‘ESTACIÓN SELVA OSCURA’, DEL MEXICANO ERNESTO LUMBRERAS. I ENCUENTRO DE POETAS IBEROAMERICANOS (SEDE MÉXICO)

 

El poeta mexicano Ernesto Lumbreras

 

Ernesto Lumbreras (Ahualulco de Mercado, Jalisco, 1966), Sus libros de poemas más recientes son Numerosas bandas (Mantis 2010), Lo que dijeron las estrellas en el ojo de un sapo (Bonobos, 2012) y Tablas de restar (UAQ, 2017). En el 2014 obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Siglo XXI por La mano siniestra de J. C. Orozco (Siglo XXI, 2015) y en el 2020 el Premio Mazatlán de Literatura por Un acueducto infinitesimal. Ramón López Velarde en la Ciudad de México (Caligramma-Fonca, 2019).

 

ESTACIÓN SELVA OSCURA

 

 (¿por qué estoy aquí? con tanto sueño no lo sabría decir)

 

¿Amanecía o se acercaba la noche con sus pausados timbales? En esa hora de manecillas impávidas me encontré recorriendo —con la frente sangrante— una senda de cabras que se bifurcaba en el monte salvaje; tras varias horas de caminata entre cardos y huizaches, llegaría a una brecha de tezontle que bajaba y subía por colinas verdinegras. Mientras vacilaba qué dirección tomar, emergió paulatinamente de la cuesta del camino  —por la vía diestra manchada con una luz color yema de huevo— un imponente carromato tirado por una yunta de cinco dragones. Las plantas de mis pies, descalzos y llagados, notaron el trepidante avance del vehículo. Cuando pasó a mi lado, contuve la respiración y cerré los ojos. Sentí en el rostro el vaho ígneo y fatigado de las bestias mientras en mis oídos buscaban acomodo una cascada de voces lastimeras, entrecortada por rachas de plegarias y maldiciones.

Tras la polvareda carmesí levantada por las garras y las ruedas, abrí los ojos y pude distinguir la estructura y la carga de la carreta. A semejanza de los tráiler que transportan somnolientos porcinos hacia los mataderos de las grandes ciudades, vi numerosas jaulas dispuestas, unas sobre otras, en cinco columnas con igual número de niveles y de hileras donde hombres y mujeres, envilecidos en sus carnes y en el alma ocupaban individualmente cada una de las minúsculas celdas. También pude ver, una figura simiesca que se movía sobre los barrotes con agilidad prodigiosa, portando en la mano siniestra una lanza con la que arremetía contra sus prisioneros una y otra vez.

A punto de perderse de mi vista al comenzar a doblar una curva, el carromato se detuvo de golpe con un chirrido pendenciero de ejes y ruedas; con la puya recargada en el carro, el carcelero bajó de las jaulas y se encaminó hacia donde me encontraba, todavía, con el corazón intranquilo. Pálido como un hueso pulido por el sol del desierto,  lo miré venir con grandes y decididos pasos. ¿Dispondría de una jaula para mí? ¿Me daría de comer a sus dragones? Abstraído en el horror de tales cavilaciones no reparé en el momento que detuvo su marcha para extraer, seguramente de alguno de los bolsones que colgaban de su pecho, una paloma. Agitándose en sus manos, el plumaje del ave cambiaba sin cesar, ora gris perla con jaspeados sanguinos, ora negro azabache con luminosidades turquesas y glaucas. Después de una rápida maniobra en una pata, de acicalar el cuello y estirar ambas alas, posiblemente entumecidas, lanzó la paloma sobre su cabeza para que emprendiera el vuelo; travesía realmente corta, pues en apenas un suspiro el pájaro mensajero aleteaba sobre uno de mis hombros.              

 

(el mensaje: la instrucción)

Seguirás este rastro de serpientes

nueve jornadas. Nada de preguntas

ni de quejas. Quien puede responderte

ha perdido el lenguaje de los hombres

y confunde, vilmente, los terrores

del número seguido de las gracias

de una vocal. Desiste de las nubes,

del álgebra que rige sus paseos.

Consérvate despierto incluso mientras

duermes sobre la balsa que desciende

las aguas del Leteo. Con escarcha en los ojos

sacia tu sed y piérdete en el blanco

y el negro de lo que sabes de ti-

 

 

 (Lo primero que hice al despertar)

 

Dibujé en un reguero de pólvora, con el dedo cordial, un volcán nevado y una mujer en cuclillas, orinando. En otro lugar —donde llovizna desde hace tres meses— me señalaron con sorna, el cacique del pueblo y una niña con polio. En otro tiempo, por las laderas del cerro del Mixtón, un helicóptero y una cuadrilla de hombres a caballo se habían propuesto encontrar mi cuerpo martirizado. Mientras van y vienen con maletas de vaqueta y costales de yute, aquí, el viento —ese húngaro que tiene un diablo en su polvera— nos bautizó con una cruz de ceniza en los párpados.

 

 

 

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