El origen del mundo son tus manos,
los pájaros que cabalgan mi cansancio
en la pálida bóveda del aire
como una lenta cascada de sed.
He viajado en los círculos del tiempo
hasta encontrar esta piel vesánica
de arena, hasta amanecer entre
sus turbias algas. Brisa de noche,
un cuajo de sol inunda el cielo.
El tiempo que no tropiezo con tu tacto
no es el tiempo, es espacio sin su forma,
la noche arrastrada en desvarío.
He viajado en los círculos del sueño
hasta encontrar la flor de tu caricia.
Una barca atraviesa mi fatiga:
tu abrazo como un cálido naufragio
que toca el silente nudo de la luz.
Brazos de luz derriten mis orillas,
puñados de cal, falenas sin su musgo.
Se encendieron los surcos de los días,
se rompió el silencio de los poros.
Como duna de invierno me calcina
el candil desgarrado de tu piel.
Poder no envejecer entre tus manos
que quieren como siempre abandonarse
en el caudal risueño de la herida.
Llagas de luz sembradas de gorriones,
lívidas tinieblas, lechuzas blancas.
Tu cuerpo de agua, de miel sumisa
y tibia sal. La misma nieve
que colmaba las mañanas, ahora
es lluvia. En ella voy a derretir
la arcilla que contiene mi delirio.
El origen del tiempo son tus manos,
los ciervos que trasladan mi derrota
hacia el panal caliente de tu mies
en el cáliz abierto del estío.
Caballos que vuelan mi nostalgia,
lirios de estanque y de abandono,
olvido respirar cuando me rozas.
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