Jacinto Cifuentes caminaba por aquel bosque de forma automática, con la mirada perdida, sin prestar atención a la niña de cinco años que, agarrada a su mano derecha, intentaba mantener su paso. A pesar de que su cuerpo estaba allí físicamente, recorriendo aquel angosto sendero, su mente se encontraba muy lejos. Pensaba en el día en que encontró a aquella niña y la llevó a su casa. Cuando le dieron de comer, la asearon y le limpiaron los pequeños arañazos, tanto su mujer como él se sintieron felices de poder criarla como si fuera uno más de la familia. Incluso pensaron que sería bueno para el bebe.
Nora era una niña retraída, introvertida, algo normal imaginando por lo que habría pasado. El matrimonio pensó que, con el tiempo, la niña se abriría y se mostraría más confiada y afectuosa. Ambos tuvieron en cuenta el qué dirán (los vecinos se preguntarían quién era aquella niña), y acordaron decir que era hija de una hermana de la esposa, y que sus padres habían partido a probar fortuna en el nuevo mundo.
El día que encontró el cadáver del gato no le dio mayor importancia. Solamente le extrañó que un perro pudiera haber hecho semejante destrozo. Cuando murió el bebé, la pena y la desazón hicieron que en ningún momento se le pasase por la cabeza que la niña hubiera podido tener algo que ver…, que un bebé muriera en su cuna era algo muy frecuente en aquellos tiempos. Cuando días después la encontró en el granero delante del cadáver de su mujer, cubierta de sangre, con aquella mirada de indiferencia, estuvo a punto de cometer una locura. Supo dominarse porque nunca había sido un hombre violento o irascible; además, era un devoto cristiano y temía la ira de Dios que tantas veces había mencionado el párroco en sus sermones.
Un leve gemido de la niña le devolvió a la realidad: se encontró a sí mismo apretando fuertemente un nudo en torno a las muñecas de la pequeña. Sin poder evitarlo, pensó de nuevo en el día en que la encontró, en mitad del bosque, sola, atada, abandonada a su suerte; y en su mirada: la misma expresión con que le miraba ahora mismo, esa carita de pena que solo saben poner los niños muy pequeños.
Aquel día había pensado: ¿Quién es tan cruel como para dejar abandonada a una niña atada a un árbol?
Jacinto Cifuentes dio media vuelta y se alejó caminando por el sendero con los ojos anegados de lágrimas.
24 Ago 2012
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