El escritor argentino-israelí José Luis Najenson, en el Aula Magna de la Facultad de Filología, Universidad de Salamanca (Foto de Jacqueline Alencar)
Crear en Salamanca tiene el placer de publicar el relato del escritor José Luis Najenson (Córdoba, Argentina, 1938). Reside en Israel desde 1983. Ha obtenido varios premios literarios y publicado libros de cuento, poesía y novela; entre ellos: “Tiempo de arrojar piedras” (cuentos, México,1981); “Pardés-Sefarad” (poesía, Premio Villa de Martorell, España,1995); “Memorias de un erotómano” (cuentos, Caracas, 1991); “Diario de un Voyeur” (novela, Vigo, 2002); “Periplo Judeo-Andaluz”, poemas; en “El suspiro del moro” (Zaragoza, España, 2003); “Licantropía y otros cuentos sublunares” (Buenos Aires, 2003, Primer Premio, Ed. Los Cuatro Vientos); “El juego ha terminado” (novela corta para jóvenes, Quito, 2007). E-Books: “Cuentos con el Otro Borges y Otros Escritos” (Buenos Aires, 2010); “El Secreto del General” (novela, Madrid, 2010) y “Aquí hay gato encerrado” (cuentos, Madeira, 2011). D. Phil. Univ. Cambridge, 1980. Ha sido Director Literario del Instituto Cultural Israel-Iberoamérica, de Jerusalén, y es Miembro Correspondiente en Israel de la ANLE (Academia Norteamericana de la Lengua Española, desde 2000).
Este relato está incluido en su libro“Licantropía y otros cuentos sublunares”.
EN EL FONDO DEL JARDÍN
«Se me ha perdido una niña, en el fondo del jardín»
(Canción infantil)
os niños venían a sentarse, siempre al atardecer, en el umbral del sanatorio frente a la estación de tren. Eran tres, dos varones y una chica, cuyas edades sumaban apenas veintisiete años. La mirada de los niños se hundía en el horizonte de la pampa, más allá de la última esquina iluminada por un farol colgante que mecía el viento. A un lado, Uriel, jefe indiscutible del trío, e hijo del médico del sanatorio, una casona cuadrada y misteriosa de un solo piso, con un enorme jardín cuyo fondo se confundía con los campos. Al otro, Pablo, su mejor amigo, nieto del dueño del bar, donde los parroquianos jugaban al truco con viejos naipes borrados por el tiempo. Entre los dos, Lucía, la hija del herrero, con sus largas trenzas rubias y ojos grandes y ciegos, tan bellos y celestes como los moños que aquéllas sujetaban.
En los atardeceres de verano, cuando se encendían las luces del pueblo, todas al mismo tiempo, los niños salían a la vereda y comenzaban con el «juego de los trenes», para luego continuar con el «juego del casorio», en el fondo del jardín del sanatorio, ambos inventados por ellos mismos. El primero consistía en adivinar, al escucharse el jadeo de un tren a la distancia, mucho antes de ver el humo o el reflector perforando las sombras, qué clase de locomotorora portaba, de dónde venía y hacia adónde se dirigía, si era de carga o de pasajeros, cuántos vagones llevaba, y si se detendría o no, en la dormida estación del pueblo de Santa María del Sur. Vencía el niño que lograba acertar mayor cantidad de detalles, lo cual le daba el derecho de imponer una prenda u obligación a los perdedores, que a menudo era cruel, como en muchos juegos, y, muy propio de la edad, tenía que ver con el miedo y el amor, o más bien el despertar de este último.
