Harry Almela y Alberto Hernández (foto de Henry Cedeño)
Crear en Salamanca se complace en publicar esta entrevista realizada por su colaborador Alberto Hernández al escritor venezolano Harry Almela (Caracas, 1953), fallecido este martes 24 de octubre en su residencia en Mariara, Carabobo. Considerado uno de los autores más representativos de la generación de los 80 en su país, Almela era licenciado en Educación, mención Literatura, por la Universidad de Carabobo (1990). Fue integrante del Taller de Poesía del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos (Caracas, 1981-1982). En 1991 fundó la editorial La Liebre Libre, activa hasta el año 2003. Recibió varios reconocimientos, entre ellos el Premio Bienal de Poesía Francisco Lazo Martí (1989), el 46º Concurso de Cuentos del diario El Nacional (1991), la Bienal de Poesía José Rafael Pocaterra (1994), la Bienal de Literatura Casa de la Cultura de Maracay (1994), la Bienal de Literatura Miguel Ramón Utrera (2004) y la Bienal de Poesía Abraham Saloum Bittar (2014), y fue becario de la Fundación John Simon Guggenheim, de Byeva York (2009). Publicó los siguientes libros de poesía: Poemas (1983), Ventana de emergencia (1990), Cantigas (1990), Muro en lo blanco (1991), Fértil miseria (1992), Frágil en el alba (1994), El terco amor (1997), Los trabajos y las noches (1998), Palabra o indigencia (2000), La patria forajida (2006) e Instrucciones para armar el meccano (2006), entre otros.
Harry Almela (foto de Henry Cedeño)
HARRY ALMELA: “NO PRETENDO NINGUNA
VOCACIÓN DE RUPTURA”
Entrevista de Alberto Hernández
Autor de títulos que han sido motivo de tesis y discusiones, Harry Almela insiste en la poesía, en el ensayo y a veces en el relato corto. Su materia más cercana se mueve en la primera donde se debaten infiernos y paraísos. De esa cohabitación en ambos mundos, han nacido “Cantigas”, “Muro en lo blanco”, “Los trabajos y las noches”, “La patria forajida”, Instrucciones para el armar el meccano”, entre otros.
Entre la plaza de toros de Maracay y Mariara el cielo es un espejo en las cuestionadas aguas del lago. El resplandor inquieta a quienes desde su cercanía se sienten invadidos por el temor, por el agua pesada de un accidente geográfico que antes era considerado una bendición. El lago que muerde el talón de ambas ciudades ha dejado de ser un orgullo. Quien lo mira desde la ventanilla de un autobús, viaja de poema en poema, de libro en libro, pasa de salto a sobresalto e imagina el lugar de origen de otros días, porque pese a haber nacido en Caracas, Harry Almela es hijo de Mariara.
Su obra poética lleva la marca de estos lugares. Maracay y el pueblo carabobeño, frontera de Aragua, son entonces precisiones de su poética, asunto de amores y desamores que lo han convertido en una voz relevante en el mundo de las letras nacionales. Desde este sol que lo enceguece, que lo deslumbra, se deja preguntar:
-¿Qué influencia hay en tu trabajo? ¿De quién has heredado alguna voz, un eco?
-Creo que la tradición va en busca de uno –y no al contrario- en la medida en que nos vamos dando cuenta, por una parte, de cuál es el instrumento que nos ha tocado ejecutar en el concierto y, por la otra, de nuestras propias necesidades y posibilidades expresivas. En este sentido, creo necesario hablar de etapas, de movimientos hacia eso que tú has llamado certidumbres y dudas.
Comencé a escribir, con alguna continuidad, hacia finales de los años setenta. Mi instrucción era íntima y precaria, heredada de la adolescencia y de mi primera juventud: Papini, Kafka, Hermann Hesse, Charles Dickens. En cuanto a poesía, los límites no pasaban del ahora desechable Neruda y de nuestro apasionado y sonoro Andrés Eloy.
