El poeta y ensayista Carlos Francisco Monge
Crear en Salamanca se complace en difundir esta muestra poética de Carlos Francisco Monge (1951), poeta y ensayista costarricense. Tiene a su haber, entre sus títulos de poesía La tinta extinta (1990), Enigmas de la imperfección (2002), Fábula umbría (2009), Poemas para una ciudad inerme (2009), El amanuense del barrio (2017), Nada de todo aquello (2017) y Cuadernos a la intemperie (2018). Sus libros de ensayo versan sobre problemas de historia literaria y crítica, especialmente sobre literatura hispanoamericana, como en La rama de fresno (1999) y Territorios y figuraciones (2009). Es profesor de literaturas hispánicas en una de las principales universidades públicas de su país, donde ejerce la docencia desde hace cuatro decenios. Ha promocionado la literatura costarricense en varias antologías de poesía, dos de ellas bilingües (español-inglés; español-japonés). Alguna de su poesía se ha traducido al inglés, al rumano, al francés, al alemán, al italiano y al japonés. En prensa dos recopilaciones retrospectivas: Sin ninguna explicación y Recomposiciones.
Cardumen
Esta borrosa efigie que separa
lo que fue de lo que será;
este fiero cardumen que viaja hacia el sur,
invadiendo, sinuosamente cayendo
a las profundidades,
qué sencillo parece, como un solo animal,
como una sola sombra o una sola aventura;
qué pieza de espectáculo da del convivir,
de ser el uno en muchos, sin yoes, sin voy solo,
sin quita tú de aquí.
¡Cuánta lección de historia
nos dan esas sardinas, ese incontable muro
de nosotras y nosotras y nosotras,
viajando, sin más número o cálculo
que la luz y esa música
del mar en su hermosura.
[Nada de todo aquello]
La corrupción
A la voz corrupción hoy la han puesto de moda
los políticos, los antipolíticos,
los profesores honrados y los otros,
los historiadores y hasta —mire usted— los banqueros.
Pero olvidan la otra,
la más cruel y temible: la del cuerpo.
La que punto a punto destruye la belleza;
la que pasa, sonríe, se contorsiona,
danza a la perfección, nos enamora,
nos dice lo que somos, dónde estamos.
Hace que un día la piel se nos erice
y al día siguiente se queme;
hace que el ojo hoy mire la plenitud del mar
y mañana una sombra, una falencia del iris,
un óvalo y no un círculo.
Y los sabores regios y los pasos seguros
y la música cósmica,
¿cómo se van,
cómo desaparecen sin dejar un rastro,
una ínfima huella de la feliz fugaz felicidad forjada?
¿Y cómo es que de pronto,
mientras la sangre fluye y se atesora
de luz y minerales,
un ominoso ruido la persigue,
un terror amarillo, un laberinto?
Y los huesos, estos pobres huesos,
alguna vez encinas o abedules,
no pueden con la lluvia, con el brillo;
apenas se acompasan,
los carcome el oleaje, como a los arrecifes.
¿Y por qué las arrugas y las grietas;
la luz desvencijada, la belleza no más?
[Cuadernos a la intemperie]
Foto de José Amador Martín
Beatus ille
Dichoso quien comprende
que la nada es la nada;
que no hay aquí y allá; sombra o luz,
penumbra o cegadores resplandores. Nada.
Dichoso quien no sabe
Si espectros son o nítidas señales
los latidos del mar,
los cuerpos que fulguran de belleza o espanto,
los arañazos últimos
de un amor bien aprovechado, pero breve y perplejo.
Acaso alguien lo sepa: que estas murallas viejas
de la ciudad esplenden y se arrugan;
que arden los ríos
de música que aturde y atribula,
pero no engaña, ni se precipita,
ni desaparece de pronto.
Si el tiempo nos conmina, ¿quién lo sabe?;
si hay íntimas estancias, voces ya no terrestres,
puentes desconocidos, sombras,
¿quién podría
dar una mano y ser lo que no somos:
luz perpendicular, verdad exacta,
caso ya resuelto?
Dichoso aquel que sabe
si el tiempo es transcurrir o catarata
que entre la espuma nos envuelve y cae;
quien conoce la ruina, y conjetura;
quien advierte, adivina, reconoce.