En el juego del casorio, desnudaban a Lucía para vestirla de novia con una larga enagua blanca robada del baúl de su abuela. Los dos rapaces hacían el papel de «novio» y «cura», alternativamente, y elegía primero quien había ganado el juego de los trenes. Durante la “ceremonia de matrimonio”, que oficiaba el cura, éste rezaba también por el alma de todos y el perdón de los pecados. Esto último había sido idea de Lucía, si bien el sacerdote no pertenecía a ninguna religión conocida y oraba en una lengua sin palabras, sólo rumor, de un «libro de rezos» que era una libreta con las páginas en blanco. Cuando la pareja se metía en la «alcoba»: una pérgola con lecho de césped y dosel de buganvillas en el fondo del jardín, el párroco de turno se alejaba unos pasos, para dejarlos solos, y abría la libreta pretendiendo orar. En realidad, estaba atento a lo que hacían los otros, y aunque la enredadera de la pérgola le impedía ver, oía todos los ruidos y adivinaba los gestos, que eran un remedo de los suyos al cambiar de papel. Si acertaba a pasar por allí alguna de las mucamas de la casa o enfermeras del sanatorio, el «curita» daba la alarma, cantando a viva voz: «Se me ha perdido una niña, en el fondo del jardín»… Entonces, los «recién casados» salían de la «cámara nupcial» y los tres jugaban, para disimular, a un juego parecido al escondite, al que correspondía el canto.
Pintura de Miguel Elías
Pero aquella vez, la última que jugaron a esos juegos, pasaron cosas extraordinarias. A propuesta de Uriel, en vez de sentarse en el umbral del sanatorio como lo hacían siempre, fueron al puentecito de madera que cruzaba la zanja, más allá de la esquina del farol y muy cerca de las vías.
– Es para ver toda la oscuridad -le explicó Uriel a Lucía- y seguir el rumbo de las luces o el humo por la línea del riel. De esta manera hay más suspenso y se puede adivinar más cosas antes de que pase por la estación.
– Pero allá no hay calle, ni casas, ni gente…-se animó Pablo a decir sin llegar a oponerse.
-¿Y si aparecen arañas de la zanja? – la voz de Lucía se quebró al mencionar al animal que más temía, pero lo dijo igual apoyándose en la tímida protesta de Pablo.
– ¡Pamplinas! -Uriel pasaba su burlona mirada de uno a otra- ¿tienen miedo acaso? En el fondo del jardín hay más bichos y está más oscuro que en ninguna parte, y jamás dijeron nada…
– ¡Yo no tengo miedo! -mintió Pablo, por el temor, aun mayor, a que lo tildaran de cobarde.
– A Lucía la defenderemos de cualquier peligro, como siempre -concluyó Uriel cerrando el asunto, ante la sonrisa secreta de Lucía.
– «Es cierto -pensó ella- siempre me han protegido de ataques y amenazas, hasta de las que provocaba yo misma para probarlos, para hacerles sentir celos, quizá…Pero eso no se lo he confesado al cura, al cura de verdad, porque me volvería a asustar con el infierno…
-¿Cómo es el infierno? -le pregunté un día. -Cada uno tiene el suyo -me respondió- es como lo peor que te puedas imagimar, lo que más miedo te da…»
Desde el puentecito de madera, que llevaba al predio del ferrocarril cruzando la alcantarilla, por la que aún corrían las aguas de la última lluvia, se veía toda la otra avenida del pueblo, al otro lado de las vías, cuyos faroles en hilera parecían las vértebras de una gran serpiente vacía a punto de tragarse la noche, o de ser tragada por ésta. Para Lucía era todo más negro aún, más oscuro que el gris niebla que a veces creía divisar cerca de las luces. El croar de los sapos en la zanja y el zumbido de los bichos nocturnos que volaban hacia el farol, estrellándose contra la luz, asustaron a Lucía, que se apretó fuertemente a sus dos galanes desviando la cabeza hacia atrás, donde las estrellas, invisibles para ella, relucían como bordados de plata sobre el chiripá* negro del cielo.
El primer tren fue bastante fácil de adivinar por su locomotora dorada, que hacía destellar la luna. Era el rápido que venía de San Francisco de Córdoba, rumbo a la Capital de la provincia, sin parar en el pueblo.
– Es el «Flecha de Oro», gritó Uriel antes que nadie, trepado a la baranda del puente, quien había visto el reflejo de la máquina en sus propios anteojos.
