Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar cinco poemas dedicados a Gastón Baquero, escritos por tres poetas muy cercanos a él. Tres de los textos están en el volumen titulado Palabras del Inocente, antología del XVII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, coordinada por el poeta Alfredo Pérez Alencart, profesor de la Usal y director del Encuentro.
Santiago Castelo por Miguel Elías (2004)
Santiago Castelo (Badajoz, 1948), poeta y periodista (hasta su reciente jubilación, subdirector de ABC desde 1988), es Presidente de la Academia de Extremadura. Premio de Poesía Fastenrath de la Real Academia española en 1982, cuenta con una sólida obra poética con títulos como Tierra en la carne, Memorial de ausencias, Monólogo de Lisboa, La sierra desvelada, Cruz de Guía, Cuaderno del Verano, Cuerpo cierto, La huella del aire, Quilombo, La hermana muerta, Esta luz sin contorno, hasta su más reciente publicación, la antología Como disponga el olvido.
Castelo, miembro Correspondiente de la Academia Cubana de la Lengua y jurado del Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, que concede la Universidad de Salamanca y Patrimonio Nacional, fue alumno de Baquero en la vieja Escuela Oficial de Periodismo, hacia finales de los años sesenta.
Baquero y Santiago Castelo en la Pontificia (foto de A. P. Alencart, 1993)
NOSTALGIA DE GASTÓN BAQUERO
Para Alfredo Pérez Alencart
Fue una larga amistad de más de treinta años.
Yo era apenas un joven lampiño y veinteañero
y él fue mi profesor de amor a Hispanoamérica…
Porque era eso: un poeta, un enseñante a amar
que deslumbraba a todos con su palabra exacta.
Tenía las manos grandes y unos ojos muy tristes.
Inmensamente tristes. Y aquel acento suyo
que envolvía las cosas de poesía y belleza,
bajo el sereno poso de su mirar cansado.
Me dio el dulce veneno que da la cubanía
y cuando yo más tarde me prendé de La Habana
me puso el gentilicio de “habanensis” perpetuo.
En los últimos años le traía de Cuba
lo que más le colmaba su alma de exiliado:
cartas y libros de jóvenes poetas que adoraban su nombre
y, a escondidas, cambiaban sus versos manuscritos.
Gastón Baquero el grande, el maestro, el amigo.
Hoy quiero recordarlo en aquel homenaje
que le dio Salamanca donde fue tan feliz.
Era abril en las flores con las noches aún frías,
y más para aquel hombre que siempre fue cubano.
Aquellos ojos tristes se volvieron dichosos
y entre las nobles piedras que doran Salamanca
el aire se colmó de palmeras reales
para enjugar la lágrima que lloraba por Cuba.
Pío E. Serrano Por Miguel Elías (2007)
Pío E. Serrano (San Luis, Cuba, 1941). Es poeta, ensayista y director de la madrileña editorial Verbum. Fue profesor de Filosofía en la Universidad de La Habana. Entre sus libros de poesía están: A propia sombra (Barcelona, 1978), Cuaderno de viaje (Madrid, 1981) y Segundo cuaderno de viaje (Madrid, 1987). Ese mismo año el Instituto de Cooperación Iberoamericana publicó sus tres libros bajo el título Poesía reunida (Ediciones Cultura Hispánica). Poemas posteriores los ha publicado en varias antologías aparecidas en España, Portugal, Corea y América Latina. Acaba de publicar, preparada por él, el volumen “Poesía completa”, de Gastón Baquero, para conmemorar el Centenario del cubano.
Pío Serrano, Meneses, Baquero, Ortega y Alencart (Salamanca, 1993. Fotografía de Jacqueline Alencar)
PLAZA MAYOR
Para Gastón Baquero
Paseo callado por la Plaza Mayor,
atravieso los restos de un banquete,
de una fiesta bulliciosa y alegre.
Escucho el piafar domado de soberbios caballos
y contemplo el encumbrado desdén de caballeros fieros
de escarolada y rígida gorguera,
«valentones de espátula y gregüescos
retorciéndose el mostacho soldadesco».
Un leve golpe de aire barre al vencido
periódico de ayer tarde,
que anuncia la sangre recientemente siempre derramada.
Envuelto en capa negra, pasa a mi lado Larra,
quiere ganarle el tiempo a la ciudad
y cruza en diagonal la plaza,
tiene una cita cierta ante un espejo.
Bajo un camión un perro, solo como un ser humano,
desconsolado roe el amargo recuerdo de una llaga.
Se aburre como un inglés Carlos, el Príncipe de Gales,
mientras observa, impasible, un regocijo que no entiende,
que lo distrae y aleja de la enamorada infanta:
el color de las llamas del infierno,
y la cara con albayalde y arrebol pintada,
poca palabra y humildad fingida,
fracasadas rosas húmedas de rocío que su desilusión admira.
Desde su ecuestre bronce Felipe IV medita, frívolo y altivo,
sobre un misterio que dejó plantado aquí.
En el pedestal, sentada, una pareja, aplicadamente,
se devora con pasión sus vísceras vitales.
Asomado a una buhardilla, Francisco Rizzi da los toques finales
—un rojo más intenso en el manto de la figura central,
una sombra acentuada en la balconada frontal—,
a un cuadro que Carlos II no ha terminado de organizar:
El auto de fe es un meticuloso ejercicio de la piedad
administrada en el jerárquico holgorio resultante.
