Pilar Fernández Labrador, Eduardo Chirinos y Alfredo Pérez Alencart (Foto de Luis Monzón, Casa de las Conchas, 2006)
Crear en Salamanca tiene el privilegio de publicar, por vez primera, fotos y manuscritos del poeta peruano Eduardo Chirinos (Lima, Perú, 1960 – Missoula, EE.UU, 2016). Publicó los siguientes libros de poesía: Cuadernos de Horacio Morell (Lima, 1981), Crónicas de un ocioso (Lima, 1983), Archivo de huellas digitales (Lima, 1985, ganador del premio Copé), Sermón sobre la muerte (Madrid, 1986), Rituales del conocimiento y del sueño (Madrid, 1987), El libro de los encuentros (Lima, 1988), Canciones del herrero del arca (Lima, 1989), Recuerda, cuerpo…(Madrid, 1991), Raritan blues (México, 1997, antología personal), El Equilibrista de Bayard Street (Lima, 1998), Naufragio de los días (Sevilla, 1999), Abecedario del agua (Valencia, 2000), Breve historia de la música (2001. Premio Casa de América de Poesía Americana), Escrito en Missoula (2003), No tengo ruiseñores en el dedo (2006), Humo de incendios lejanos (2009), Mientras el lobo está (XII Premio de Poesía Generación del 27, 2010), Fragmentos para incendiar la quimera (2014), Incidente con perro en la calle cinco (Houston, 2015) y Medicinas para quebrantamientos del halcón (2015), entre otros. Además, son de su autoría los libros de ensayo El techo de la ballena (Lima, 1991) y Las moradas del silencio (Lima, 1999), así como un libro de artículos y crónicas titulado Epístola a los transeúntes (Lima, 2000). Residía en los Estados Unidos desde 1993, ejerciendo la docencia. Los últimos quince años en la Universidad de Montana.
Eduardo Chirinos y A. P. Alencart, en la Casa de las Conchas (Foto de Luis Monzón, 16 de abril de 2006)
SALUDOS HASTA LA OTRA ORILLA
No acostumbro escribir tras la muerte de nadie. Conocí a Eduardo en Salamanca, cuando en 1995 o 1996 vino como tutor de alumnos norteamericanos que pasaban sus veranos aprendiendo español. Él sabía de mí por el poeta y pintor venezolano Carlos Contramaestre, grande ser que derrochaba bondad. Al encontrarnos, ambos hablábamos de la admiración que profesábamos hacia el artista de Tovar que había realizado estudios de Medicina en Salamanca, allá por la década del sesenta.
Desde entonces mantuvimos una entrañable amistad, de esas que, aunque pasen meses y años en relativo silencio epistolar, siguen incólumes a los avatares de la vida, a los trapicheos de los corrillos literatosos. Teníamos dos buenas referencias: Contramaestre, por un lado, y Antonio Claros, otro inmenso poeta peruano fallecido en un pueblo extremeño. En 1991 Claros le había publicado en Madrid su libro “Recuerda, cuerpo…”. Lo curioso es que Antonio me lo había enviado años antes que yo conociera a Eduardo, quien luego me comentó lo mucho que apreciaba la poesía de Claros…
Así se fue tejiendo una relación; libros míos cruzando el charco hasta Estados Unidos; libros de Eduardo llegando a mi casa de Tejares, la misma casa donde había estado varias veces cuando visitaba Salamanca y Jacqueline lo atendía con su generosidad innata. Libros de Chirinos llegando a mi morada enclavada a la orilla del Tormes… Libros de otros poetas que, como el de Carlos Contramaestre, se dedicaban en mi casa y yo se los hacía llegar a Montana. Libros suyos que me llegaban siempre dedicados, salvo cuando venían desde la propia editorial. Poemas suyos que le publiqué en antologías, como por ejemplo ‘Os rumos do vento’, que coordiné con Pedro Salvado para un Ayuntamiento lusitano.
Resta dar un abrazo fraterno a Jannine, con quien estuvimos juntos, los cuatro, por las calles de Salamanca, por el patio del Colegio Fonseca de la Universidad…
No escribo más. Copio un artículo mío publicado en 2006, tras la presentación de su libro “No tengo ruiseñores en el dedo”. Y también reproduzco una nota que Eduardo enviara para una editorial portuguesa que editaba un libro mío. Y las dedicatorias para Jacqueline y para mi, y alguna de las cartas que nos enviara.