La patria será entonces un amable y caduco
galpón de la memoria;
las palabras hogueras ante la tempestad glacial;
y el desamparo, una urdimbre de sueños
sin más que la verdad,
sin un gesto de horror, sin un acto de honor,
pero dichosos.
[Enigmas de la imperfección]
Profanación del quijote
Yo me pregunto a veces
por qué amar a ese tonto de capirote,
a ese sujeto soñador, solemne,
tan metido en sus trasgos,
tan zafio, tan huraño.
Me pregunto si toda la belleza
no es más que una vacía cuchillada en el aire,
un claror en la vista fatigada,
una seña olvidable.
Y más triste es aun
tratar de responderles esas mismas preguntas
a esos chicos menudos, firmes en sus deseos,
con miradas atónitas,
allí sentados ante esta cantera de dudas,
frente a este disfraz de lector traicionado,
poco feliz, perdido.
Si pudiera decirles
que las maderas crujen, ya sin culpa ni gracia,
por el tiempo,
que la noche nos deja subrepticias palabras,
que hay un polvo de siglos
gritando enamorado como si no existiesen
la amargura o la aniquilación.
Pero no hay cómo darles explicación a todo:
ellos saben que la única mentira
es inventar la gloria
y que sus cuerpos bellos,
tan llenos de sentidos y señales,
no habrán de sucumbir.
Yo soy el obcecado,
el soñador, el torpe;
el que página a página redobla sus patrañas,
que a sus horas felices les despoja
de sus mejores palabras, de sus gestos
y de sus figuras.
Y todo mi estupor
como un alud se cae, se precipita,
con las manchas del tiempo,
velando armas, huyendo,
indigno de su amor.
Yo me pregunto a veces
por qué aman a este tonto, a este sujeto huraño
que los quiere de veras, que los sueña.
[Enigmas de la imperfección]
La aguja
¿Seré, serás capaz, seremos,
de ensartar por el ojo de la aguja
esta finísima hebra,
este pelito de algodón o lana,
casi infinitesimal,
que entre los dedos escapa y es difícil hallarlo?
¿Seré, serás capaz
de darle alguna forma, recoger el pespunte,
devanar, aovillar
y así, algún día tal vez, salir del laberinto?
¿Serás, seré, seremos
los tejedores tras el antifaz,
la avidez de la luz que la penumbra encierra,
las costumbres del tiempo, más hechicero que nunca,
la música inclemente, las palabras furtivas,
el ojo mismo de la aguja?
¿Seré, serás, seremos
capaces de doblar esa esquina imprevista,
correr inopinadamente, a deshora,
aguzar los oídos, seguir, tumbar latones,
injuriar el silencio si del caso fuese,
con tal de no perder ese hilo fulgente,
esa hebra que apenas se adivina,
se oculta, vuelve, va, se contorsiona,
y tú y yo tras ella, en este laberinto
donde solo una aguja, una sola aguja
minuciosamente nos mira?
[Cuadernos a la intemperie]
Caballito de palo
Así nació el poeta, el pobrecillo,
caballito de palo,
trasto entre trastos,
petimetre, tronado de tristeza,
sin trono alguno,
caballito de palo.
Rogó clemencia o claridad,
clavos le dieron, esclavitud y palo.
Caballito de palo, tú sabes de rincones,
sabes del polvo, de la sombra, sabes
que tu pequeña máscara de trapo
no respira, no come, no relincha;
que eres tufo a carcoma,
cochambre sin remedio, el pobrecillo,
el poeta de palo.
[CUADERNOS A LA INTEMPERIE]
Oda a la solemnidad de unos calcetines rotos
Ellos frotan la vida desde abajo,
como reptando en el desasosiego,
ultrajados, aullando con los perros,
respirando otro mundo, enloquecidos, fieles,
prescindibles.
Con cuánto amor se ajustan, presurosos,
al talón, al tobillo;
cuánta esperanza albergan
sin saber que de pronto un agujero,
un roce con la arena, algún mal paso
los llevará a la ruina,
a la insondable soledad que aterra a todos.
Pero esta vez respiran desde abajo,
austeros, con la viva atención
fija en los acueductos, en los papeles desechos,
en las sombras vencidas,
en las alianzas, en las interrogaciones.