Desde los inclinados negros techos
las impertinentes antenas de televisión,
indiferentes transmiten el último auto de fe
que, constantemente, cada telediario nos reserva.
Un mendigo, desde hace siglos el mismo y único,
muestra la mano y esconde una torcida mueca
de migas y tocino florecida.
Todos los estados son espectadores
de su propia conciencia calcinada,
pero la ociosa indiferencia
es el signo elegante que rige los salones.
«Vivimos en tiempos difíciles
en los que no podemos ni hablar
ni callar sin peligro», susurra a Erasmo
impertinente Juan Luis Vives.
Y la llama se enciende
hasta que por general consentimiento
en abandonada ceniza queda reducida.
La chamusquina ha dejado
un olor a estas piedras que no borran
las diligentes aguas de los empleados municipales.
Desde un mesón, una copla de guitarras y palmas
olvida la fría neblina que lo cubre todo.
Magnífico, Rodrigo Calderón, desde el cadalso
sonríe y hace una venia al poderoso Duque;
su cuello quebrado le gana la partida.
Un turista japonés posa ante los restos del fuego
y la pasión callados.
En el extremo norte, más bien a la derecha,
entre frías sillas de metal
residuos de hamburguesas,
vasos de plástico y envases vacíos de cerveza,
descubro, insospechado, el tibio rescoldo
que siempre ha iluminado la paternal figura del Gran Inquisidor.
Y así, mientras paseo callado por la Plaza Mayor.
EL AMOR, LA PALABRA Y LA MUERTE
Ella atraviesa el tiempo
como atraviesa el polvo los espacios.
Gastón Baquero
Reposadora de todos los secretos,
conocedora de los árboles y de los animales,
espejo de la vida,
tú que todo lo nombras,
arrebata el poder a la filosa,
roba la fuerza a la umbrosa,
la de los profundos ojos,
la de la seca lengua,
la del pérfido tacto,
la arrebatadora del tiempo,
la lamedora de la vida,
la descomponedora de las savias y los soles.
Gánate el favor de los oráculos,
márcame con la mejor de tus cartas,
señálame con el más exacto signo,
desígname en la constelación más floreciente.
Frente a la muerte opongo
las vivas como piedras,
como panes,
palabras de mi amor.
Pedro Shimose (Riberalta, Bolivia, 1940) Poeta, ensayista y compositor de música popular, radicado en Madrid desde 1971. En 1972 obtuvo el premio latinoamericano Casa de las Américas por su libro Quiero escribir, pero me sale espuma. Ha publicado otros siete libros de poesía: Triludio en el exilio (1961), Sardonia (1967), Poemas para un pueblo (1968), Caducidad del fuego (1975), Al pie de la letra (1976), Reflexiones maquiavélicas (1980), Bolero de caballería (1985), Riberalta y otros poemas (1996), No te lo vas a creer (2000), además de Poemas (1988) que reúne sus libros anteriores. Es autor de un libro de cuentos, El Coco se llama Drilo (1976) y de un Diccionario de Autores Iberoamericanos (1982). Trabajó, hasta su jubilación, como asesor de publicaciones del Instituto de Cooperación Iberoamericana, donde dirigió la colección de poesía. Miembro Academia Boliviana de la Lengua, en 1999 se le concedió el Premio Nacional de Cultura de su país.
Baquero, Alfredo Pérez Alencart y Pedro Shimose , en la Pontificia (1993. Foto de Jacqueline Alencar)
HALLSTATT
Para Gastón Baquero
Los cuervos agonizan al filo de la llama.
La alondra canta en la rama
del laurel. Su canto es una fiesta.
Transita el fuego la floresta
y en la forma punzante se derrama:
la jabalina,
el dardo,
la ballesta.
EN EL CEMENTERIO
El tiempo que nos desgasta y nos vuelve desconfiados
ya no está en mí, pero en el arte vive;
en esa tierra amorosa y gentil, inmune a la tristeza;
en ese ir y venir de la materia inquieta en su soledad.
El pasado está presente en estos túmulos;
en mis amigos y vecinos que alguna vez ofendí con mi silencio;
en aquellos que nunca conocí, pero son indispensables;
en los pobres cuyos restos jamás preservarán los mausoleos;
en los inmigrantes que ni siquiera aprendieron a deletrear su nombre;
en aquellos seres que vinieron á consumirse en medio de la selva,
huyendo de sí mismos;
en la solvencia de un recuerdo extraviado en los caminos.
Cuando vengo a visitaros,
soy yo el que se visita y se consuela.
Algún día seré como vosotros,
queridos nadies, amadísimas nadas.
Entonces vendrá otro sentimental,
hombre o mujer,
a dialogar conmigo.
Colocará en mi tumba un pensamiento,
me sentirá vivo en un pedazo de papel,
en una melodía que modula el viento,
en el olor a crisantemos mojados por la lluvia.
A pesar de mi orgullo y mi carácter
alguien vendrá, se acercará a mi tumba,
se tomará el trabajo de decirme que, después de tanto afán
y tanto encono,
estos huesos que ardieron de pasión y de arrogancia
siguen amándote.
Nuestro amor
te sostiene
más allá del ultraje y del olvido.
(Para el Homenaje a Gastón Baquero)
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