Completa este mínimo recuerdo un puñado de poemas que entiendo bien lo representan.
Así el viaje, sin estridencias…
- A.
Jacqueline Alencart, Alfredo Pérez Alencart, Eduardo Chirinos y Jannine Montauban, en el Fonseca
HANGAR DE RUISEÑORES
Alfredo Pérez Alencart
Poeta que blinda su oído ante la irremediable polución acústica del purgatorio, Eduardo Chirinos (Lima, 1960) está en Salamanca con un nuevo libro entre los dedos: viene a revelarnos precisiones obtenidas en esas horas de guardia cuando el bardo resucita gracias al amor germinal que insemina sus escombros. Todo poeta está hecho de ruinas, de contraluces reventadas, de costumbres que se abrogan y se mandan al diablo. Pero cuando más marchito se siente, recuerda su destino de amanuense traductor de misterios y -sólo entonces- oye la misma voz que llama otra vez, como a los antiguos precedentes del linaje. Se sienta en el tabernáculo de las ofrendas y escribe un bosque de señales con el pulso de su ardiente temperatura.
Es lo que ha hecho Eduardo Chirinos –paisano y amigo)- con su libro “No tengo ruiseñores en el dedo” (Pre-Textos, Valencia, 2006), objeto que contiene cuarenta y cinco conjuros o parábolas donde el amor se adensa y la carne se hace verbo: “Mientras duermes mi mano/ escribe sobre tu cuerpo/ una palabra.// Y al escribirla tiemblas/ como una hoja en el invierno.// Cuando despiertes mi mano/ habrá borrado esa palabra.// Entonces será tuya” (p. 22). Salmos al cuerpo, pero también a la encantación de las palabras: “Debería existir en el diccionario esa palabra: / vetustedades…” (p. 33). O también: “Pero son tus palabras las que vuelven./ Palabras que alguna vez dijiste/ y vuelvo a escuchar en el silencio” (p. 27).
Hay, además, abordajes a la muerte, paisajes norteamericanos, al hijo del Hombre, recuerdos del padre, autorretratos de su heterónimo que acaba de cumplir 25 años… Chirinos es un poeta que cuenta cómo descifró el purísimo cántico de los ruiseñores. Por ello -ahora que aprendió a cantar- se ofrece al mundo, conmovido de amor, pero con los ojos bastantes para ver las piedras pequeñas y los trompos de fuego de la existencia humana.
Alfredo Pérez Alencart, Pilar Fernández Labrador y Eduardo Chirinos , tras un acto en la sala de la Palabra(20 de mayo de 2006)
ALFREDO PÉREZ ALENCART: ENTRE LO SAGRADO
Y LO PROFANO
(Eduardo Chirinos)
Una vez, caminando por las calles venerables y contrarreformistas de Salamanca, Alfredo me señaló la placa de un antiguo convento, donde se leía “Madre de Dios”. Se trataba, sin duda, de una de las muchas hermandades religiosas que laboran o se recluyen en esta ciudad de piedra. Pero en ese momento sentimos el calor del trópico calentando las aguas míticas del Amarumayo (“Río de la Serpiente”), las calles barrosas y húmedas de Puerto Maldonado, los sueños de tantos que abandonaron sus lugares para probar suerte allá lejos, donde habitan el pecarí y el jaguar.
Entonces entendí que esa modesta placa era la cifra de la vida y la obra de este abogado y poeta peruano que ha hecho de Salamanca su querencia y de Madre de Dios el entorno mítico de su vida. Ambos lugares representan la fatal escisión entre el hombre y Dios, y entre el hombre y la naturaleza.
Esta doble escisión es, en la poesía de Alfredo, esencialmente religiosa. Pues la palabra religión no viene, como muchos quieren creer, de “religare” (lo que une lo humano con lo divino), sino de “relegare” que alude a la escrupulosa separación entre lo sagrado y lo profano. De esta conciencia nace la mejor poesía, aquella que revela el deseo por indagar los límites de nuestra condición humana.
