Bandera de Colombia, de Jorge Espinosa
Omar Castillo, Medellín, Colombia 1958. Poeta, ensayista y narrador. Algunos de sus libros publicados son: Obra poética 2011-1980, Ediciones Pedal Fantasma (2011), Huella estampida, obra poética 2012-1980, el cual se abre con el inédito Imposible poema posible, y se adentra sobre los otros libros publicados por Omar Castillo en sus más de 30 años de creación poética, Ambrosía Editores (2012), el libro de ensayos: En la escritura de otros, ensayos sobre poesía hispanoamericana, Editorial Pi (2014) y el libro de narraciones cortas Relatos instantáneos, Ediciones otras palabras (2010). Ha sido incluido en antologías de poesía colombiana e hispanoamericana. Poemas, ensayos, narraciones y artículos suyos son publicados en revistas y periódicos de Colombia y de otros países.
Álvaro Mutis en Salamanca (1991 foto de Alfredo Pérez Alencart)
El libro Modelo 50, panorama de poetas colombianos nacidos en la década de 1950, compilado por Fernando Herrera Gómez y editado por la Editorial Universidad de Antioquia en 2005, es un intento por reunir en un volumen una muestra de poemas de una generación que, a través de su escritura, hemos creído posible asumir y dilucidar el sentido de nuestras voces, sus orígenes, las contradicciones y alcances de sus experiencias, tanto en la vida como en la poesía.
Entonces, para cualquier reflexión sobre nuestra generación es necesario no olvidar la época que nos ha correspondido vivir y como nuestros poemas se nutren de ella. Tarea compleja dado el carácter de los poetas que nacimos en esos años y lo enrarecido de los acontecimientos que siguen significando nuestro tiempo, en el que hemos echado mano de cuanto nos ha sido posible para no sucumbir en sus fosforescentes residuos, pues nuestra generación nació en el cruce de los intereses políticos creado por las potencias de turno bajo el rótulo de la Guerra Fría y sus extensiones sobre las realidades de naciones como la colombiana.
Somos una generación que vive en las evidencias de la condición depredadora del ser humano ante los recursos del planeta, de lo finito de los mismos, aprehendiendo como nunca antes lo frágil de nuestra existencia. Una generación allanada por religiosidades e ideologías dispuestas para salvaguardar los intereses geopolíticos y económicos de turno. Una generación sumergida de súbito en los usos de una realidad virtual y mediática sin precedentes, lanzada a rodar como dados sobre unas geografías de maqueta, como dados sobre los estragos de viejas rutinas y cuyas cifras corren el riesgo de caer en la suma de la extinción de la dignidad cuando es suplantada por la usura. Y sumergida por esas analogías de la condición humana, somos una generación dispuesta para los retos de vivir en lo desconcertante y categórico de las metáforas que cunden en su época.
Darnos cuenta de las celadas y requisas a las cuales es sometida nuestra participación en la realidad no ha sido fácil, pues quienes las ejecutan son expertos imponiendo sus artificios hasta lograr el usufructo de sus campañas. Muchos son los seducidos por los tejedores de esas artimañas. Permanecer alertas sobre las ficciones y hechos de esos tejidos, hace parte fundamental de nuestra poética, de la disciplina de nuestra inspiración para la escritura y para la vida. Nos ha costado saber que para participar de la magnitud de nuestro tiempo, del hervor de sus pasiones y de sus confrontaciones, no es suficiente con afiliarse a los eslóganes ofertados por el consumo de las ideologías sociales o los credos religiosos.
Para quienes nacimos en Colombia en los años de 1950, gran parte de la poesía escrita hasta entonces en el país parecía un laberinto tuquio de prestigios hueros, con los cuales contener cualquier intento por develar sus rutas, o la carencia de las mismas. Esos prestigios impuestos a mansalva no nos permitían asumir o confrontar las experiencias y los aportes del grupo Nadaísta, cuyo primer manifiesto fue publicado en Medellín en 1958, y su primera antología poética en 1963. Quienes imponían esos prestigios lo hacían desde su capacidad para propiciar festines donde, con su guillotina de silencios, socavaban las creaciones de otros hasta anular sus voces, disponiendo para ello de solares penumbrosos donde declamar las rimas de sus favorecidos, como quien es dueño de la primera piedra para la recreación del mundo.
