándolo luego,
Para que nadie lea, y los peces prosigan inocentes.
Y los niños corran por las playas sin conocer el nombre que me muere.
V
«Qué soy después de todo sino un niño,
Complacido con el sonido de mi propio nombre,
Repitiéndolo sin cesar,
Apartándome de los otros para oírlo,
Sin que me canse nunca?».
Escribo en la arena la palabra horizonte
Y unas mujeres altas vienen a reposar en ella.
Dialogan sonrientes y se esfuman tranquilas.
Yo no puedo seguirlas, el sueño me detiene, ellas van por mis brazos
Buscando el camino tormentoso de mi corazón.
El horizonte guarda los amigos perdidos, las naves naufragadas,
Las puertas de ciudades que existieron cuando existió David.
Yo no comprendo nada, yo soy un inocente.
Pero los dejo irse temblando por el camino de los brazos,
Sangre adentro, centellas silenciosas,
Ahora los escucho platicar por las venas,
Fieles, suntuosamente humildes, vencidos de antemano.
Hablan de las antiguas ciudades, hablan de mujeres esfumadas, gritan y corren apresurados.
Esta mano de un rey me pertenece.
Esta Iglesia es mi casa. Son mis ojos
Quienes la hacen alta y luminosa. Aquel torso
Que sirve de refugio a un bienamado pueblo de palomas
Escapado ha de mí. Han escrito una letra de mi nombre
En las tibias espaldas de aquel árbol. ¿Quién es esta mujer?
La oigo mis verdades. Ella conoce el preciado alimento.
Va inscribiendo mi nombre sobre sepulcros olvidados.
Ella conoce la destreza de amor con que se yergue
Dentro de mí un cuerpo esplendoroso. Ella vive por mí.
¿Cómo responde cuando soy llamado? ¿Cómo alcanza
A su terrible boca el alimento que deparado fuera a mis entrañas?
Ahora comprendo que su cuerpo es el mío.
Yo no termino en mí, en mí comienzo.
También ella soy yo, también se extiende,
Oh muerte, oh muerte, mujer, alma encontrada,
¿Qué vigilas cuando todos duermen?
Oh muerte, feliz inicio, campo de batalla,
Donde las almas solas, puras almas, ya no se mueren nunca,
También se extiende hacia su extraña playa de deseos
Esta frente que en mí es destruida por ardientes deseos de otra frente.
Bajo este murmullo de guerreros por dentro de las venas
Pienso en los tristes rostros de los niños.
Pienso en sus conversaciones infantiles y en que van a morirse.
Y pienso en la injusticia de que no sean niños eternamente.
Y una voz me contesta:
Eres el más inocente de los inocentes.
Apresúrate a morir. Apresúrate a existir. Mañana sabrás todo.
A su oído infantil, a su inercia, a su ensueño,
Bufón, rojo anciano, sabio dominante, le dirás la verdad
Diciendo tus verdades, bufón, anciano dominante, sabio de Dios, alerta.
Mañana sabrás todo. Mañana. Duerme, niño inocente, duerme hasta mañana.
Le mostrarás el polvoriento camino de la muerte, anciano dominante,
Bufón de Dios, poeta.
To-morrow, and to-morrow, and to-morrow,
Creeps in this petty pace from day to day,
To the lasta syllable of recorded time;
And all our yesterdays have lighted fools
The way to dusty death: Out, out, brief candle!
Bufón de Dios, arrójate a las llamas, que el tiempo es el maestro de la muerte.
Y tú no estás, ya nadie te recuerda el cuerpo ni la sombra.
Hoy eres el bufón, que se levanta y ríe, padre de sus ficciones, sabio dominado.
Levántate sobre la última sílaba del tiempo que recordamos, levántate, terrible
y seguro, imponiendo tu sombra a la luz de la vida.
Life’s but a walking shadow, a poor player
That struts and frets his hour upon the stage,
And then is heard no more; it is a tale
Told by an idiot, full of sound and fury,
Signifying nothing.
Mañana sabrás todo.
Vuelve a dormirte.
La vida no es sino una sombra errante,
Un pobre actor que se pavonea y malgasta su hora sobre la escena,
Y al que luego no se le escucha más, la vida es
-31-
Un cuento narrado por un idiota, un cuento lleno de sonido y de furia,
Significando nada.
Vuelve a dormirte.
Estoy soñando en la arena las palabras que garabateo en la arena con el sueño
índice:
Amplísimo-amor-de-inencontrable-ninfa-caritativo-muslo-de-sirena.