ANTOLOGÍA. TRECE POEMAS Y UNA CRÓNICA DE EDUARDO CHIRINOS
ESTAS PALABRAS
Te regalo estas palabras.
El mar dijo en ellas lo que tenía que decir,
duplicado el cielo y el sol
siempre tan lejos de los árboles.
Te regalo
los árboles, con sus ardillas y sus hojas
que conversan en silencio.
Te regalo el silencio. Los vastísimos
silencios que recorre la luna. Te regalo
la luna, los cinemas, los espejos, los
acuarios te regalo
los cuartos del amor. Los oscuros
cuartos del amor donde se olvidan
y renacen las palabras. Te regalo
estas palabras.
Dedicatoria de E. Chirinos
CUANDO NOS RONDA LA MUERTE
Un león llorando
tras las naves incendiadas. El fuego
del incendio.
¿Qué león?, ¿qué naves incendiadas? Toda
separación es muerte: la carne
que amamos, los ojos, los cabellos,
la deseada piel. El tiempo
nos expulsa de lo que alguna
vez fue nuestro. El tiempo
incendia, el tiempo desvanece.
Y el poema dice su verdad.
Aunque nunca lo escuchemos
el poema arranca nuestros ojos
y dice en voz baja su verdad.
DERROTA DEL OTOÑO
Aquí no es bienvenido el otoño.
Nadie lo espera
a la orilla de ningún río melancólico
que esconda en su cauce los secretos del mundo.
El otoño reina en otras latitudes
Allá lejos, donde los ciclos se cumplen, allá lejos
donde envejecen y renuevan las metáforas.
(El sol se hunde en un verdoso charco
donde flota, solitaria, una hoja de laurel).
Pero esta tarde no ha llovido. Las hojas
se aferran a sus ramas,
heroicamente luchan contra el viento
y en la noche celebran la derrota del otoño.
No saben que las hojas que caen son las escritas
y el árbol un seco y callado poema sin estrías.
Dedicatoria de E. Chirinos 2
EL AMOR Y EL MAR
A Jannine
Un silencio antiguo, sin tiempo, entre las ondas
Vicente Aleixandre
1
Debo aproximarme a una puerta silenciosa
y abrirla cuidadosamente.
Cuan inútil la experiencia, los años revueltos como plumas
desgajadas de un ave,
las sucias escamas que ocultan la delicada piel.
No plumas ni escamas.
No piel.
Sólo ojos brillando en medio de la noche
y un cuerpo núbil sobre la alfombra roja.
(¿Qué hace un cuerpo núbil sobre la alfombra roja?)
El viento esparce las cenizas del amor.
Dibuja apagadas estrellas, agujeros astillados,
largas salmodias donde un nombre obstruye para siempre la salida.
2
Contemplar el mar es contemplar un larguísimo reproche,
humedecer los ojos con palabras que el tiempo no destruya
y disponerse a soportar el peso amargo de los años.
Escuchar el mar es escuchar un antiquísimo lenguaje.
Su espuma es el vértigo,
la vana transparencia que enloquece de amor a los amantes.
Me has dado ojos para ver la transparencia
porque el mar es también una larguísima caricia.
Lo supe en prolongadas tardes de silencio y desarraigo,
tardes en que amor y soledad no eran sólo dos palabras
sino un vasto paraje que sólo admitía tu presencia.
Para llegar a ti he tropezado muchas veces.
Noches enteras contando uno a uno tus cabellos,
besando con unción la punta de tus pies, imaginando
tu rostro en el rostro de todas las mujeres, tu voz
en cientos de bocas y labios inútiles.
Es tu voz la voz del mar, la voz que me llama desde dentro
con sus abismos y profundidades
con sus peces y sus olas y sus islas desiertas.
Es tu cuerpo
el que me llama y me resarce del error.
Para llegar a ti he tropezado muchas veces.
Noches enteras pronunciando un nombre, y era el tuyo.
Noches enteras acariciando un cuerpo, y era el tuyo.
Años desgajando con paciencia las plumas de un ave
para caminar sin rumbo hacia una puerta
sin saber que tú eras esa puerta.
El antiguo silencio que aún me habla entre las ondas.