Así, la canonizada fila de aedos colombianos era conservada absorta, cultivándose en los versos que cada certamen amoroso o patriótico reclamaban, mientras a José Asunción Silva lo relegaban como espécimen anecdótico para el entretenimiento de la parroquia nacional y a León de Greiff le inventaban nacionalidades donde regresar lo raro de sus atributos, con tal de no tener que asimilar la talla de su vasta creación poética. Todavía en los años de la década de 1970 los aportes de poetas como Fernando Charry Lara, Álvaro Mutis y Héctor Rojas Herazo estaban eclipsados por una maraña de nombres de ocasión.
Juan Gustavo Cobo Borda en Salamanca, durante el homenaje internacional a Gastón Baquero
(Ortega, Baquero, de Vicente y Alencart)
Quizá el mayor escándalo permitido a quienes nacimos en la década de 1950, fueron las albricias con las cuales nos hicieron creer que llegábamos a la vida en un verano tuquio de dádivas y amores, albricias para que nos entregáramos a lo estridente del Rock, a los ritmos de la Salsa haciendo sudar la piel con su libido mestiza, creer que podríamos ir “por la música, misteriosa forma del tiempo”, como dice Borges en su “Otro poema de los dones”, adentrarnos por las enrarecidas atmósferas sicodélicas y los alucinógenos, abordar las calles de nuestras ciudades y cuanto en ellas fuera posible suceder, seducidos por la lujuria de ese verano casi eterno. Mientras, imponiendo sus polarizadas rutinas ideológicas, la Guerra Fría instauraba sus dictaduras, sus analgésicas consignas. Un verano que con el paso de los años se nos fue convirtiendo en las ascuas donde fundar una escritura penetrada por lo ahíto del mundo, una escritura creciendo hasta reventar como un poema inverosímil, necesario para la comprensión de nuestro tiempo y lo contradictorio de nuestros comportamientos. ¿Qué más pedir? ¿Qué otro escenario podría ser el nuestro? ¿Qué mejor tiempo para conocernos, para desconocernos? Ea.
Todos queríamos disponer de un lenguaje, de unas imágenes que nos permitieran adentrarnos y explorar las oquedades de la realidad, lo extraño de las analogías del mundo, queríamos conseguir un dibujo poético propio. La intuición nos permitió saber que cada poeta es un nicho donde se encuentran otros poetas alimentando las fricciones de un diálogo donde se producen las rupturas que mantienen y crean una tradición, entonces nos dimos a la búsqueda de esos nichos. Así, en nuestra formación habitan poetas y escritores en un diálogo que no cesa, inclusive en lo exasperante del mismo.
Cote Lamus y Aleixandre. Cote estudió en Salamanca en 1963
En ese necesario ir por donde sucede la libido de la tradición, quienes nacimos en la década de 1950, nos dimos a la tarea de leer los poemas de poetas colombianos cuyas primeras obras fueron casi todas publicadas en las décadas de 1950-60-70, leímos entonces los poemas de Álvaro Mutis, Fernando Charry Lara, Aurelio Arturo, Héctor Rojas Herazo, Jorge Gaitán Durán, Eduardo Cote Lamus, Fernando Arbeláez, Olga Elena Mattei, Gonzalo Arango, Jaime Jaramillo Escobar, Amílcar Osorio, Alberto Escobar Ángel, Mario Rivero, Darío Lemos, Jotamario Arbeláez, Eduardo Escobar, Armando Romero, Giovanni Quessep, José Manuel Arango, Miguel Méndez Camacho, Jaime García Maffla, José Luis Díaz Granados, María Mercedes Carranza, Raúl Henao, Juan Manuel Roca, Elkin Restrepo, Darío Jaramillo Agudelo, Rafael Patiño, Harold Alvarado Tenorio, Juan Gustavo Cobo Borda, Anabel Torres, Helí Ramírez, Raúl Gómez Jattin, Luis Iván Bedoya. Su lectura nos significó el reconocimiento de poemas que también podían ser nuestros, nos permitió sentirnos en propiedad para iniciar la escritura de una obra, forjando con todos ellos un diálogo franco e higiénico. Empero, esas lecturas también nos motivaron un quiebre, una ruptura y con ella el inicio para otras fundaciones.