La prenda consistíó en cruzar el puente cinco veces, Lucía de pie sobre los hombros de Pablo, quien la mantenía en esa postura tomándole una mano, mientras con la otra le aferraba una pierna para mayor seguridad. Pablo debía, además, hacerlo todo en paso de baile, al son de una melodía entonada por él mismo, que tenía buena voz.. La brisa hacía volar la falda de Lucía a cada rato, y ella debía tomar la difícil decisión de sujetarla con su mano libre, o arriesgarse a perder el equilibrio. Su débil resistencia fue vencida, como de costumbre, por halagos y promesas:
– Nos gusta mirarte porque sos linda…
– Te prometo que ésta es la última vez…
La cuidada caballerosidad de los niños suponía la suspensión del juego ante el paso de cualquier vehículo o carruaje por el camino de tierra, muy cerca de donde ellos estaban, aunque a esa hora era muy improbable que eso ocurriera. Sobre todo después de una lluvia, cuando las rutas se volvían intransitables, y que de no ser por los trenes el pueblo quedaría totalmente aislado.
La tercera vuelta al puente fue interrumpida por el pito de un tren entrando en la estación sin que ellos se diesen cuenta, distraídos como estaban con el cumplimiento de la prenda. Tampoco lograron descubrir su origen y destino, ya que se trataba de un carguero largo y oscuro, que no ofrecía mayores señas. Pasó lentamente, como una gran bestia nocturna, también sin detenerse, hasta que el último vagón se hundió en la sombra, casi en silencio.
Cuando Pablo y Lucía estaban terminando la quinta vuelta de su castigo, aparecieron las nuevas luces en el horizonte. Aunque era quizá muy pronto, los niños no se extrañaron demasiado; ya que el pueblo, como nudo ferroviario, estaba en un cruce de rumbos, a pesar de su pequeñez y lejanía de los demás poblados. Al principio, parecían estrellas fugaces, pero luego, y durante un buen rato, siguieron la dirección de las vías, como todas las demás luces de trenes, si bien un poco más altas que de costumbre.
El leve tintineo de los dientes de Lucía, acentuado tal vez por el temor a caerse en la zanja, donde habría sin duda horrorosas arañas y otras alimañas, se oía más alto que el chirrido de los grillos, el croar incesante de las ranas, o el triste graznido de un chajá levantando vuelo en la laguna.
– Debe ser el tren de pasajeros que viene de Río Quinto, el que llega hasta la Capital Federal -Pablo hizo bajar a Lucía de sus hombros y se subió a la baranda del puentecito, donde había estado Uriel un rato antes.
– ¡Frío, frío! -exclamó este último con sorna, encaramándose a la otra baranda- ese tren lleva coche correo con antena de radio, pero no lo veo, ni tampoco a la locomotora…
En el medio del puente, dándole la espalda a las vías, Lucía se sintió abandonada. Comenzó a rezar en voz alta, y estaba por echarse a correr hacia su casa, cuando una orden de Uriel la clavó en su sitio:
– ¡Vengan, aquí hay algo raro! Ni siquiera un tren de pasajeros puede tener tantas luces…
Pablo bajó de su baranda para subir a la otra, y arrastró consigo a Lucía que se empeñaba en mirar hacia atrás.
-¡No quiero saber, no quiero saber! -gemía, mientras ellos la forzaban a oír con el viejo truco de atraparle una trenza cada uno, mientras la aferraban de la cintura para que no cayese al agua.
Las luces, todavía lejanas, no parecían tan temibles. Era como si un avión de la yerbatera hubiese aterrizado sobre las vías para fumigar un campo, y siguiera por ellas en dirección al pueblo: focos en la cabina, las alas, la cola; aunque ninguna de estas formas tranquilizadoras se había revelado, tampoco, en la oscuridad. Más bien fue apareciendo un bulto negro, redondo, como si fuera un antiguo globo salido de las historietas o las pesadillas, suspendido a un par de metros del suelo.
Cuando la inmensa sombra volante, o lo que fuese, se detuvo a media cuadra del puente sin entrar en la estación, flotando en el aire, se veía ya como una gran araña colgada de un hilo de su tela. Entonces, se apagaron todas las luces del pueblo y hasta varias leguas a la redonda.
