VIAJE POR UNA EXISTENCIA HECHA DE PALABRAS Y DE AFECTOS: ‘EL SOL DE LOS CIEGOS’, DE ALFREDO PÉREZ ALENCART. COMENTARIO DE ASUNCIÓN ESCRIBANO

 

 

José María Muñoz Quirós, Alfredo Pérez Alencart y Asunción Escribano, en el Casino de Salamanca

(foto de Iván Salazar Ríos)

 

Crear en Salamanca tiene la satisfacción de publicar el texto de presentación que, del libro ‘El sol de los ciegos’, hizo el pasado jueves Asunción Escribano, poeta y escritora salmantina, catedrática de Lengua y Literatura en la Facultad de Comunicación de la Universidad de Salamanca, directora de la Cátedra de Poesía «Fray Luis de León» de la Universidad Pontificia de Salamanca y miembro de la Academia de Juglares de Fontiveros. Ha sido incluida en diversas antologías literarias, y ha publicado los siguientes poemarios: La Disolución (2001), Metamorfosis (2004), Sólo me acarician alas. Antología poética (2012), Hebra y sutura (2012), y Acorde (2014), X Premio «Fray Luis de León» de Poesía y Salmos de la lluvia (Vaso Roto, 2018). Profesionalmente ha ejercido el periodismo cultural y la crítica literaria en prensa periódica y en revistas literarias y académicas.

 

 

‘EL SOL DE LOS CIEGOS’, DE ALFREDO PÉREZ ALENCART

 

El último poemario de Alfredo Perez Alencart, publicado por Vaso Roto, “El sol de los ciegos” nos coloca, desde su título, ante la metáfora de la ceguera física como símbolo de la ceguera moral, un símbolo que ha tenido siempre una enorme presencia en la literatura. En este sentido, desde el inicio, su planteamiento y su mirada poética sobre la realidad aparecen reflejados en este título. “El sol de los ciegos”, que apunta a lo desapercibido, a lo que va a la contra, al destello íntimo en el que se sostiene la vida. Y lo nombra desde perspectivas distintas.

 

Desde el inicio, todo el poemario está cruzado por una mirada esperanzada, incluso en aquellos poemas que se acercan a las vivencias extremas, escritos con frecuencia en versos breves, cuya velocidad contrasta con la lentitud necesaria para el paladeo de su contenido y también con esa otra calma que es obligada para su asimilación.

 

El encabezamiento de la obra nos muestra dos términos “sol” y “ciegos” que podría resultar extraño encontrar juntos, si no se leyeran desde la perspectiva anterior, como si fuera una paradoja semántica. Sin embargo, las paradojas, bien lo sabe toda nuestra literatura, especialmente la mística, no apuntan a la contradicción, sino a la incapacidad racional del hombre de captar la unidad de la realidad, y esa armonía que es a la que accede fácilmente la poesía. Por lo tanto, la lógica se rompe ante el poema y la razón se frena. Así, todo el libro está cruzado por esta alegoría aparentemente, y sólo aparentemente, contradictoria. Un sol que ofrece luz, que ilumina lo que está oscuro. Esta es la mirada que atraviesa y anuda todo este poemario.

 

El libro comienza, antes de iniciarse los poemas, con una inscripción. Y la palabra escogida para situarlo, “inscripción”, en un género textual no es inocente. Lo escrito antes de los versos no es un prólogo, no es una introducción, que serían términos puramente descriptivos. Sino que inscribir apunta a la escritura sobre una materia dura, cuya finalidad es el recuerdo. De este modo, el poeta nos señala la necesidad de memorizar lo que aparecerá en el texto. Y esa memoria no necesita la razón, sino que, como las grandes verdades, se inscribe en el corazón. Quizá, por ello, en el libro encontramos afirmaciones como la siguiente: “Tal vez también se llama Amor: ordenar palabras”. Y los lectores de poesía sabemos que esto es, precisamente o -mejor dicho- sobre todo, la poesía: un acto de amor. También añade Alencart que: “En un poema caben varias existencias aisladas”. E igualmente nos sentimos identificados, pues cada poema, cada poemario, cada libro nos permite experimentar las vivencias escritas como si fueran nuestras. El lector ante el libro, bien lo ha señalado toda la crítica del último medio siglo, está legitimado para reconstruir, o actualizar, o revivir en su experiencia cada texto leído, que pasa a ser, así, su propio texto, su propio poema, y casi casi podríamos decir que inspira su propia vida.

 

A. P. Alencart dedicando un ejemplar a Enriquue Cabero (foto de Iván Salazar Ríos)

 

En esta línea el primer texto insiste: “Vi cosas que no se ven”. Y no podemos evitar recordar a ese Borges que en su “Elogio de la sombra”, después de escribir, anticipando un futuro inevitable, que “Vivo entre formas luminosas y vagas/ que no son aún la tiniebla”, finaliza el poema con la siguiente certeza de que “llego a mi centro,/ a mi álgebra y mi clave,/ a mi espejo./Pronto sabré quién soy.” Igual que en el poema del porteño, el texto de Alencart nos coloca ante una la contradicción aparente, pues se está hablando del espacio del corazón, y no del mundo visible o aparente. Abrir los ojos para ver lo no manifiesto. Por ello, no inocentemente, este primer poema se denomina “taller”, poema que, por otro lado, señala una de las líneas temáticas fundamentales del libro: la poética, entendida como una manera de comprensión personal del espacio -casi del milagro- de la propia escritura. Este es el primer don del poeta: ser un orfebre del lenguaje, como si de un oficio antiguo y sagrado se tratara, el poeta talla las palabras, las lija “como un humilde/ carpintero/ en su taller”.