DE LA PERDICIÓN POR LA POESÍA
Tantas veces me he llenado la mano de ti, y tú
fuiste como sueños poblándose, fantasmas
danzando frenéticos y ebrios en la página
hasta hacerme reír,
hasta hacerme reír,
porque nunca pude llorar en tu figura.
Porque además de un sueño
fuiste también una figura: tus ojos
para siempre borrándome, tu lengua
fugaz como ramalazo de lo eterno, tu voz
tan débil tan débil golpeando esta página
hasta rasgarla. Hasta salir de mí.
Ah, si tan sólo escuchara tu voz.
Pero nunca me dirigiste la palabra
y lo que hubiera sido un gran amor
fue sólo un beso furtivo, un abrazo en penumbra,
un silencioso dolor del cual nunca fui culpable.
No te he perdido porque nunca te tuve.
Detrás de cada palabra te oigo sollozar.
Dedicatoria de E. Chirinos 3
LA TRAMPA
unidad anterior a toda cosa
Sinesio de Cirene
Tu espalda para apoyarla con la mía
y no volver atrás para buscarte.
Ser lo que fuiste si alguna vez lo fuimos.
Ser tu adelante, pisar donde tú pisas,
respirar tu aire.
Acunar cada vocal bajo la lengua, cada sílaba
de carne que la oscuridad nos tiende
como una trampa
que sabe aguardar lo que le está destinado.
DANZA DEL VIENTO
(Anónimo. Barbería, c. 1300)
Ayer mientras te esperaba
me herí con un cuchillo
La sangre veló tu espejo de plata
marchitó las cuerdas del rabé
No viniste a restañar la herida
Alguien
(hombre o demonio)
golpeaba tercamente el atabal
Sólo vino el viento
el solitario
y triste viento
Salamanca, de Carlos Contramaestre
NO TENGO RUISEÑORES EN EL DEDO
Deja el aire su aliento. Brilla
bajo una luz más pura. La lengua
se condena a la voz
y así nos sobrevive: húmeda y silente
con sonidos de pájaros aullando, como barco
perdido en un mar de palabras. No
sé qué cantar. Soy los otros. Espero
que los otros sean yo. Como los árboles.
No sé qué cantar.
No tengo ruiseñores en el dedo.
Carlos Contramaestre, Miguel Cabrera y Antonio Claros, (Foto de A. P. Alencart, Salamanca 1991)
EL CENTINELA
Qué silenciosa catástrofe detenida
por el inescrutable ojo del espacio
rige este equilibrio?
ANTONIO CLAROS
1
El albo tañedor de campanas anuncia la nueva entre sollozos.
De remotas comarcas acuden peregrinos,
multitud de harapos invaden plazas, duermen en las calles,
hurtan reliquias de los templos.
Los más jóvenes rodean el altar y contemplan absortos
un sueño de siglos, los ancianos hablan de una época anterior a nuestros padres,
hombres piadosos que ofrendaron su carne al vientre de los buitres y los cuervos.
Homero versifica en la metralla.
Su treno doloroso estremece los muros,
rezuma el hedor que atormenta a los soldados vencidos.
(El hedor viene del mar.
En las bodegas se pudre el cargamento,
cadáveres rociados de ron con pimienta y galletas de jenjibre.
Una mujer enloquece aferrada a un cadáver,
escarba con las uñas restos del naufragio
y besa con ardor la niebla que despide su boca.
El viento desordena mástiles y jarcias, remolca áncoras
de bronce, arruina el eje del timón.
El viento huele a herrumbre de cuchillo,
a lóbregas ratas que devoran remos y cordeles.)
…
Torvos mesías han vuelto para engañar incautos.
Pescado les ofrecen,
multiplicados panes que desgarran el cuerpo y el espíritu.
Sus fieles desprecian vitrinas, profanan monumentos,
orinan al pie de los semáforos.
El agua y los gases los devuelven al sueño,
a la vana mansedumbre que precede al odio y al rencor.
2
El albo tañedor de campanas ha muerto.
El silencio es ahora una luz interminable,
un vago consuelo que nos exime de culpa y nos aleja para siempre del dolor.
¿Sabe la culpa que sola engendra pestilencia,
que detrás de cada cuerpo se agazapa el rostro del dolor?
Los barcos han sido tragados por las aguas.