Todo empieza en un hilo, un cabo suelto
que con argucia empieza
a trazar su destino, a destejer la urdimbre,
uno a uno los puntos,
como es de laberíntico el trajín,
esas huellas inciertas dispuestas al amor,
con estos calcetines que, rotos, nos avisan.
[Cuadernos a la intemperie]
Foto de José Amador Martín
Perigeo
¿Y qué sentido tiene que te acerques, luna,
que no eres sino polvo silencioso
y luz falsa, amarilla,
sin bienaventuranza alguna, luna, luna?
¿Qué vienes a buscar? ¿La compañía,
la sagrada fogata de nuestros amaneceres,
el lodazal cuando los mares se retiran?
¿Qué caso tiene que llegues a la plaza,
te arrodilles, caves y revuelvas
hasta dar con la música
y detengas tu propio transcurrir,
ya sin miedo ni abierta soledad?
¿A qué quieres llegar? ¿Quieres manchar las torres,
recortar tu perfil en las estatuas
y allí permanecer,
aliarte a los relojes, a su ritmo incantable
y cada vez más débil, más sumiso?
¿Acaso está en tu mano aullar como los lobos,
derruir viejos castillos que junto al río gravitan,
o sestear entre ruinas y a hurtadillas,
como un gato montés?
¿Por qué te acercas? ¿Tienes miedo
de que todo acabe: la niebla entre las calles,
la arena donde brillas,
el modo nuestro de mirarte, incluso,
en busca de otra luz,
como el sosiego que finges,
si eres polvo y locura?
[El amanuense del barrio]
Foto de José Amador Martín
El ruido escondido
Cuánta pared crujiente hay en esta ciudad,
mas no por su madera carcomida,
ni por la herrumbre de sus clavos o goznes;
no son ni la termita ni el gusanillo traidor
los que ocasionan ese ruido insidioso
que se oye a veces
con disimulo tras las puertas,
ese que a nuestro paso, cuando menos se espera,
gruñe como un fantasma guardián, rechina,
descompone el sosiego.
Es otro el ruido escondido; no es el agua infecta
allá, al final de la calle,
no son los taconazos ni el metal del cuchillo,
no es la desazón de los gritos lejanos, ni el golpe de mazo,
ni la torre cansada que empieza, subrepticiamente, a desmoronarse.
Quién querría atravesar esta ciudad crujiente,
este sonajero encapotado de polvo, de ceniza tal vez;
quién se arrojaría, azadón en mano,
a buscar ese ruido en los desagües, bajo las lápidas,
a excavar en jardines, al pie de las estatuas,
tras los cristales mismos de los templos
con ese olor a madera rancia, percudida.
Y si no se encuentra, ¿de dónde viene entonces?
Acaso desde los laberintos de los huesos,
del tornasol de las dudas, de los primeros titubeos
al dar el primer paso, la caricia, la queja
ante el amanecer que parece que tarda;
puede, entonces, que venga ese ruido molesto, como encubierto,
no de las puertas, no de los jardines,
no de ese roble del parque, envejecido y al que nadie atiende,
sino del retintín de los deseos, que no hablan sino avanzan,
con pasito ligero, reposado, suplicando espacio, como silbando
o murmurando apenas.
[El amanuense del barrio]
Pasos
Las dudas nacen, crecen, se reproducen,
pero no mueren.
Esplenden sin fulgor,
danzan como estatuas
y entre su oscura oscuridad
miran la noche sin estrellas
y rompen como el mar en sus espumas.
Entretanto los cuerpos
van perdiéndole el miedo a la belleza,
se acicalan, se lucen,
se turban con la música,
y huelen, palpan, oyen,
y sus pequeñas células el tiempo,
como hexagrama chino, las quema enfurecido.
Y entretanto,
los números no cierran, no concuerdan:
los ríos desaparecen,
como puntas de rápido veneno
los días pasan sin rabiar, sin dejar testamento,
subiendo las colinas, lobas aullantes,
máscaras, mecánicas ilusorias.
Si no fuera que el tiempo nos esculpe,
¿qué sería de sus transparencias,
de sus trepidaciones?
Qué mal nos quedaría celebrar su fragancia.
Y todo, ¿para qué?;
sin infortunios graves, ¿qué sabor da la vida;
qué movimientos sublimes
pueden ser estos pasos que justicieramente damos,
presurosos, continuos,
ya contados tal vez, mas libres y agraciados?
[Fábula umbría]
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