 

 

Todo el poemario apuesta por esta poética humilde. De ahí títulos como “La poesía alcanza”, texto que reúne en torno a la poesía una serie de metáforas estructuradas clásicas. Entre ellas, la geográfica y la sensitivo-ambiental: “habitamos una tierra ardiente/ llamada Poesía”, escribe el poeta haciéndonos sentir insertos en el abrigo cálido del espacio lírico. A la piel, se unen otros sentidos, el gusto, el oído o la vista, y, acumulando impresiones, escribe Alfredo: “es Voz/ y es fruta viva/ y es tallo/ que a diario la gente descubre/ creciendo ante sus ojos// o sonando cual amoroso violín/ cuyas notas ruedan/ por el mundo.”

 

También hay una apuesta por la palabra límpida, libre de adornos innecesarios, la que apunta a lo frágil y ella misma también lo es, como escribe Alencart, en su poema “traductores” (otra manera de ser poeta): “Oh entusiasmo/ en el trasvase/ de un idioma a otro,/ de palabas frágiles/ como el hueso de un colibrí.” Y hay que llamar la atención sobre esa hermosa palabra “entusiasmo”, cuyo origen griego (ενθουσιασμός / enthousiasmos), muy clásica, que apunta a la inspiración divina.

 

Firma de ejemplares (foto de Iván Salazar Ríos)

 

La palabra que constituye el poema tiene que ser entonces profundamente verdadera, y, también, cercana y humilde, como escribe Alencart, haciendo del poema metonimia de la vida, al tiempo que apuesta -a la manera machadiana- por la mirara clara y sencilla: “lengua que conoce el polvo del camino” e, igualmente, ha de ser “entendible por niños y ancianos/ que olvidan cualquier derrota/ escuchando palabras/ sin asfixia.”

 

Junto al desarrollo de esa percepción personal sobre la poesía, también encontramos en le poemario, como constituyente temático fundamental, el amor. La amada adopta rostros diferentes de sí misma, para hacerse escuchar a través los elementos de la tierra, como si formara parte fundamental de esta, y como si de ella se nutriera y en ella alimentara sus alas. Así, en el poema titulado “año nuevo” es la orquídea que se torna símbolo del amor eterno, por encima del tiempo. Por su parte en “Creación” es “una hoja de exquisita fragancia” que se hace barro y carne. En “Compañera en todo” la amada es constelación secreta y también gacela, imagen preciosa que, asumida a partir de la literatura árabe, cruza la historia de nuestra literatura, desde la edad media hasta llegar, cercana ya a nosotros, a poetas como Lorca. En “Lo vivo” una estrella ilumina su vientre, y mientras da a luz, una paloma atraviesa el cielo. En “Perfume”, los amantes cruzan como mariposas las selvas lejanas para llegar a la noche donde duermen. La amada también es Eva que presta luz al hombre, y es sobre todo eso, la Amada, de cuyos labios escribe el poeta que “guardan/ la sed de los desiertos/ por donde acompañaste/ mi éxodo”. Es Eunice, e, igualmente alondra, de la que, como sucediera con aquel otro canto del ruiseñor evocado anhelantemente por Keats, Alencart escribe que: “Una porción/ de sus cantos fue/ antorcha/ del sosiego que brotó”. Pero, sobre todo, es esposa que une tiempos en su siembra. Así en el poema “Esposados” escribe Alencart: “Es temblor profundo,/ existir dulcemente rozado/ hasta fundir la simiente/ de mil generaciones”.  

 

 

A la vez que este homenaje a la palabra y al amor, el libro acumula otras miradas sobre la realidad. Entre ellas, la de la fe. En este sentido, son numerosos los poemas en los que se explicita la concepción sagrada de la realidad, y también se manifiesta en verso la fe personal. “Soy, siempre seré/ en el espíritu,/ pues llegué mucho antes/ de mí mismo”, escribe Alencart en el poema titulado “Soy, seré…” O ese otro precioso poema, titulado “INRI”, en el que en un viaje al tiempo íntimo y sentido se escucha decir “Siente la orfandad/ como si salieses de la última cena”.

 

 

A.P.Alencart en la lectura de sus poemas. Foto José Amador Martín

 

Y consecuentemente con esta fe, aparece en el poemario la vertiente social, en poemas como “Invocación” donde el poeta pide: “Hermano,/ estés donde estés/ abre los puños/ y que no vuelvan/ las armas a tus manos”. La reivindicación de paz se extiende por todo el poemario. Así, en el poema titulado “Sed” también comienza, precisamente, con esa reivindicación: “Sed de paz, de/ perdón, pues no sacian/ las contiendas.”

 

Poesía, amor, fe, solidaridad, poemas de circunstancias también, y muchos homenajes a amigos. Amigos con los que se comparte la vida (Miguel Elías, Aldo Gutiérrez, José Carralero, Guillermo Morón, entre otros muchos)… y amigos de lecturas con los que se dialoga, a pesar de la distancia en el tiempo, compartiendo -sin embargo- la vida a través de las palabras, como ocurre con Unamuno, a quien dedica un poema con este título, y de quien escribe en los últimos versos del poema que “sé que él/ nunca estará huérfano/ de pueblo”; o también Machado, que da título a un poema, “Por Machado”, en el que se reproduce su nombre y, dentro de los versos, su mirada.

 

En definitiva, El sol de los ciegos es un libro que dibuja el viaje por una existencia hecha de palabras y de afectos. Es una obra hermosa que invita, entre otras cosas, a dejarse deslumbrar por la luz que cruza sus palabras, y nos permite, en su destello, comprender el rostro más profundo y verdadero de la realidad.

 

Asunción Escribano

Salamanca, febrero, 2022

 

Asunción Escribano, durante su intervención (foto de David Sañudo – Salamanca al Día)

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