El poeta José Ignacio González Álvarez
Crear en Salamanca presenta algunos poemas de José Ignacio González Álvarez (Salamanca, 1955), quien forma parte de los jurados del Premio Internacional de Poesía de la Hermandad de Cofradías de Peñaranda de Bracamonte y del Certamen de RelatoBreve Enrique de Sena de Santa Marta de Tormes. Ha pronunciado conferencias en el IES Calisto y Melibea de Santa Marta Tormes y en la Cátedra de Poética “Fray Luis de León” de la Universidad Pontificia de Salamanca, durante el I Encuentro de Escritores Hispano-Venezolanos. Sus poemas han sido publicados en diversas obras colectivas y revistas literarias.
Los textos forman parte de “He muerto… y he resucitado”, Antología del XVIII Encuentro de Poetas Iberoamericanos, coordinada por Alfredo Pérez Alencart, poeta y profesor de la Universidad de Salamanca.
REGRESA EL CABALLERO
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de don Quijote pasar
(León Felipe)
Mirad al caballero
sobre la estela roja del crepúsculo.
La tarde declinante
ilumina su rostro
como la mies de su lugar manchego.
Ya no parece humano
sino piedra esculpida
por el amargo cincel de la derrota.
Él que vino a tallar la luz del mundo,
él que nació para enristrar la lanza
y abrasar toda sombra de injusticia,
retorna sin estruendo de tambores
ni estandartes que auguren
la conquista de su reino perdido.
Regresa solamente
con el ácido de la desolación
y la mella de una espada
con que legar al mundo
su patrimonio de vanas utopías.
¡Ay del perseguidor de sueños!
No existieron palacios de estrellas
ni nubes de mármol,
ni siquiera tinieblas que atezaran castillos,
no hay lamentos ni gritos
de doncellas cautivas,
no hay espectros sin rostro
ni gigantes naciendo
del calor de la tarde
en un vasto desierto de molinos.
Como un presagio de amargura
se consumó el abismo de su mundo insensato
donde todo fluía y nada perduraba,
se perdió la palabra con que el tiempo
cumplidamente doloroso
sangró su nombre y sus verdades.
Ahora avanza en la tarde
cabalgando hacia el sur,
el paso del rocín aún cauteloso,
buscando en la memoria de aquel tiempo
algo que la razón desecha,
tal vez el maleficio de algún encantador
que malhadó su gesta,
que pobló de vacío
la transparencia del horizonte breve
y dejó sin vigor
la fuerza de su brazo.
¿Será verdad que el mundo lo ha soñado,
que todas las cosas,
desde entonces,
se nos han vuelto cómplices?
No hay vértigo ya,
ni sol,
ni estrépito,
ni escarpado viaje de caballero andante,
se ha perdido la luz
en la humareda negra del olvido.
Inútil buscar la vibración del sueño
que albergó futuro en otros hombres
que nos antecedieron,
que labró abismos y montañas
por perseguir una meta inalcanzable.
Inútil reconocer tiempos mejores
desde esta ruina horizontal y paralela
que hoy nos embarga.
Mas reconstrúyase el mapa de los sueños,
levántese el caído,
soporte la bóveda estrellada de su cima
y horade los túneles del tiempo,
socave pozos para que aflore el alma,
eleve la mirada hacia el límite del horizonte
allí donde de nuevo cabalgue el caballero
ajeno al fatigoso empeño de los hombres.
Desandando el camino que iniciara
se repliega a la vida.
Lleva turbada el alma
pero nada olvidado se derrumba,
nadie inventa caminos al camino
si se rompe la cruda incertidumbre
de poder recordar lo irrecordable:
Y, sin embargo, –rezuman de nuevo sus palabras-
bacía,
yelmo,
halo,
éste era el orden, Sancho.
CELESTE COMO AÍDA
A Clara
Nadie gemirá nunca bastante.
(Vicente Aleixandre)
Celeste como Aída,
como el amor, bisílaba,
podía multiplicar los laberintos
o hacer de los espejos
inevitables ámbitos.
Hubo, quizás, instantes infinitos
cóncavamente vanos de caricias remotas,
silencios sostenidos con rigidez de mármol,
así,
espiral,
reflejo,
dolor y gozo se fundían
hasta alcanzar el labio sometido.
Luego los cuerpos gimen,
giran,
se remontan
mutuamente habitados
invadidos más allá de sus límites.