Nada queda del glorioso maderamen,
sólo nuestros ojos anuncian el fin de la estación violenta.
Sólo nuestros ojos
detienen la catástrofe que rige desde siempre este equilibrio.
Carta de Eduardo Chirinos a Jacqueline y Alfredo Pérez Alencart
SOBRE FRAY LUIS DE LEÓN
Buen lector de Fray Luis y de Darío. Tras leer y decantar ‘En la Ascención’, del conquense de Salamanca, no duda en acometer su propio poema, con el mismo título y cinco versos del catedrático salmantino como pórtico. Lo mismo ocurre con Darío y el poema que Eduardo escribe, ‘Canto de esperanza’, con dos versos del nicaragüense presidiéndolo. Claro en ambos textos los versos expresan sentidos disímiles a los originales. Ello no es óbice para que Chirinos, en su artículo ‘Queremos tanto a Darío’, deje constancia de la “enorme simpatía y veneración que le profeso”. Volviendo a Fray Luis, el limeño confiesa una curiosa anécdota, anotada en su artículo ‘Querinto y las Nereidas”: (…) “En estas distracciones me hallaba cuando, revisando la edición crítica de Oreste Macrí de las Poesías de fray Luis de León, me topé con un hermoso poema titulado «Las serenas». En él, el sacerdote agustino recurre a ejemplos de la historia y la literatura clásica para aconsejar a Querinto la imitación del «alto griego» (se refiere a Ulises, quien «no aplicó la noble antena / al enemigo ruego / de la blanda Serena»). Fray Luis también soñaba con las sirenas, pero les atribuía una ponzoña que podía devastar, como Dalila al gazano Sansón, el alma de su amigo Querinto. ¿Y quién era este oscuro personaje? En los comentarios de Macrí se lee que mientras Francisco Rico especula la castellanización del latino «Cerinthus» del poeta Tibulio, Coster sostiene que el verdadero nombre de Querinto fue «Chirinos». Sorprendido y halagado por la suposición de Coster (que me apresuré a considerar la verdadera) releí los versos de fray Luis y acto seguido redacté este poema”:
OJOS DE SIRENA
Huye, que sólo aquel que huye escapa
Fray Luis de León, «Las Serenas»
El buitre hunde sus garras en un polvo de huesos
y nada levanta salvo un aire fétido,
el blanco aire de la muerte que ahora respiro.
He venido huyendo de una hermosa voz que me arrastraba
y me abrazo a esta roca como el niño al seno de su madre.
El resto es agua.
Círculos de espuma donde navegan los muertos,
cadáveres de una atrevida y gloriosa embarcación.
No me he cansado de invocar a los dioses.
Sólo aguardo con paciencia la llegada de la muerte,
el ansiado remolino que me hunda en las profundidades.
Ninguna ninfa me ofreció su velo, ningún dios
me señaló el camino de una ilustre y venerable vejez.
Sólo veo la playa donde murieron los otros,
los bravos marinos que inclinaron sus naves
y endulzaron sus oídos con el relato de una guerra que odio.
Ninguna nube me ofrecerá su sombra.
Veo con alivio al buitre que se acerca, amenazante y sin miedo.
Antes de morir veo en sus ojos
los tristes ojos de una hermosísima sirena.
RECUERDA, CUERPO
Los ojos que te miraban. Los oscuros
ojos que te miraban.
La sangre enardecida sobre el papel
pintarrajeado de estrellas. El hijo
del hombre imparte adivinanzas
en el templo. Nunca
supe la respuesta. Bajo su sombra
he vivido, bajo sus ramas
entendí que lo mío era callar.
Recuerda. Una bandada de pájaros
huyendo y de nuevo el placer con sus
mañanas y sus costas, su avidez
de muerte. Sus ojos que te miraban.
Que no te mirarán más.
Dedicatoria
EN ESTE BARRIO OSCURO
Cementerios a la vuelta
de la esquina.
Relojes
que dan la hora en trece lenguas.
La nieve de los cuentos.
Y sobre todo el frío. El miedo
a caer en este barrio oscuro.
La indiferencia de los gatos.
Niños que señalan con el dedo
y esperan a que caiga.
Que de una vez por todas caiga.