Jaime García Maffla y Jotamario Arbeláez
También leímos las obras, traducidas al español, de poetas y escritores de distintas épocas en las literaturas del mundo. Acudimos a los poetas del Siglo de oro y a muchos otros de esa varia y amplia tradición española que de tantas maneras también es la nuestra. En Hispanoamérica rebujamos hasta encontrarnos con las obras de Vicente Huidobro, César Vallejo, José Antonio Ramos Sucre, Alfredo Gangotena, César Moro, Pablo de Rokha, Oliverio Girondo, Aldo Pellegrini, José Lezama Lima, Jorge Carrera Andrade, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Eunice Odio, Roberto Juarroz, Jaime Sáenz, Olga Orozco, Alejandra Pizarnik, y con la esclarecedora escritura de Octavio Paz. Poetas cuyas obras nos dejan hacernos dueños de un idioma vigoroso en su capacidad para nombrar y aprehender, un idioma que no termina de crecer, siempre dado a la realidad y a la otredad del mundo.
En las “Palabras introductorias” al libro Modelo 50, panorama de poetas colombianos nacidos en la década de 1950, Fernando Herrera Gómez dice que los poetas por él reunidos “no conforman lo que se llama en términos literarios ‘una generación’, pues no participan de una misma estética ni obedecen a un manifiesto determinado” y agrega que “son voces diversas”. Pienso, sin descontextualizar lo aquí citado, que ese es uno de los atributos de nuestro ser poetas en este tiempo, pues inevitablemente hacemos parte de las realidades urdidas en él, las mismas que, paradójicamente, consiguen que los poetas permanezcamos a la intemperie, asumiendo una lúcida marginalidad ante las tramas de quienes, desde sus políticas geoeconómicas, imponen la obligación de vivir en un mundo consumido por la voracidad de unas realidades diseñadas por la usura y el oscurantismo informado. Entonces me atrevo a creer que el manifiesto y la estética que reúnen y movilizan a nuestra generación, han sido provistos por quienes socavan y someten al ser humano a vivir en una historieta de museo virtual. ¿Las condiciones de la época terminan provocando las posturas y las creaciones de sus poetas?
Harold Álvarado Tenorio en la Plaza Mayor de Salamanca
(2009 foto de Jacqueline Alencar)
Escritos con las palabras del habla de la comunidad de la que somos parte, los poemas de nuestra generación son de una belleza que sale de lo abrupto de nuestro tiempo. Y cuando digo nuestros poemas, hablo de aquellos en donde es visible el riesgo de vivir sin ocultarse tras los beneficios de la domesticidad.
Casi todos los primeros libros de poemas de quienes nacimos en la década de 1950, los publicamos en los años de 1980 y 1990, siendo ahí donde se inicia nuestra presencia en la poesía que se escribe y publica en Colombia. Los tabiques generacionales parecen arbitrarios, nada necesarios para el conocimiento de quienes componemos una tradición, empero sirven para establecer los matices que proveen la creación poética en un momento histórico, es decir, sus rupturas y sus fundaciones en esa tradición.
Álvaro Mutis, con los peruanos E. A. Westphalen y A. P. Alencart
(Pacio Real de Madrid, 1991, foto de Jacqueline Alencar)
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