Trémula desnudez,
escalofrío,
extensiones yacentes del espasmo
ascendiendo de nuevo al gran enlace,
sudorosos,
unidos,
encharcados de luz.
Plurales cuerpos presos,
horizontes que entre sábanas ocultan su reposo.
Así sueñan las bocas clausuradas
oleajes de besos sin destino,
restauración de amor que guarda o rinde
los últimos fulgores en larvada vigilia.
La noche se deshace con las luces primeras,
desemboca sutil la madrugada
cómplice del espacio y de la tregua,
entonces el sosiego se hace dueño
de los exactos términos del lecho
y a tientas derrama su claridad de plata.
Pero ahora es ausencia.
¡Después de tanto amor, qué desconsuelo!
Los días ya no brillan con perfiles de cuarzo
ni convocan regresos,
sólo llantos que hieren con sus filos
estallan en los ojos.
Hay un negror que vierte luto espeso
mientras el mundo gira,
pasa cerca,
me roza
con amplitud de páramos.
Quizás sus rizos esparcen otro lecho
y su piel se estremece,
abrazada a otros brazos puede ser que se halle,
rodarán por sus labios otros besos
como lágrimas grandes,
mientras yo la recuerdo
celeste como Aída,
como el amor, bisílaba.
METÁFORA DEL ÉXTASIS Y LA MUERTE
Volé tan alto, tan alto.
(San Juan de la Cruz)
I
Volé tan alto, tan alto,
que el alma se olvidó
de que era alma
y el cuerpo se olvidó
de que era cuerpo,
y yo ascendía
sin la piel,
sin los huesos,
en una realidad arrebatada,
ingrávida,
cálidamente etérea,
sin nada más que mi espíritu
alzado en el incendio de la noche.
Ascendía
a Tu morada,
a Tu secreto círculo
donde el aire, casi inmóvil,
apenas se desliza como un tiempo
indeciso sin memoria de instante.
Ascendía
tendiendo hacia la luz mi gozo,
buscando claridad,
tan sólo el brillo inmóvil,
cambiante,
fugitivo,
de un fulgor revelado.
¡Oh, esa luz, esa luz!
cómo se remonta mi alma
tras ese resplandor
mientras el cuerpo, ahí abajo,
yace oscuro,
moroso,
abandonado en mí.
Tú me llamas
y ceden las murallas de mi corazón,
y glorifico Tu Nombre
con salmos que crecen en mi boca
como encendidos lirios.
Nos amamos en la voz,
en los súbitos cantos,
en la carne viva, lacerada,
que pide silencio
para un dolor que llega y nos invade
y lloro en tu escabel desvencida de amor.
II
Pero aún estoy aquí, Señor,
prisionera del cuerpo que me diste,
deshaciéndome en Ti
como un témpano blanco
herido por el sol del mediodía,
y aguardo sosegada
la esperanza de unirnos nuevamente,
el instante, por fin, que me liberes
del angustioso exilio que es la vida.
No, no es un velo de tristeza
el que eclipsa mis ojos,
sino el gozo de quien llega a la calma
y se encamina a las altas esferas
de la muerte para vivir en Ti.
Se acerca ya la hora, lo presiento.
Este cuerpo se quiebra con estrépito,
eclosiona como una mariposa
que rompe su envoltura
y se libera.
– Ven, me dices,
y no imaginas cómo anhelaba yo
esa palabra tuya.
¡Oh, venturosa dicha,
oh, gozoso deleite,
ser espíritu,
germen,
ave para inmolarme en Tu pecho,
ámbito,
fuente,
pez,
eterna zarza ardiendo siempre en Ti
sin ser jamás ceniza!
Yo, Teresa de Cepeda,
acepto esta rendición
y a Ti me entrego nívea,
frágil,
débil,
sola,
que hoy entre tus manos
lo he dejado todo
para entrar a la Vida más ligera.
QUEVEDO EN SAN MARCOS
Nunca callé lo que decir debiera,
cuanto tuve que hacer hecho ha quedado,
a la palabra dada no he faltado
ni al que envite de honor me requiriera.
En los lances de amor presto estuviera,
de cornudos y putas me he burlado,
jamás he sido del señor criado
ni jamás a mi rey aborreciera.
Y purgo en la prisión esta insolencia
de ser viejo candil sin llama ni humo
que en vano espera la real clemencia.
Del óxido del tiempo me aletargo,
entre piedras y musgo me consumo,
mas no temo a la muerte, sin embargo.
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