UNA HOJA EN EL INVIERNO
Mientras duermes mi mano
escribe sobre tu cuerpo
una palabra.
Y al escribirla tiemblas
como una hoja en el invierno.
Cuando despiertes mi mano
habrá borrado esa palabra.
Entonces será tuya.
Carlos Contramestre y su sobrino José Alfredo (Salamanca, noviembre de 1996)
CON CARLOS CONTRAMAESTRE EN EL EXPRESO A CÁDIZ
Conocí a Carlos Contramaestre en el expreso que nos llevó de Madrid a Cádiz una noche de mayo de 1987. Habíamos sido invitados por el Excelentísimo Ayuntamiento para participar en las Terceras Jornadas Culturales Iberoamericanas, donde debíamos dictar sendas conferencias. Pero ya habíamos sido presentados. Dos semanas antes, en el local del Instituto Salvador Allende, el poeta chileno Sergio Macías me señaló a un hombrecillo de unos cincuenta años, barba entrecana sin bigote, nariz curva y ojos pequeños. Le estreché la mano diciéndole dos o tres palabras convencionales que — como era de esperar— no obtuvieron respuesta. Recuerdo que me hizo gracia su apellido y le pregunté a Macías si acaso no era un pseudónimo. Respondió negativamente y me aconsejó que si tenía algún tiempo lo fuera a visitar a la embajada de Venezuela, donde trabajaba como agregado cultural.
No volví a verlo hasta aquella noche en la estación del tren. Estaba sentado sobre una enorme maleta, completamente ido y solitario. Entonces volví a presentarme y creo que le alegró saber que seríamos compañeros de ruta. Aquella fue una noche memorable; Carlos dejó de lado su tristeza y mandó traer varias botellas de vino mientras intercambiábamos ideas y opiniones sobre la poesía venezolana y la peruana. Así supe del humorista y provocador Aquiles Nazoa, del políglota suicida José Antonio Ramos Sucre, del toscano-caribeño Vicente Gerbasi, del enigmático y silencioso Rafael Cadenas. Pero, sobre todo, supe de Carlos Contramaestre. Escuchándolo me di cuenta de lo que años más tarde confirmarían sus amigos: que Carlos era un mito viviente en Venezuela, un poeta-brujo fascinado por la belleza de la podredumbre y la sabiduría popular, un pintor que ha sabido ir más allá de la pintura para mostrarnos el escandaloso revés de la bondad humana. El hombrecillo enfurruñado que me presentara Macías en el Salvador Allende era en realidad un fauno cuya vitalidad —nunca empañada por el alcohol o la tristeza— podía resultar amenazante lo mismo para un sistema social que para la remisa virtud de una mujer.
Había nacido en Tovar, estado de Mérida, en 1933. Si hemos de creerle a sus poemas pasó la infancia en la «Posada del Centauro», pensión fundada por su madre para albergar a sus numerosos hijos y también a los mejores tahúres, a los más nobles estafadores, a los payasos que siempre fracasan y a los fotógrafos más pobres del mundo. Así, este hijo de Maximina Salas se hizo médico, ejerciendo en los más remotos pueblos y villorrios de su país.
A comienzos de los años sesenta, Venezuela vivía un estado de violencia generalizada: las acciones guerrilleras de las FALN, la represión policial, el shock de la revolución cubana y, sobre todo, el fin de la dictadura de Pérez Jiménez con el súbito ascenso de una burguesía enriquecida por el petróleo, eran las notas dominantes. Entonces Contramaestre dejó sentada su protesta: el 2 de noviembre de 1962, en la calle Villaflor n.° 16 de Caracas, inauguró su célebre Homenaje a la Necrofilia con obras como «Erección ante un entierro», «Lamedores de placenta» o «Proyecto de bragueta y catafalco». Mostrar tripas sangrantes, mortajas, imágenes de descomposición cadavérica acompañadas de textos como el del doctor Kraft-Ebbing sobre Monsieur Ardisson (quien desenterraba cadáveres de mujeres para practicar con ellos el succio mamae, el cunilinctus y otras profanaciones) tuvo un efecto tremendamente provocador. Pero muy pocos entendieron que la acusación de Contramaestre iba dirigida contra el irrespeto social que merecía la vida humana en aquellos años. Por eso fue detenido por el Ministerio de Salud, que lo expulsó de su cargo, prohibiéndole para siempre el ejercicio de la medicina.