Éstas son las playas de Burma, con los minaretes de Burma, y las selvas de
Burma.
El marabú, la flor, el heliógrafo del corazón. Los dragones andando de puntillas porque duerme San Jorge.
Soñar y dormir en el sueño de muerte los sueños de la muerte.
Danos tiempo para eso. Danos tiempo. Tú eres quien sueña solamente.
«No. Yo no sueño la vida,
Es la vida la que sueña a mí,
y si el sueño me olvida,
he de olvidarme al cabo que viví».
VII
Andan caminando por las seis de la mañana.
¿Querría usted hacer un poco de silencio?
La tierra se encuentra cansada de existir.
Día tras día moliendo estérilmente con su eje.
Día tras día oyendo a los dioses burlarse de los hombres.
Usted no sabe escucharla, ella rueda y gime.
Usted cree que escucha las campanas y es la tierra quien gime.
Recoja sus manos de inocente sobre la playa.
No escriba. No exista. No piense.
Ame usted si lo desea, ¿a quién le importa nada?
No es a usted a quien aman, compréndalo, renuncie gentilmente.
Piense en las estrellas e invéntese algunas constelaciones.
Hable de todo cuanto quiera pero no diga su nombre verdadero.
No se palpe usted el fantasma que lleva debajo de la piel.
No responda ante el nombre de un sepulcro. Niéguese a morir. Desista. Reconcilie.
No hable de la muerte, no hable del cuerpo, no hable de la belleza.
Para que los barcos anden,
«Para que las piedras puedan moverse y hablar los árboles».
Para corroborar la costumbre un poco antigua de morirse,
Remonten suavemente las amazonas el blanco río de sus cabellos.
VIII
«Yo soy el mentiroso que siempre dice su verdad».
Quien no puede desmentirse ni ser otra cosa que inocente.
Yo soy un niño que recibe por sus ojos la verdad de su inocencia.
Un navegante ciego en busca de su morada, que tropieza en las rocas vivientes del cuerpo
humano, que va y viene hacia la tierra bajo el peso agobiante de su pequeño corazón,
Quien padece su cuerpo como una herejía, y sabe que lo ignora.
Quien suplica un poco más de tiempo para olvidarse.
La mano de su Padre recogiéndolo piadosa en medio del parque.
Sonriendo, sollozando, mintiendo, proclamando su nombre sordamente.
Bufón de Dios, vestido de pecado, sonriendo, gritando bajo la piel, por su fantasma venidero.
Amor hacia las más bellas torres de la tierra.
Amor hacia los cuerpos que son como resplandecientes afirmaciones.
Amor, ciegamente, amor, y la muerte velando y sonriendo en el balcón de los cuerpos más hermosos.
Las manos afirmando y el corazón negando.
Vuelve, vuelve a soñar, inventa las precisas realidades.
Aduéñate del corazón que te desdeña bajo los cielos de Burma.
Sueña donde desees lo que desees. No aceptes. No renuncies. Reconcilia.
Navega majestuoso el corazón que te desdeña.
Sueña e inventa tus dulces imprecisas realidades, escribe su nombre en las
arenas, entrégalo al mar, viaja con él, silente navío desterrado.
Inventa tus precisas realidades y borra su nombre en las arenas.
Mintiendo por mis ojos la dura verdad de mi inocencia.
IX
Estamos en Ceylán a la sombra crujiente de los arrozales.
Hablamos invisiblemente la Emperatriz Faustina,
Juliano el Apóstata y yo.
Niño, dijeron, qué haces tan temprano en Ceylán,
Qué haces en Ceylán si no has muerto todavía.
Y aquí estamos para discutir las palabras del Patriarca Cirilo,
Y hablaremos hebreo, y tú no sabes hebreo?
El emperador Constantino sorbe ensimismado sus refrescos de fresa.
Y oye los vagidos victoriosos del niño occidente.
Desde Alejandría le llegan sueños y entrañas de aves tenebrosas como la herejía.
Pasan Paulino de Tiro y Petrófilo de Shitópolis.
Pasan Narciso de Neronias, Teodoto de Laodicea, el Patriarca Atanasio.
Y el Emperador Constantino acaricia los hombros de un faisán.
Escucha embelesado la ascensión de Occidente.
Y monta un caballo blanquísimo buscando a Arlés.
El primero de Agosto del año trescientos catorce de Cristo.
Sale el Emperador Constantino en busca de Arlés.
Lleva las bendiciones imperiales debajo de su toga,
Y el incienso y el agua en el filo de su espada.
