Antonio Colinas en su piso salmantino (Foto de Eduardo Margareto)
Crear en Salamanca se complace en publicar la reseña que sobre el último libro Antonio Colinas, reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, acaba de escribir el destacado poeta Jaime Siles, catedrático de Filología de la Universidad de Valencia. El texto apareció en el suplemento Cultural de ABC y fue enviado por el propio autor, quien realizó sus estudios universitarios en la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca.
Antonio Colinas es el poeta más lírico de su generación, que es la mía. Y no lo es ni por sus tonos ni por sus temas sino por algo mucho más profundo, que determina no sólo su obra sino su misma personalidad: me refiero a esa relación suya con el misterio, de la que deriva su vivencia y concepción del símbolo, y que confiere a su escritura una transcendente espiritualidad, que me atrevería a definir como única.
Estas memorias suyas son una emocionada meditación sobre sus espacios y sus tiempos; sobre los paisajes de su infancia y juventud; sobre las ciudades de su madurez; y, sobre todo, sobre su geografía interior y todo cuanto lo ha hecho llegar a ser lo que es: nada menos que él mismo. Se apartan, pues, del estilo y del género propios de las memorias porque se abren con una frase lapidaria (“Yo fui un niño muerto”) y se articulan sobre una invocación a un estanque, con el que el poeta continuamente dialoga. Despliega así los referentes de su iniciación estética y cósmica, y de su inmersión en la infinitud, sobre el fondo de lo que, con justa razón, llama “libro-paisaje”. Y, al hacerlo, desgrana las raíces de su sangre, la “pobreza luminosa” de su entorno y cómo va desarrollándose en él la pasión de la poesía y la palabra como ya había relatado en El crujido de la luz.
Desfilan por estas páginas Esteban Carro Celada y los Panero, su descubrimiento de Leopardi y de Hölderlin, sus lecturas iniciales, tan importantes para comprender su conformación mental, porque – como dice aquí – “ la vida de un escritor es también la vida de un lector”, y hace un inventario de todas ellas no como un catálogo sino como lo que para él fueron y son : los cimientos de su propia voz y, por ello, las columnas sobre las que ha levantado las bases de su mundo. Rilke, Juan Ramón, el Machado órfico, el grupo Cántico de Córdoba…
Retrato de Colinas, por Miguel Elías
Pero el mundo interior del poeta no está aislado del histórico y exterior que lo configura tanto como lo contextualiza, y así asistimos a “la manifestación de los catedráticos”, que hizo que García Calvo, Aranguren, Tierno Galván y Montero Díaz fueran apartados de sus cátedras y que otros – como Valverde y Tovar- renunciaran a ellas. Y nos introduce en los ambientes literarios del Madrid de la mitad de los sesenta, al que llega conducido por Javier Lostalé y en el que encuentra a Manuel Álvarez Ortega, aquel gran poeta heterodoxo, excelente conocedor de la poesía francesa, que iba a ser un maestro para todos nosotros.
Todo ello, junto con el conocimiento del amor, el velatorio ante el féretro de Azorín, las visitas a Velintonia y al Museo del Prado, la muerte de Vicente Aleixandre, su primer viaje a París, su lectorado en Bérgamo y Milán, su noviazgo y matrimonio , sus primeras traducciones, todo ello iluminado por poemas que aluden a momentos y lugares muy concretos, en los que el poeta ha recibido “una revelación creativa”. El Renacimiento italiano le enseña que “el genio sabe hallar en lo más simple lo más bello y misterioso”.
Interesantísimas son las informaciones que da sobre el proceso de escritura de Sepulcro en Tarquinia, en el que se esfuerza “para que el poema fuera otra cosa que poema” y se convirtiera en un clima, en una unidad de atmósfera y dicción. Describe su trato con los grandes poetas italianos (Montale, Luzi, Zanzotto, Sereni) y las visitas que en aquellos años hizo a Pablo Neruda y a Ezra Pound. Italia fue para Antonio Colinas una experiencia vital y cultural. Su regreso al Madrid de la transición, su posterior traslado a la isla de Ibiza, y toda la nómina de pintores, ensayistas, filósofos, poetas que habitaban allí y con los que mantuvo trato casi diario constituye la parte – por así decirlo- más historiográfica del libro y es un insustituible testimonio para comprender la realidad cultural de la Ibiza de los años setenta, ochenta y noventa del pasado siglo.
Y de ese contacto con la naturaleza y la historia de la isla extrajo el poeta su deseo y también necesidad de “ser para la esperanza” y de “respirar en el silencio de la luz”, que tan arraigados están en su cosmovisión y en su poética. Los años de Ibiza – que ocupan la mayor parte del libro, aunque no la más intensa- describen la génesis de Noche más allá de la noche, al tiempo que hablan de la independencia intelectual como don, pero también como condena.
Sus viajes a las dos Coreas le enseñan “la humildad extrema y absorbente de la palabra poética”. Hace una honestísima defensa del novelista Vintila Horia y se va adentrando cada vez más en las doctrinas de Jung, que le llevan a la búsqueda de la armonía, un camino en el que ya le habían iniciado Tagore y Hesse y que le hará llegar después hasta Kabir.
Explica cómo sus últimos libros se mueven “en la órbita de lo metafísico” y el pensamiento inspirado, y cómo “la realidad es sagrada para aquellos que contemplan el mundo con ojos de piedad”, algo que podría haber suscrito Virgilio, cuya Eneida participa de y en la misma creencia. Y ha hecho muy bien Colinas al incluir un apéndice, titulado “Un valle, dos valles”, que, aunque más próximos al aforismo y al diario, aportan vislumbres de su modo de pensar y de ser. “Solo la llama es ahora nuestra plegaria” –dice- y nos recomienda tener el sistema perceptivo abierto no a todo tipo de llamadas sino sólo a aquellas que nos conducen a la verdad de ser.
En este sentido son muy acertadas sus indicaciones sobre la música, insistiendo una vez más en su visión armónica del mundo y en la necesidad de renacer en cada instante de la vida. La muerte de los padres es otro de los temas recurrentes, como también el efecto salvador de los símbolos y su “aprecio por el firmamento”.
Y no faltan tampoco ni el amor por lo bello efímero ni una definición de la poesía como ésta, que transcribo: “la palabra que mantiene su tensión intemporal cuando el resto de las palabras ya no sirven”. Colinas es un poeta lírico que se ha convertido en un poeta numinoso, que ha sabido escuchar al numen y que ha seguido fielmente su mandato. Sus Memorias del estanque son una cartografía de su universo, escrita y descrita con un lenguaje muy preciso, en el que el lector siente y admira el pálpito de un yo en directa comunicación con la naturaleza y que convierte la armonía en verdad.
Antonio Colinas: Memorias del estanque. Siruela. Libros del Tiempo. Madrid. 2016. 399 páginas.
El poeta Jaime Siles, en Salamanca
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