Durante la década de los 80, en lo que se refiere a temas, mi preocupación literaria iba por el camino del rescate de la memoria de la infancia y por la recreación de lo amoroso. Eran los días en que militaba en la creencia de que la literatura salva. Por otra parte, sentía que el tratamiento del lenguaje, acceder a su desnudez y su sonoridad, eran asuntos importantes y necesarios. Esto último me llevó de la mano hacia la poesía medieval en castellano, desde el Rey sabio hasta Berceo. Creo que todo esto es muy visible en “cantigas”, libro que ahora considera distante, pero que en su momento fue una bisagra entre varias búsquedas.
Posteriormente, me atrajo la obra de Luis Alberto Crespo. Eso se nota (demasiado, diría yo) en los libros “Muro en lo blanco” y “Frágil en el alba”. Su contención, su vibración espiritual –casi mística- era un imán demasiado poderoso, ya que Crespo es maestro en esas cosas. Creo que en su obra hay mucho de lo que podríamos postular como una poesía de lo venezolano: el paisaje, la búsqueda de identidad en el pasado personal, lo movedizo de nuestro entorno, la capacidad de nombrar el territorio. A Luis Alberto le conocí hacia 1981, en un taller del Celarg. Fue éste una experiencia que aclaró horizontes en cuanto a lecturas y me permitió abrir ventanas a una muy diversa tradición literaria, presente en nombres como Ungaretti, Eugenio de Andrade, Paul Celan, Emily Dickinson, algunas páginas de Eliot, el imprescindible Borges y el haikú japonés. Este tránsito facilitó mi distanciamiento de lo que hay de retórico y francés en la poesía venezolana. Por lo general, padezco del terror a lo adjetivo.
En una etapa más reciente –que arranca con el libro “El terco amor”- comenzaron a interesarme, con mayor vehemencia, autores como Rafael Cadenas, san Juan de la Cruz, Antonio Cisneros, Jorge Eduardo Eielson, Jaime Sabines y el propio Borges. Siento que en ellos existe una puesta en escena de lo espiritual e intelectual -personal y colectivo- que me ha ayudado, a través de cadencias y tesituras muy intensas y diversas, a entender la vida como un largo proceso iniciático. Creo que en eso ando ahora. Y dudo, cada vez con más ardor, que la poesía pueda salvarme de algo.
-Más allá de esas lecturas, de esos viajes por diferentes autores, cambios y recambios, ¿tu vocación poética tiene ver con alguna ruptura?
-Bueno, sería un acto de soberbia casi argentina pretender, a estas alturas del juego y con dos “outs”, alguna vocación de ruptura. Eso sólo podría afirmarlo –o negarlo- el próximo milenio. Me interesa, por ahora, una poesía sustantiva, que dé testimonio de mi infierno y de mi paraíso en esta circunstancia latinoamericana, cuya dicción no se separe en demasía del habla y que me recuerde mi membrecía a la historia del español. El corolario del tal certidumbre es que, por una parte, me siento alejado de ciertas poéticas de la década actual, y por la otra, muy cercano a algunos poetas de mi generación. Y eso no es nada extraordinario.
-Tienes una mirada bastante crítica de lo que se hace en Venezuela en materia poética. ¿Crees que en la actualidad la poesía se inserta en alguna motivación histórica que la defina?
-Las poéticas que hablan exclusivamente en primera persona me irritan por su probada capacidad de arriesgar poco en términos personales, sociales y literarios. Los epigonales me fastidian por previsibles. La literatura como ejercicio de narcisismo publicitario me altera por su torpeza y grosería. La poesía, asumida como expresión pública de la prodigiosa capacidad que tenga cualquier ser humano de mirarse el ombligo, como acto de revelación, la poesía como inspiración, me parece prescindible y, además, un acto de excesiva irresponsabilidad social y literaria. En estos tiempos de indigencia, como buen apocalíptico e integrado que soy, siento cada día con mayor intensidad que la poesía no es sólo una vía hacia el conocimiento. Es también comunicación. Y comunicación con el otro, con los otros. El escritor no tiene final feliz. La frase anterior es de José Emilio Pacheco. El escritor está condenado, agrego, a hacer buen uso de su arte en beneficio del resto de la tribu. Aunque no lo lean.
(Septiembre de 1998)
Harry Almela por Vasco Szinetar
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