Faustina me prestaba su copa de papel
Y yo bebía del vino que toman los muertos a la hora de dormir.
Pero no conseguían embriagarme
Y de cada palabra que decían sacaba una enseñanza.
El pez vencerá al Arquitecto,
Los hijos son consubstanciales con el padre.
Si descubren un nuevo planeta, habrá conflagraciones, y renunciará a existir el Sínodo de Antioquía.
Y de todo salía una enseñanza.
Estamos en Ceylán a la sombra de los crujientes arrozales.
Mujeres doradas danzan al compás de sus amatistas.
Niños grabados en la flor de amapola danzan briznas de opio.
Y en todo el paraninfo de Ceylán las figuras del sueño testifican:
¿Quién es ese niño que nos escribe en palabra en la arena?
¿Qué sabe él quién lo desata y lanza?
Me prestaba su copa de papel.
El patriarca hablaba desde su estatua de mármol, con su barba natural y voz de adolescente:
Preparáos a morir. La hora está aquí. Vengan.
Continuaba bebiendo el vino de los muertos y fingía dormir.
El patriarca me ponía su manto para cuidarme del sueño.
Y oía su diálogo por debajo del vuelo, la voz enjoyada de Faustina, la voz de la estatua,
el vino de Ceylán, la canción de los pequeños sacrificados en la misa de Ceylán.
¿Quién es ese niño que nos escribe en palabras en la arena?
¿Qué sabe él quien lo desata y lanza?
Una voz contesta desde su garganta de mármol:
Dejadlo dormir, es inocente de todo cuanto hace,
Y sufre su sangre como el martirio de una herejía.
Dormir en la voz helena de Cirilo.
Con las soterradas manos de Faustina.
Dialogando interminablemente Juliano el Apóstata.
X
Echemos algunas gotas de horror sobre la dulzura del mundo.
Mira tu corazón frente a frente, piensa en la terrible belleza y renuncia.
Los ancianos ya tiemblan al soplo de la muerte.
Los ancianos que fueron también la belleza terrible,
Los que turbaron un día las débiles manos de un niño en la arena.
Ellos son los que tiemblan ya ahora al soplo de la muerte.
Piensa en su belleza y piensa en su fealdad.
Aún los seres más bellos conducen un fantasma.
Ellos son los que tiemblan ya ahora al soplo de la muerte.
Escapa, débil niño, a la verdad de tu inocencia.
Y a todos los que se imaginan que no son inocentes
Y adelantándose al proscenio dicen:
Yo sé.
Dejemos vivo para siempre a ese inocente niño.
Porque garabatea insensatamente palabras en la arena.
Y no sabe si sabe o si no sabe.
Y asiste al espectáculo de la belleza como al vivo cuerpo de Dios.
Y dice las palabras que lee sobre los cielos, las palabras que se le ocurren,
a sabiendas de que en Dios tienen sentido.
Y porque asiste al espectáculo de su vida afligidamente.
Porque está en las manos de Dios y no conoce sino el pecado.
Y porque sabe que Dios vendrá a recogerle un día detrás del laberinto.
Buscando al más pequeño de sus hijos perdido olvidado en el parque.
Y porque sabe que Dios es también el horror y el vacío del mundo.
Y la plenitud cristalina del mundo.
Y porque Dios está erguido en el cuerpo luminoso de la verdad como en el cuerpo sombrío de la mentira.
Dejadlo vivo
para siempre.
Y el niño de la arena contesta: ¡Gracias!
Y una voz le responde:
Sea Pablo,
Sea Cefas,
sea el mundo,
sea la vida,
sea la muerte,
sea lo presente,
sea lo por venir,
todo es vuestro:
y vosotros de Cristo,
y Cristo de Dios.
Vuelve a dormirte.
Homenaje tributado por la revista Arquitrave, que en Colombia dirige el poeta Harold Alvarado Tenorio
Nota que Baquero preparó para presentar sus poemas inéditos (1995).
El original está en el archivo de Jacqueline y A. P. Alencart.
Dedicatoria para José Olivio Jiménez
Dedicatoria para su ‘nieto’ José Alfredo
Poema cuyo original está en el archivo de Jacqueline y A. P. Alencart.
Poema de Baquero (fragmento) Archivo de Alfredo y Jacqueline
Poema de Baquero a Lorca (fragmento) Archivo de Alfredo y Jacqueline
Reseña de Víctor García de la Concha, a la Poesía Completa de Baquero
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