Libre del compromiso profesional, Contramaestre dio impulso al grupo vanguardista «El Techo de la Ballena» y a sus investigaciones sobre la cultura popular hispanoamericana. Su libro La mudanza del encanto es una varia lección sobre satanismo, bestiarios americanos y europeos, conjuros populares y juicios de la Inquisición sobre brujería. No se trata de la investigación de un científico social, sino de la visión de un poeta y artista fascinado por el folklore americano y la iconografía surrealista, por la cual siempre se sintió atraído.
Llegamos a Cádiz a la madrugada del día siguiente y me regaló como recuerdo de aquel viaje un ejemplar de su poema «La Torre de Babel», de donde extraigo estos versos:
No creo en los duendes y menos en los aparecidos
Enloquezco en los ascensores y en los potreros
Acaudillo soles perdidos
Y entrego mi alma al diablo.
A veces me pregunto si se la habrá devuelto.
Posdata. El 29 de diciembre de 1996 murió Car/os Contramaestre. No volví a verlo desde aquella noche en que me despidió para siempre de Madrid en un restaurante griego. Corrían los calores de 1987 y yo debía regresar, sin demasiados ánimos, a Urna. Desde entonces nos carteamos con cierta frecuencia, pero alpoco tiempo le perdí el rastro. No podía saber que había sufrido una afasia nominal que trastornó su relación con el lenguaje y lo obligó a conocer a plenitud el silencio. Pero podía imaginar a Carlos sobre el techo de la ballena, navegando por los mares del mundo y deteniéndose en las Columnas de Hércules para dejar grabado este graffiti: «Uno saca su ataúd para habituarse al resplandor de la nada».
Un día recibí noticias suyas. Por correo me llegó a Bayard Street “Costumbre de piedra” con una dedicatoria apenas legible en la que recordaba nuestra amistad y hablaba de las cartas como «ventanas del tiempo». Esa carta-dedicatoria estaba fechada en la ciudad de Salamanca el 11 de noviembre de 1996, y me había llegado los primeros días de enero. Ahora entiendo que esa última ocurrencia era un deseo de asomarse, una vez más, a las ventanas del tiempo para darle la espalda a la muerte.
abril 9, 2016
Gracias, poeta Alencart, por está nutriente muestra de la poesía y la amistad de Eduardo Chirinos. También es una muestra de los afectos entre dos buenos poetas peruanos viviendo fuera de su patria. Compartiré este enlace.
abril 9, 2016
Un apropiado recuerdo, Alfredo. No como plañideras sino con Poesía y amistad. Me gusta la poesía de Chirinos por ti seleccionada.
abril 9, 2016
Bravo por este mínimo recordatorio al poeta Eduardo Chirinos. Felicitaciones a Alencart y a Crear en Salamanca por la bella ventana que nos cede para una visión precisa.
abril 9, 2016
Como salmantina, debo decir que es invaluable la labor de Alencart por hacernos conocer a poetas de la otra orilla del español. Y su generosidad es mayor teniendo en cuenta su alta poesía, que a mí particularmente me encanta. Un hermoso recuerdo de su paisano Chirinos.
abril 9, 2016
Un poeta valioso. Gracias por hacernos conocer esta antología de su obra.
abril 9, 2016
Precioso el poema «Una hoja en el invierno». Muchas gracias por este enlace y saludos desde Colombia.
abril 10, 2016
Conmovedor tu recuerdo del poeta Chirinos, apreciado Alencart.
abril 11, 2016
Muchas gracias, por la hermosa poesía seleccionada apreciado y distinguido hermano poeta Alfredo Alencart, la poesía de nuestro peruano poeta Eduardo Chirinos nos llena de orgullo, asi mismo una riqueza elogiable todos los poemas compartida, mil bendiciones.
abril 11, 2016
Gracias, Alfredo, por permitirnos conocer a este valioso poeta.
abril 11, 2016
Uma mostra de excelente poesia, uma belo preito de amizade do poeta conterrâneo. Você merece, professor-poeta-animador cultural Alfredo!
Rizolete Fernandes (Brasil)