Flor, de Miguel Elías
La única iluminación, si así puede llamársele, era una claridad lechosa que salía del vientre de la araña metálica, barriendo los rieles a su alrededor; por entre sus largas patas se podían divisar las estrellas. Desde el puente, a pesar de que había más de una cuadra de distancia, se oyó claramente la voz ronca del Jefe de Estación ordenándole a algunos de los faroleros o guardabarreras:
– ¡Vayan a la usina, a averiguar qué carajos pasa!
Lucía se había doblado hacia delante, gimiendo al enterarse que era una araña, y sus dos amigos la sostenían en sus brazos, cuidadosamente, como a una muñeca de porcelana. Al darse cuenta de que estaba sucediendo algo extraño, fuera de su comprensión (aunque los apagones no eran raros en el pueblo), huyeron a todo correr, con ella a cuestas, hasta llegar al fondo del jardín donde jugaban al «casorio». El lugar, al borde mismo de la pampa, era tan solitario como el puente y lo rodeaba un ramal perdido de vía de trocha angosta, ya en desuso, que conducía a una vieja punta de rieles oculta entre los pastos. Pero allí se sentían más seguros. De alguna manera, salvo Lucía, cuyo miedo era real, los niños creían que estaban viendo espejismos, visiones de su propia fantasía, y se refugiaron en su sitio preferido de juegos en lugar de entrar a sus casas, donde los estarían esperando ansiosamente o buscándolos por todas partes. Allí, para olvidar lo que habían visto desde el puente, empezaron a jugar al casorio bajo la luz de la luna, cual si nada hubiese ocurrido. Como el juego de los trenes había quedado inconcluso, sortearon los turnos, y le tocó a Uriel ser el «novio» y a Pablo el «cura».
Lucía, que de alguna manera intuía lo que iba a pasar, estaba aterrorizada por la imagen que ella se hacía de la araña, y por eso fue la primera en sentirla de algún modo y en gritar cuando aquélla se posó silenciosamente sobre los rieles abandonados, en el fondo del jardín. Creyendo que lo hacía como parte del juego, Uriel renovó sus torpes caricias e inocentes besos.
De la araña comenzó a salir una red blanquecina, que avanzó directamente hacia donde estaban los «desposados». En el instante en que aquella tela luminosa se cerraba sobre Lucía, ella quizá recordó la voz amenazante del cura, el de verdad, diciéndole: «lo que más miedo te da…”
Pero un minuto más tarde, cuando la nave estelar partía hacia las estrellas, los niños escucharon en sus mentes la voz silenciosa de Lucía que les decía alegremente: «ya no tengo miedo, veo todo y todo está bien…»
Mientras tanto, un grupo de enfermeras y mucamas desesperadas se acercaba buscando a los niños entre los canteros del jardín. Al verlas, Pablo, «el párroco», empezó a cantar: «Se me ha perdido una niña, en el fondo del jardín…»
En ese momento, al volver la luz, y ante el asombro de las mujeres, Uriel yacía acostado entre las buganvillas caídas abrazando a una sombra, y Pablo repetía la canción con los ojos cerrados. Luego los llevaron a las casas, donde ya se enfriaban los platos de la cena. Ninguno de los dos recordaba lo que había sucedido, ni siquiera que hubo un apagón. Tampoco sabían dónde se encontraba Lucía, sólo que estaba contenta, que ahora veía y que nada malo le había pasado.
El herrero rastreó el pueblo en busca de su hija, y también los alrededores palmo a palmo, por cañadas y cañaverales, hasta las cuevas de iguanas y guaridas de pumas, en esa transparente pampa. Pero Lucía jamás fue hallada, viva o muerta; ni nadie pretendió haberla visto en algún pueblo vecino, años después, ocultando su pasado, como en otros casos de niñas desaparecidas.
Y cada vez que Uriel y Pablo oían cantar: «Se me ha perdido una niña, en el fondo del jardín…» se miraban con infinita, no disimulada, tristeza.
Pintura de Miguel Elías
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